MITOLOGíAS › LA PáGINA DE ANáLISIS DE DISCURSOS

Las comillas y la (re) vuelta de las palabras

Más aportes de John Berger para diferenciar la anestesia de la sangre en las venas. Las palabras que fueron y ahora vuelven. Y la calle, ese escenario natural de la política, ganado por quienes siempre han salido a gritar lo que haga falta, y quienes, despedidos desde sus mundos privados, debutan electrizados.

 Por Por Mariana Moyano

Cuando estuvo en el Senado, Javier González Fraga provocó extrañeza. Sus argumentos eran los de siempre, los que en los ‘90 habían ganado terreno y se habían impuesto en el sentido común de la mano de esas palabras tramposas que significan más por lo que esconden que por lo que dicen. Habló de inversión y de racionalidad, dos banderas detrás de las cuales se ocultaba aquella intención de “achicar el Estado para agrandar la Nación”.

Llamó la atención su discurso porque se siente otro clima de época. Embanderarse en los modos de decir de los noventa ya no pasa inadvertido: ha comenzado a fortalecerse una manera de decir que le pelea al discurso único de esos años y esa “batalla” la protagonizan en las calles personas de carne y hueso que salen más por lo que sienten que sucede que por la certeza de lo que pasa.

El escritor John Berger (citado en “Banderas”, la contratapa de Sandra Russo que publicó este diario el último sábado) no está en las calles de la Argentina actual, pero recorre los ánimos de estos días y “Banderas” lo trae a cuento. A mí también me gusta Berger. El no lo sabe, pero me ha permitido crear una cofradía con personas que quiero y admiro mucho. Eduardo Grüner es una de ellas. Digo cofradía por la fraternidad, pero también porque esa palabra encierra la noción de supuestos compartidos y no dichos que me lleva a la idea de cierto secreto. No es como con esos best sellers de los que te ves obligada a escuchar hablar. Cuando salen sus libros uno tiene que salir a buscar con quién conversar sobre ellos.

Y con “Banderas” me acordé –era inevitable– de dos de mis preferidos: King y G.. ¿Qué se puede decir de un libro “escrito desde” la mirada de un perro y de un autor que decide darle su voz al canino y encima no firma para no opacar al animal? Y G., bueno, en este momento en que se juega todo, incluso el rol de las mujeres en la política, es un texto obligado. Dice Berger precisamente en G.: “Lo extraño de los sueños no es lo que sucede en ellos, sino lo que uno siente en ellos. En los sueños se dan categorías nuevas de emoción. En todos los sueños, incluso en los malos, hay una sensación de resolución inminente que uno apenas experimenta en la vigilia”. Y algo de eso ocurre en estos días: no es tanto lo que está ocurriendo, sino lo que uno siente que está ocurriendo Por estos días han (re) aparecido categorías nuevas de emoción, nos sentimos permanentemente al borde de resoluciones inminentes. Esa es, para mí, la diferencia entre pensar cosas interesantes y/o inteligentes y la política: cuando hay un vínculo profundo entre reflexión y acción la sangre burbujea distinto porque uno está sintiendo la intravenosa de lo político en todo el cuerpo.

Las miradas ya no son las mismas y la palabra sale sola porque empieza a tener otro valor. Estado le discute a racionalidad económica, y ya no pide permiso. Igualdad, solidaridad y justicia se le animan a esa inversión noventosa de la que se ha vuelto a hablar a propósito de Aerolíneas. En estos días, siento que les hemos empezado a devolver la dignidad a esas palabras. Se trata de términos no acabados. Son de esos en permanente estado de construcción. Activos, que dicen, que implican al que los nombra. Son palabras militantes. Son vocablos activistas. Y que están volviendo y en ese movimiento nos permiten sentir que algo está sucediendo.

“No tenemos que volver a regalar ni las ideas ni las calles”, dijo Kirchner en el encuentro del sábado con Carta Abierta, y si bien puede tener algo de arenga –lo que en sí mismo no está mal– esa frase encierra algo de autocrítica y de sacudón.

Hace un tiempo, una amiga muy enojada con el sentido común imperante me dijo: “¿Por qué? ¿Dónde está escrito que yo tengo que soportar en silencio en nombre de la tolerancia el fascismo del taxista y él no puede aguantar mi adhesión a las medidas del Gobierno?”. Y tenía razón. Puede ser una batalla perdida, pero en nombre del “no tiene sentido perder tiempo discutiendo” muchos primero se callaron, después se fueron a la casa y terminaron pensando que la política era una especie de ciencia dura que ocurría en los ministerios y en alguna legislatura provincial.

Ahora, uno siente que es distinto. Que las palabras y las ideas se nos atropellan en la garganta y cobran forma en la cabeza y en la calle. Y así como el peronismo de derecha se acicaló para salir a jugar, otros se despertaron de la siesta. Y con ésos es con quienes nos estamos encontrando en la calle para defender esas ideas que desde hace un rato largo venían pidiendo a gritos que dejáramos de rifarlas.

“De haber pertenecido a otra clase social –dice Berger en G.–, Léonie habría reaccionado de forma diferente. Su inmediata respuesta habría sido poner en entredicho el derecho del resto (...) a alzar la voz y molestarla. Pero para ella, tal como era su vida, una voz más alta era una señal de alarma, desde pequeña había aprendido que cuando alguien levanta la voz o desapareces o ya te puedes ir preparando para ser injustamente maltratado.”

Sucede –o uno siente que sucede– que las calles, las palabras y las ideas empezaron a entrelazarse y están –apenas, quizás; tímidamente, tal vez– (re) construyendo un territorio común en el cual levantar la voz no es ni patrimonio ni licencia sólo de algunos.

Esta vuelta del poder de ciertas palabras, de ciertas ideas, de la sensación de no tener ya que pedir permiso para defender en voz alta algunas convicciones hizo más evidente la obscenidad de ciertas coberturas. Fue notable y claro para quienes miramos con lupa la utilización que se hace en los medios de mecanismos y de palabras, pero también lo fue para muchos de los que nunca habían puesto atención a las rutinas periodísticas. Esto nuevo que se siente habilitó a que, en algunos oídos, el uso irreflexivo y naturalizado del término tregua sonara a ruido. Se habló de la “tregua” que “el campo” le daba al Gobierno, pero sin comillas, sin la intención de dar idea de textual. Se usó esta palabrita, así, en bruto, a secas, como propia. Y sabemos que las más de las veces los signos de la gramática nos permiten truquitos ideológicos, porque se meten por hendijas, se cuelan, se filtran. Y entre la cita textual y el uso de tregua sin comillas no hay sólo dos teclas: detrás de eso está o la convicción de que esto es una guerra o la naturalización igual de peligrosa de que todo da lo mismo.

Y, como dice Susan Sontag, “nosotros no estamos autorizados para defendernos de cualquier manera que se nos ocurra”... Y en cuanto a esa metáfora, la militar, yo diría, parafraseando a Lucrecio: devolvámosla a los que hacen la guerra....

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