MITOLOGíAS › LA PáGINA DE ANáLISIS DE DISCURSOS

Adjetivando por un sueño

El momento político actual llega empapado de adjetivos virulentos, palabras que bordean o dan en el blanco del insulto y que reemplazan a las argumentaciones.

 Por Jorge Pinedo *

Medios, foros, tablados, concentraciones, todo lugar parece resultar apto a fin de cultivar un remozado subgénero del discurso político: el adjetivismo. Epítetos que aluden a la condición subjetiva, personal, se perpetran en reemplazo del argumento que falta. De tal modo, “soberbia”, “mezquina”, “arrogante”, “histérica”, “prepotente”, entre tantos otros adjetivos, pululan en los discursos que, lejos de sentar las bases para la discusión entre muchos, pasan a convertirse en monólogos, oratoria preponderante tanto en la alocución del dictador como en la oración religiosa. Botón de muestra: “bipolar”. Hazaña gramatical de última generación, capaz de hacer mutar una categoría (nunca al azar) psicológica en diatriba de cabotaje, cunde entre los opinólogos a la violeta. Sustantivo que describe la vieja sintomatología maníaco-depresiva, reciclada por los marketineros psicofármicos, la bipolaridad alude lejanamente a cambios de ánimo más o menos intempestivos. En labios de la fauna repentista, tras forzar lo privado para que cobre estado público, instala al/la destinatario/a en la serie de la patología, en la estofa de la enfermedad. De modo alguno se trata de un insulto (¿?) así nomás: establece un extenso recorrido por los intrincados senderos de los símbolos y, al final, como un boomerang, muestra la hilacha de quien lo produce.

Aludir a la presunta psicología del personaje (más aún cuando éste se halla en funciones de gobierno) lo arranca de su incidencia en los asuntos de la polis a fin de reducirlo a una medida individual en una maniobra opuesta, precisamente, a la política: ámbito donde las subjetividades se suspenden. Salvando las distancias, equivale a atribuir las causas del genocidio encabezado por Adolf Hitler a su complejo de Edipo, a su personalidad borderline, a su sintomatología esquizofrénica o a su paranoia (¡dale que va!), a que su mamá era sobreprotectora y su papá debilucho, a que se sentó sobre el chupete a la edad de ocho meses, su ruta... Pese a que en la práctica política lo que importa son las acciones, aquellas que tienen efecto sobre los semejantes. Ya sean propuestas a futuro o medidas inmediatas, tamañas decisiones resultan el objeto del debate, lo amplían, enriquecen, siembran la diversidad. Por el contrario, el recurso al psicologismo procura diluir las características de esos actos, vaciarlos de contenido, subsumirlos en el caos del capricho.

Herramienta privilegiada del neoliberalismo que ocupa el lugar del argumento (social, económico, histórico, lo que sea), esa psicología hace las veces de ideología al promulgar un sujeto autónomo de las marcas de la época, no menos que despojado de la lógica que sustenta su acto. Suerte de metafísica del capitalismo salvaje, paradigma facilista del pensamiento berreta, emerge como una constante del discurso reaccionario y la menesterosidad intelectual vigente en ese oxímoron llamado “clase política” de modo alguno es su resultado más relevante. Opaca los efectos sobre la población, de los cuales un puñado de ejemplos acaso sirvan a fin de evaluar los alcances y extensión del dispositivo.

A mediados de 1987, con el propósito de sostener la validez de las (hoy derogadas) leyes de punto final y obediencia debida, la Procuración General de la Nación supo aludir a un supuesto “condicionamiento psicológico” de los genocidas para obedecer órdenes aberrantes. Poco después, tras huir de sus funciones por lo batitubos, un presidente de la Nación explicó: “No supe, no pude, no quise”.

Justificaciones infantiles si se toma en cuenta que por ese movimiento retórico el tendal de cadáveres con que se sembró el territorio nacional quedaba impune, no menos que el hecho de que fuera legitimado que el conjunto de la población haya quedado culo para arriba. Así como las peripecias de un destino individual jamás revocan las situaciones históricas, tampoco resultan suficientes para despolitizar lo inexorable de las prácticas concretas. Cierto es que el dispositivo de adjetivización, en su insistencia y monopólica masividad, genera un espejismo capaz de hacer de la responsabilidad social un fantasma de culpa privada. Privada del semejante; privada de la circulación y del intercambio, de la reciprocidad y el disenso solidario.

Otra: cada vez más idéntico a sí mismo, en su innovador programa de un canal de cable, el escribano orgánico del establishment Mariano Grondona, en la misma semana en que el Parlamento debatía la ley de retenciones, inauguró una flamante modalidad de evaluación política: el análisis del “lenguaje corporal”. Suerte de test proyectivo a la violeta, consistió en una imagen muda de un discurso del titular del Partido Justicialista, con las figuras de diversos funcionarios detrás, que, con sangre en las venas, se movían, gesticulaban, en fin, denotaban mantenerse con vida. Sobre ese panorama, Grondona perpetraba una sucesión de adjudicaciones, entre las cuales los epítetos “ladero” y “obsecuente” no eran los de menor tenor. Suerte de sombras chinescas del lenguaje, en última instancia ridiculizaban al emisor, toda vez que evidenciaba lo grosero de la expresión de sus propios anhelos. Sin ruborizarse, el conspicuo redactor de bandos militares insistía en su descubrimiento del “lenguaje corporal” con el entusiasmo de los niños que ignoran que en su juego se están representando a sí mismos.

Curioso es que individuos sumados a la arena de la polis desconozcan aquello que los docentes imparten en la escuela primaria a la hora de transmitir los criterios elementales para una redacción tema la vaca. Se informa entonces que si el animal es lindo o feo, bueno o malo (adjetivos) ha de ser una conclusión, nunca un principio ya que es preciso pasar primero por una descripción del mismo, de su medio, de sus condiciones de existencia, de su funcionalidad o servicio antes de liquidarlo con un reduccionista juicio de valor. Por ende, ya sería mucho pedir que los advenedizos de los estrados públicos estén al tanto de los más básicos rudimentos de las ciencias sociales; aquellos que se enseñan en los niveles introductorios de manera de que al avanzar en el análisis ya no sea preciso ir recordando obviedades. Una noción más que elemental, del sentido común indica la nula seriedad de adjudicar categorías individuales a acontecimientos históricos: lo que se denomina “niveles de análisis”. Muchas cosas pueden decirse del Imperio Romano, pero nunca tildarlo de “egoísta”. Nerón pudo haber sido muy narcisista, mas los romanos lo evocan por haber quemado su ciudad. Sostener lo contrario va más allá de la fetichización de la historia: constituye una perversa renegación de determinaciones y condicionamientos toda vez que precisa de repudiar hasta la aniquilación una buena tajada de la realidad y suplantarla por una teología (más o menos) pagana.

Artefacto de palabra-acto (como lo llama Eduardo Grüner) en función ideológica, la psicologización que adjetiva se halla manifiestamente latente hasta tal punto que empapa el lenguaje coloquial doméstico sin que sus usuarios se percaten. En la vida cotidiana, en el barrio, es más que usual que a una mujer, a cualquier mujer, se la tilde mecánicamente de “histérica”. Categoría rigurosa que, precisamente, proviene de la psicología, intersecta un sinnúmero de variables que comprenden lógicas diversas, por cierto fuera del alcance del inmediatismo. Sustantivo que alude a una estructura antes de congelar una conducta, el saber vulgar lo torna adjetivo en la acrobacia de despojarlo de su significación profunda. En el contexto popular machista, emerge como una agresión, jamás como un diagnóstico. Convertido en vulgar insulto dentro del intercambio coloquial de la muchachada a la salida de la cancha o en la mesa del bar, se muestra de poco a nada serio, más aún: irresponsable, a la hora de argumentar en política. Transformada la psicología en la ideología contemporánea que apunta a perpetuar cierto statu quo, hace el recorrido inverso a la mariposa y se agusana en el psicologismo propio de la superstición, del espejismo, del dogma individualista.

* Antropólogo, psicoanalista (UBA).

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