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Eficacia de la razón narrativa

Utilizando el ejemplo de la serie televisiva The booth at the end para mostrar otras formas de construir historias, Ricardo Haye sostiene que la Argentina haría muy bien en detenerse a observar arquitecturas argumentales como ésta porque son las que permiten argumentar que el relato conlleva posibilidades de transferir información, proponer temas en debate o dar a conocer puntos de vista.

 Por Ricardo Haye *

Desde General Roca, Río Negro

El tipo se pasa toda la serie sentado en la misma mesa de bar. Se trata de un bar mediocre, de esos que funcionan en un viejo ómnibus reciclado.

Pero no solo el protagonista permanece allí todo el tiempo. También lo hace la cámara, en abierto desafío a los paradigmas establecidos de relato audiovisual.

En The boot at the end no hay variedad de locaciones y mucho menos efectos especiales espectaculares. Ni siquiera vemos persecuciones vertiginosas, incendio de coches o edificios, balaceras o gente enfrentándose a los golpes.

Y, sin embargo, es muy difícil abandonar su relato intrigante.

Originalmente la historia de Christopher Kubasik se desarrollaba en 62 miniepisodios concebidos para la web, pero el suceso que alcanzó determinó que la señal televisiva estadounidense de cable FX (filial de la cadena Fox) se interesara por el producto y lo incluyese en su programación en la forma de diez capítulos de alrededor de 12 minutos cada uno.

La singularidad de The booth... es la simpleza casi minimalista de su puesta en escena. Todo lo que se muestra ocurre en un mismo ambiente: el interior de ese bar sin muchas pretensiones, junto a la carretera. En la mesa del fondo se sienta un hombre al que recurren personas que buscan cumplir un deseo. El hombre, del que no sabemos nada, los escucha y les promete que podrán hacerlo siempre y cuando paguen el precio. Lo que les pide a cambio es que ejecuten alguna acción inconcebible en la que hasta allí venía siendo su vida cotidiana y que lo mantengan minuciosamente informado sobre los pormenores de ese trayecto en el que sacrifican su moral.

Un padre está desesperado por salvar a su hijo enfermo; una anciana quiere recuperar a su esposo que está hundido en las tinieblas del Alzheimer; una monja plantea que quiere volver a escuchar a Dios para sostener su fe; una muchacha explica que quiere ser más bonita; un hombre solo sueña con casarse con una modelo escultural; un policía intenta conseguir el afecto de un hijo rebelde.

Para alcanzar lo que pretenden tendrán que matar a un niño, poner una bomba en algún sitio público, embarazarse, robar un banco, cuidar de alguien o proteger a un colega corrupto.

A nadie se obliga a nada. Pero a todos se los confronta con el interrogante de qué tan lejos están dispuestos a llegar para obtener lo que quieren. Y también al de si luego sus conciencias podrán soportar la crueldad de los actos cometidos.

Ante el pacto fáustico que se le propone, uno de los personajes inquirirá:

–¿Cómo puedo saber que no eres el diablo?

La respuesta que recibe no lo tranquiliza ni acerca certezas a los espectadores:

–No puedes.

La serie concluye sin que se sepa si ese hombre misterioso e inalterable es un mago, una entidad angélica o el mismo demonio.

Aunque no muestra ninguna escena violenta, The booth at the end sugiere climas inquietantes que predisponen al terror filosófico.

Esa lógica invulnerable que los sajones expresan anteponiendo el “to show” (mostrar) al “to tell” (contar), encuentra aquí una formidable excepción a la regla. El texto representacional cede protagonismo al puro relato, que solo puede sostenerse sobre una base de ideas originales, planteos interesantes y diálogos inteligentes.

No hay exteriores y no se muestra ninguna de las acciones que se encomiendan a los “clientes”. La fuerza expresiva de la serie descansa en la conversación entre la persona que desea y la que concede. Los acontecimientos solo pueden ser imaginados a partir de las palabras que los narran, en una muy lograda contravención de aquella máxima que sostiene que la televisión es imagen en movimiento. Mientras tanto, el hombre de la mesa del fondo registra escrupulosamente los detalles que le van acercando sus interlocutores.

The booth at the end es un ejemplo extraordinario de cómo se puede edificar una historia cautivante con un mínimo presupuesto y confiando en la potencia de la palabra.

Un país como la Argentina, que en las vísperas de su transición definitiva hacia la digitalización televisiva se debate acerca de cómo construir una consistente y necesaria industria audiovisual, haría muy bien en detenerse a observar arquitecturas argumentales como ésta porque son las que justifican el énfasis con que muchos pensadores han reivindicado el valor de la “razón narrativa”: el relato conlleva posibilidades eficacísimas de transferir información, proponer temas en debate o dar a conocer puntos de vista.

Aprovechándose de esas fortalezas, Kubasik nos pone a pensar en cierto relativismo epocal que propicia el desplazamiento progresivo de las barreras morales y nos confronta con aquel interrogante perturbador: ¿hasta dónde somos capaces de llegar para conseguir algo?

Es mucho más que lo que suelen plantearnos tantas propuestas zonzas que nutren las pantallas.

* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue.

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