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La piedra argentina

La rodocrosita no tiene mayor encanto para los argentinos, cómo iba a tenerlo la piedra nacional en un país habitado por amigos de lo ajeno (es una metáfora). Pero esta piedra autóctona de las alturas de Catamarca tiene una historia, y es digna de ser contada.

 Por María Moreno

La imaginación de las leyes de la naturaleza suele atravesar las especies y los reinos para dibujar caprichosas semejanzas entre el gato atigrado y el gorrión, entre el mirlo metálico y la mariposa bombis, cuyos ropajes parecen haber sido comprados en la misma casa de diseño. ¡Pero dar idéntica estructura de círculos concéntricos a la remolacha, al echalote y a una piedra preciosa! Claro que la rodocrosita es imposible de morder, para alcanzar así su corazón común con dos estrellas de la ensalada. Llamada Rosa del Inca porque éste la extraía de los muros de piedra natural que rodeaban su imperio y la atesoraba en el arca del soberano, fue imaginada, luego de la conquista, como el duro y análogo recordatorio de la sangre derramada. Y la analogía es razonable por sus variaciones de rojo morado, sus ríos paralelos o en zig zag, dispuestos alrededor de un coágulo suntuoso.
La rodocrosita es nuestra piedra nacional, un “invento” por fin decente para un país en cuyo prontuario científico técnico figuran la picana y el sistema de identificación por huellas digitales. En Andangalá, a 3 mil metros sobre el nivel del mar, empiezan las mineralizaciones de una variedad purísima, casi sin dibujos, refractaria y cuyo brillo vítreo podría hacerla concursar como piedra preciosa. La orfebre Malena Marechal suele encerrar una rodocrosita previamente tallada en forma de corazón como parte de los cosmos diminutos que guarda en el interior de viejas carcazas de reloj del siglo XIX. Y no duda que es una piedra preciosa.
–Lástima que debamos comprarla a precio dólar. Como que es el principal cebo para los turistas. La más roja es la más cara y se llama Ortiz. Hay que saber colocarla para que se vea el gaterismo. Para no matarla.
La calle Florida, desde la Plaza San Martín hasta la Avenida Corrientes, ofrece las variaciones masivas con sus naranjas de Hare Krishna, sus grises de tierra romana o sus rosas salmón que conservan, sin embargo, cuando se ofrece a la piedra en la simpleza de una tajada lisa, su aspecto de mandala. La vulgata artesanal la talla en tucanes, elefantes y obeliscos. La atrapa en anillos con forma de óvalo, en aretes o gargantillas donde se la reduce hasta el tamaño de una lenteja. Salvo en Art Petrus donde se la exhibe en tamaño de centro de mesa como piedra original apenas intervenida por un artesano que se abstiene de violentarla con el arte figurativo. O en cálices de distintos tamaños con cabuchones de ónix, ideales para una misa negra, o para Liz Taylor que seguramente todavía puede gastar los 26 mil pesos argentinos que cuesta. ¿Habrá visto uno?
Por Internet, Gems Village ofrece al orfebre una piedra de 12 x 2,5 cm a 357 mil euros. Todo un dilema para orfebres en riesgo país. Eduardo Jawerbaum, un analista de sistemas que trabaja en una mayorista de clavos, alambres y accesorios para campo, la tiene encabezando la marquesina entre los 10 mil minerales de su colección.
La rodocrosita entró en la literatura universal debido a Roger Caillois, quien fue a buscar lo que él denominó “piedra rosa viva” a su guarida de Andangalá (Catamarca) mientras se tomaba un respiro de su pasión por Victoria Ocampo. El francés llegó a la ciudad por una ruta flanqueda por mojones de paja brava, remolinos de viento y visiones de cactuscandelabro. “¿Qué demencia me impulsa a querer buscar en la galería misma de la mina una muestra que podría procurarme fácilmente en cualquier tienda especializada de Londres o París? Lo sé: la recompensa está en el recorrido”, escribió en su libro Intenciones. ¡Y qué recorrido! Cuando llegó a Andangalá –el nombre le daba risa–, en el albergue le dijeron que el yacimiento de Capillita quedaba a sólo 50 km, por eso se sorprendió cuando su baqueano lo hizo levantar a las cinco de la mañana. Eran 50 km, sí, pero para arriba. Corcoveando en un vehículo puro chasis y motor, como uno de esos esqueletos mecánicos con que Mad Max circula en un desierto para películas, sintió que a 20 km de camino de cornisa, al filo del precipicio, subía de 700 metros por sobre el nivel del mar a 4 mil. Estaba aterrado y no tuvo mejor idea que cerrar los ojos. Si Victoria Ocampo tenía razones para vengarse por algo, ésa era la ocasión prevista por el azar. En la mina, su baqueano le hizo calzar botas de caucho que le repugnaron. Cosa extraña, ya que la tradición oral dice que era un hombre poco dado a la higiene (Victoria Ocampo irrumpió de pronto en el baño de su casa de San Isidro y lo encontró sentado en el borde de la bañera, leyendo un libro mientras el agua de la ducha se deslizaba ruidosamente hacia la rejilla). Entró a la mina bajo el casco de protección y con su lámpara iluminó las estalactitas de piedra rosada. Su baqueano le dijo el destino de la Rosa del Inca: ser molida y exportada a los EE.UU. como alimento para gallinas (eso haría más resistente la cáscara de los huevos). Toda una alegoría del imperialismo.
A los cincuenta años, dice la feminista Gremaine Greer, una mujer puede optar entre una cirugía estética o una piedra preciosa que, llevada sobre el pecho, equivalga a su Legión de Honor en el campo del deseo. El diamante es inacceesible; de las esmeraldas y los brillantes, ni hablar. El agua marina, la amatista o el ámbar comparten con la rodocrosita el universo de las piedras secundonas. Pero si la pureza y la transparencia son leyes de las piedras preciosas, la rodocrosita Ortiz puede esperar un ascenso. Claro que, como los santos populares, ella no necesita de las categorías oficiales para imponer su belleza de rubí plebeyo, de piedra politizable por sus avatares históricos y de “made in Argentina” sin tragedia.

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