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Juana en la hoguera

Carolina Justo von Lurzer analiza críticamente el comportamiento de la televisión a raíz de la difusión de un video en el que se ve besándose a Juana Viale y Martín Lousteau.

 Por Carolina Justo von Lurzer *

Los últimos días han transcurrido al calor del conflicto mediático desatado por el video en el que se ve a Juana Viale del Carril besándose con el ex ministro de Economía de la Nación Martín Lousteau.

Esa escena –de apenas dos minutos y medio– ha ocupado ya más de cinco días de programación televisiva en la que se ha visto desplegada, sin reparos, la pedagogía moral de los medios. ¿Queríamos educación sexual? Pues bien, hemos podido escuchar decenas de cronistas, conductores, “figuras” del espectáculo, y alguna persona de a pie, recordando las reglas básicas de la vida erótico-afectiva desde que el mundo es mundo.

Resulta imposible reproducirlas punto a punto, por lo que nos quedaremos caprichosamente con tres aspectos: los “códigos” de género; la responsabilidad “maternal” y el vínculo entre infidelidad e intimidad.

Muchas de las apreciaciones que se escucharon estos días tienen que ver con los comportamientos esperables y deseables de mujeres y varones en el contexto de una pareja, y en particular en una situación como ésta (de flagrante traición, que quede claro). Al ex ministro le gustan las chicas del ambiente, lo sabemos, pero no lo vamos a condenar por eso sino por no tener “códigos”. Entre machos no se birla la mina. Las mujeres que están en pareja, están automáticamente marcadas (como árbol por un can) y, lo quieran o no, deben transformarse en intocables para el resto de los mortales. Lousteau olvidó este detalle y la comunidad toda espera ansiosa el momento en el que sea retado a duelo por Manguera, a quien los medios en conjunto alientan a mostrar que él sí tiene códigos y sabe que debe buscar al ex ministro y desfigurarle la cara (y aclaro que la utilización de los términos no es fortuita sino pura reproducción de lo visto, oído y leído en estos días, incluso más sutil). Este hombre debe vengar su honor mancillado y, para que nos quedemos expectantes, se nos aclara que ya mandó retirar “su camioneta, sus dos perros y un bolso lleno de cosas” del hogar conyugal.

Mientras tanto, esta televisión que parece ya no reconocer sus linajes y va incluso contra la familia real, quema viva a la “Malparida” porque encima de casquivana, está embarazada. ¿Cómo no haber comprendido que ahora está doblemente marcada? Porque lo que se ha puesto en cuestión no es su idoneidad como madre (esperemos, ya llegará) sino el hecho de ser (y desear) algo más que el continente de esa vida que entraña. ¿Qué peculiar autonomía es ésa? Paren las rotativas. Gracias a Dios, “el niño por nacer” no puede ver lo que hace la madre, ni lo que dicen los cronistas sobre ello.

Sobre este “no ver” estriba el tercer aspecto que queremos destacar. La televisión ha mostrado con honestidad la hipocresía social. Porque el mayor problema aquí no radica en la –repitámoslo fuerte y claro– flagrante traición sino en que sea pública. Podríamos intentar el camino del derecho a la intimidad sin mayor suerte. No porque, como esgrimen a su favor los paparazzi, los tortolitos estaban en un lugar público sino porque habría que pensar cuáles son los espacios de intimidad posibles en el contexto de la industria del chimento y la telerrealidad, si –precisamente– ambas se nutren del traspaso (y la construcción) de las fronteras de lo cotidiano y lo íntimo. Incluso, en términos más pragmáticos, cuando los juzgados, los laboratorios, los hoteles y los puestos de panchos tienen sus informantes clave, ¿en qué lugar estaban pensando los periodistas que los traidores fueran a hacer la chanchada? No sabemos, pero que se esfuercen por pensar porque nosotros no queremos andar viendo sus trapos sucios. Corrección: queremos ver sus trapos y cuanto más sucios, mejor, para poder regodearnos; ahí sí, como los chanchos, en el barro de la mundanidad más visceral (porque el deseo prohibido es visceral, por supuesto, el corazón sólo bombea sangre y el alma ya sabemos que no existe). Es que, veamos, todo el problema se reduce a qué hacemos con la mitad inferior del cuerpo. Las vísceras, los genitales y el útero están muy cerca, pero pertenecen a órdenes distintos; a no confundir.

Todas y todos hemos experimentado, por acción, omisión, transgresión y especialmente por educación, los límites de la heteronormatividad y en particular los de la monogamia. No está de más que nos los recuerden de cuando en cuando, sobre todo en estos tiempos en los que el matrimonio es igualitario y ahora venimos por el aborto.

Dos minutos y medio de charla y besuqueo no sorprenden a nadie y, sin embargo, logran horas de pantalla y altísimos índices de audiencia. Habrá tal vez otros aspectos, ya no vinculados estrictamente con lo erótico-afectivo, que se ponen en juego en la fruición del escándalo. La burla y el señalamiento público del “desviado” nos acompañan desde tiempos inmemoriales, pero hace dos décadas que la televisión hizo de ello una industria. ¿Habría que esperar más? Incluso, ¿habría que pedirle más? Creemos que sí. Porque los medios masivos de comunicación tienen una responsabilidad pública respecto de los sentidos sociales que ponen en circulación. Lo que cada uno de nosotras y nosotros opine sobre el beso en cuestión, sobre la infidelidad en general o sobre los límites de la intimidad, es radicalmente diferente de aquello que es presentado a consideración pública en un medio masivo de comunicación. Y por supuesto que tienen puntos de contacto, de otro modo serían sentidos inverosímiles, poco efectivos y para nada rentables. Son sentidos radicalmente diferentes, entre otras cuestiones, por la escala a la que son difundidos y por el estatuto de verdad que comportan.

La televisión “muestra la realidad” y dice “lo que piensa la gente”. Con más razón habrá que continuar demandando que las realidades sean múltiples y la gente, diversa. ¡Mierda, carajo!

* Magíster en Comunicación y Cultura (UBA-Conicet).

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