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ShowMatch: graduados en los noventa

Apelando a las referencias de dos programas televisivos (ShowMatch y Graduados), Pablo Castillo interpela acerca de la necesidad de usar creativamente la televisión para dar la batalla política de los sentidos y de la interpretación.

 Por Pablo Castillo*

Una mirada descarnada –y quizás un poco sesgada– diría que en el interior de la pelea entre Graduados y ShowMatch, por ver cuál de los dos programas acapara mayor audiencia, se exterioriza un juego poblado de sobre y malos entendidos. Hay una irrupción –en el primer plano televisivo– de las huellas de un pasado que, simplificando, podría expresarse como las marcas culturales de una época que va desde el fin de la ilusión de la “primavera radical” hasta el “menemismo”. No es la única lectura, pero sí una posible.

De un lado, tenemos a los simpáticos y algunos hasta queribles personajes de la novela del canal de las pelotas. Como dice la canción de Serrat: “un buen colegio de pago/el mejor de los bocados...”, donde la libertad que hay que defender es la individual, frente a una sociedad que trata de oprimirnos y un Estado que sólo en la ficción puede figurar como ausente. Seguramente ya fueron arrancadas las etiquetas con RA (Raúl Alfonsín/República Argentina) de sus carpetas escolares. Hoy, los imprevistos y los desencantos de la vida cotidiana, combinados con la entrada a los cuarenta de los protagonistas principales, parecen volverse un cóctel explosivo. Equiparando, bastante democráticamente, encontramos que los tonos angustiantes y resbaladizos que transitan estos sujetos nos demuestran fácticamente que aparentemente solo con la plata no alcanza para ser feliz...

Por el otro, nos topamos con un Marcelo Hugo disfrazado simultáneamente de mago y equilibrista junto a los hijos de Claudio Paul Caniggia y Mariana Nannis, dándole visibilidad a esa mezcla de pizza con champagne reactualizada; hablada desde los márgenes de Marbella, de la Europa eterna, nunca en crisis. De la ausencia-presencia de un padre que es más como uno. Porque solo en la vida y en el fútbol nos pueden pelotear todo el partido –como Brasil nos arrinconó, en el Mundial de 1990– y casi milagrosamente hacer aparecer una oportunidad que transforme, de repente, todo el relato. Un descuido, una desatención, una negligencia de los dominadores basta para filtrarte entre líneas y cambiar la Historia (con y sin mayúscula). Sólo se trata de estar ahí y, llegado el momento, navegar en el justo límite que, según lo que uno decida y cómo lo ejecute, nos convierte en héroe o villano, sin mediación simbólica que valga.

Es cierto que en los dos programas pasan otras cosas, gestos tiernos y nuevas complicidades (algunas tan marketineras como efectivas) pero que funcionan en un segundo plano. Las marcas ordenan los discursos y, cuando hay que tomar alguna decisión sobre el futuro de los hijos, las respuestas siempre están allende los mares. Para pasarla bien o estudiar, tanto los Caniggia como la familia de Martín, el hijo de Loly en la ficción de Telefe, miran a Europa o Estados Unidos.

Podríamos concluir con algo así como que los millones de espectadores que miramos en forma permanente o a través del zapping estas emisiones televisivas nocturnas lo hacemos desde otro lugar al acostumbrado. Los que padecimos los noventa hoy podemos entretenernos con sus restos anclados en otro territorio cubiertos por una dignidad, antes no alcanzada. Pero lo cierto es que, como imagen, puede tranquilizar pero es insuficiente.

La lucha por el sentido, por fijar la verdad de una posición, es también una disputa de poder. Y el campo de la masividad de lo mediático es una batalla pendiente que debemos abordar creativamente; en el marco de los cambios que la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual permite, pero entendiendo que la televisión en particular tiene sus propias especificidades. Sin prejuicios elitistas pero tampoco, parafraseando a Néstor Kirchner, “dejando las convicciones en las puertas de un estudio de televisión...”.

La política siempre va a ser el principal bagaje con el que contarán los silenciados por la historia escrita por los vencedores de Caseros, para alcanzar visibilidad y transformar el yo (liberal o fenomenológico) en un nosotros. Por eso mismo, no reflexionar sobre cómo se conforman esos movimientos, las percepciones (muchas de ellas contradictorias) que nuestros televidentes tienen de sus triunfos y fracasos, de sus alegrías y tristezas, de sus formas de entretenerse y pasarla bien, es para la academia un error conceptual grave pero, para los que militamos en la ancha alameda de lo comunicacional, supone asumir una actitud casi suicida.

* Psicólogo UBA. Magister en Planificación y Gestión de Procesos Comunicacionales, UNLP.

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