LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN

Flores rotas

A través de una mirada sobre la historia, los personajes políticos y los periodistas, Federico Corbière reinstala un debate sobre poder político y poder comunicacional.

 Por Federico Corbière *

Aquel relato de Rodolfo J. Walsh sobre la muerte de un soldado raso durante los enfrentamientos militares en la sublevación del 9 junio de 1956 –consecuencia del golpe encabezado por Pedro E. Aramburu– sigue resultando estremecedor. Primero, porque se trata del recuerdo de un joven escritor todavía inmune a la indolencia de la crónica periodística; segundo, porque las agonías expiatorias del conscripto que no comprendía su suerte ocurrían al otro lado de una persiana. En el umbral de un santuario privado en el que pasaban los ruidos de metralla, frente a un cuartel en las calles de La Plata que servían de campo de batalla. Era el prólogo de Operación masacre y de una tradición que marcaría el destino de no pocos periodistas.

Encabezados por el general Juan José Valle –tres días más tarde– otros 26 militares caerían fusilados en la cárcel de Las Heras; sería el comienzo de la investigación sobre las otras ejecuciones en José León Suárez horas antes de dictarse el “toque de queda”, y, también, el motivo de una frase en la que Juan D. Perón habría señalado el carácter efímero del poder de los medios, puesto que había asumido con toda la prensa en contra y su salida –en noviembre de 1955– ocurría en una situación inversa.

A casi 55 años de ese comienzo de dictaduras sangrientas, el debate sobre el poder de los medios sigue vigente. Pues el poder político y el comunicacional han puesto en la agenda del mercado cultural periodístico el –ya residual pero necesario– cierre de un ciclo histórico, con el paso por la Justicia de asesinos octogenarios –y no tanto– y niños apropiados adultos, algunos de los cuales no quieren dejar de serlo por la posición acomodada resultante del coro a Videla (en los ’70) y las nobles odas dedicadas a Benito Mussolini (en los ’40).

Esa frase de Perón a propósito de la tensión entre política y medios hoy tiene su escenario en un esquema comunicacional mucho más complejo. Y obliga a revisar los cambios de una prensa gráfica que supo ser la estrella, cuando los soportes audiovisuales eran complementarios a su encuadre de la realidad.

Así las cosas, la prensa “uniformada” de los ’60 y ’70 se autoproclamó “independiente” con el retorno a la democracia, para transformarse en los ’90 en un sistema concentrado y corporativo al que sus propios dueños denominaron “multimedios”.

Con ellos volvió la sátira política incisiva. Pero terminado el período de Tato Bores y su faro con peluca y frac, llegaron los gritos de niños terribles como Mario Pergolini, que una vez crecidos eligieron la noticia picaresca y sin profundidad –más allá de inventar con CQC un formato de noticiario cómico de una efectividad absoluta–.

A esos gritos de la moda se mezclaron los de Marcelo Tinelli, quien desde otro lado del humor, considerado ingenuo, usó su show televisivo como formador de opinión para la reelección de Carlos S. Menem; para mostrar un Fernando de la Rúa arteriosclerótico, y la más reciente batalla retórica de un “Gran Cuñado” que banaliza a la clase política, por lo cual sus grandes triunfadores son las figuras fabricadas en consultoras de imagen.

Incluso en plena crisis de 2001, América TV eligió a un discreto Jorge Rial –que transitaba el primer año del exitosísimo Intrusos del espectáculo– para comentar los sucesos que terminaron con casi 40 muertes, en las jornadas del 19 y 20 de diciembre.

Lo cierto es que para algunos pastores de un periodismo ajeno a la cobertura testimonial, su objeto no es informar sino entretener y vender puntos de rating, a instancias de una intrincada red (no social) de negocios multimedia.

No resulta casual que los noticieros televisivos –columna vertebral de todo canal de aire– se asemejen a los programas de entretenimiento, aunque la información sea presentada como denuncia novelada.

Tal descentramiento en los medios no apela a la non-fiction para la reconstrucción de los hechos, prefiere funciones cercanas a un gore realista de famosos bailando por un sueño, policías en acción o médicos heroicos que transitan en ambulancia por un mundo de marginados.

Se trata de producciones casi cinematográficas más cercanas a la muestra descarnada del sufrimiento explícito en Hostel, distinto de esos realizadores de la nouvelle vague que a fines de los ’50 supieron adelantar con el salto de eje en la mirada algunos problemas comunicacionales de la sociedad de masas –hoy recuperado por el cine independiente norteamericano y algunos directores británicos–, en donde aflora la soledad en medio de tanto ruido.

La época de Operación masacre sirve para entender los contrastes actuales entre el poder político y el comunicacional, porque tiene un denominador común: la circulación de información. Los tiempos de Walsh eran los de la denuncia por entregas –muchas veces clandestina– y de proyectos colectivos. En la actualidad el de las redes sociales menos comprometidas que escapan a ese poder negociado entre políticos y empresarios, y encuentran en Internet un eventual espacio de libertad.

El poder de los medios siempre fue efímero y circunstancial. Pero a diferencia de aquellos años en los que la prensa gráfica cerraba la agenda diaria con la búsqueda de un horizonte similar al de sus lectores, el carácter difuso de las audiencias ya no es la garantía para preservar ese poder.

El esquema “atrapa todo” del infoentretenimiento multimedia parece nutrirse de ese salto en la mirada, propio de una sociedad sin piso ni rumbo fijo, en la que reinan la incertidumbre y el miedo (no los medios) a perderlo todo.

* Docente-investigador. Facultad de Ciencias Sociales UBA.

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