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Pornografía y periodismo

Dos contribuciones al debate sobre el manejo periodístico del asesinato de Angeles Rawson. Alejandro Kaufman y Esteban Rodríguez lo analizan desde la perspectiva de derechos de los niños, jóvenes y mujeres, reclamando la adopción de protocolos que encuadren las prácticas periodísticas.

 Por Alejandro Kaufman y Esteban Rodríguez *

A casi dos años del secuestro y homicidio de Candela Rodríguez, de 11 años, el asesinato de Angeles Rawson, de 16 años, repuso el problema del tratamiento de la violencia de género y contra la infancia por parte del periodismo. Los dos conmovedores casos saturaron las pantallas hasta el abuso. No sólo hubo hipótesis demonizantes, infundadas y estigmatizantes (violando el derecho a la presunción de inocencia); se filtraron imágenes y testimonios cuando existía todavía secreto de sumario (violando el derecho al debido proceso), sino que se sobreexpusieron a los familiares y amigos de las víctimas, manipulando su dolor (violando los derechos a la intimidad y no recibir maltrato). Naturalizaron la violencia de género cuando la erotizaron, como hizo el diario Muy del Grupo Clarín pero también –casi todos– quienes exhibieron contenedores o bolsas de residuos al lado de las otras imágenes privadas tomadas de las redes sociales, con las niñas posando para sus seres queridos. La edición insinuaba que se había tirado a las mujeres a la basura: imágenes de niñas muertas devenidas en acto sexual público “soft”. En todos los casos se afectaron los derechos a la imagen propia, el honor, la calidad informativa, los derechos de las niñas y niños reconocidos por distintos instrumentos internacionales.

El amarillismo es algo más que sensacionalismo porque se inspira en la pornografía, abreva en sus códigos. El código pornográfico invisibiliza la violencia de género (el femicidio) y subyuga a la mujer a través del exhibicionismo obsceno. En lugar de la segmentación dirigida hacia audiencias parcelares en un marco plural –siempre objeto de debate–, se produce una pauta uniforme y de hecho obligatoria en la mayor parte de la esfera pública. En ello se verifica el maltrato hacia toda una sociedad que no consigue distinguir entre opción y abuso.

El tratamiento pornográfico censura a la mujer cuando la cosifica, desautoriza y subordina a los parámetros de la hegemonía masculina. Descalifica, encarniza y fragmenta, pone a la mujer de rodillas, la transforma en orificios y secreciones. La mirada del periodismo pornográfico ofrece un cuerpo sin rostro, recortado a sus partes erógenas. Un cuerpo con agujeros es un cuerpo sumidero, que dispone a la mujer para ser ultrajada, arrojada, desechada. La dominación masculina tiene la palabra, lleva la voz cantante, y lo que decide (impera y ordena), incluso a través de las imágenes seleccionadas, corrobora el punto de vista prevaleciente. La pornografía profana el cuerpo y declina la subjetividad. Como operación política expropia toda soberanía cuando impone una fijación sobre el cuerpo fragmentado, el cuerpo-orificio.

La pornografía, incluso el periodismo pornográfico, es acto de supremacía masculina que revalida la sociedad patriarcal y el contrato sexual desigual. Construye y define las categorías de género y sus roles. No hay inocencia en esas imágenes cargadas de una ideología que fomenta y reproduce la idea de la inferioridad sexual de las mujeres, y que luego se transmite a todos los ámbitos de la vida, certificando el lugar subordinado que se les asigna.

El periodismo pornográfico invisibiliza además a la violencia de género cuando la estetiza. De la misma manera que la disimula con estereotipos como “crimen pasional”, la vuelve a invisibilizar cuando las despoja de su condición subjetiva. El periodismo sexista deteriora la igualdad de género cuando confirma y naturaliza la vulnerabilidad: la mujer para ser usada y arrojada, y luego exhibida y celebrada: espectacularizada.

Se necesita un debate sensible a dimensiones múltiples, no resignación ni frivolidad. Las normas pueden ser inocuas como sucede con la ignorada letra del art. 70 de la ley de SCAV. La norma no rige sin sanción, no sólo regulatoria sino sociocultural, pero tampoco se invoque el fantasma censor tan temido, refugiados en una libertad de expresión boba por negligente, indiferente a la protección y el cuidado concreto y real.

Los editores mediáticos son responsables. No pueden escudarse en supuestos consumismos que contrariarían la vigencia elemental de los derechos humanos ni librarse a la “autorregulación”. Aparte de la vigencia de las leyes nacionales e internacionales, el periodismo supone hoy pautas de producción preventivas, acordes con criterios más que reconocidos por años de evolución político cultural. Hay que apelar y convocar a empresas y sindicatos, profesionales y trabajadores, así como a la sociedad civil, a proponer y respetar el punto de partida que funda la convivencia democrática: la adopción de protocolos reconocidos y vinculantes como base y delimitación de las prácticas reproducidas en la prensa.

* Docentes e investigadores de la UNQ.

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