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El mundo del origami

El arte de convertir pequeños papeles en mini-obras de arte proviene de Japón: se lo conoce como origami, cuyo nombre deviene de las palabras “plegar” y “papel”, y cada vez está más difundido en Occidente.

 Por Soledad Vallejos

¿Quién en algún momento no cedió a la tentación de someter a un inocente pedazo de papel hasta convertirlo en, supongamos, algo que la amabilidad podría definir como barquito, sombrero, avión, o incluso objetos con cierto parecido a ranitas? Podría decirse que esa compulsión por plegar y replegar sobre sí mismo un papelito es y será casi incontenible, y que lo viene siendo de manera más o menos orgánica (como saber transmitido mediante libros, y también oralmente) desde hace bastante más de mil años. Que, además, es terriblemente contagiosa, porque algo provocó que, apenas llegado a Occidente, se haya convertido en manía y delicia de cortes adoradoras del exotismo que veían en Japón. Y que influyó la cultura occidental con más fuerza de la que cualquiera se atrevería a atribuirle, al punto de haber contado con el fanatismo de Freidrich Froebel y Miguel de Unamuno. Y eso por no mencionar su llegada a la Argentina. Has recorrido un largo camino, origami.
Plegar y papel, “oru” y “kami”, vienen entrelazándose desde, por lo menos, que piezas cuadradas y rectangulares se cortaban y combinaban para crear representaciones simbólicas de una deidad que pudieran colgarse en el Kotai Jigu de Ise (el Gran Templo Imperial) del siglo IV, como parte del culto. Pero en un sentido más estricto, y respetuoso de la premisa básica que impide cualquier tipo de corte y sólo acepta plegados, los primeros usos de la palabra origami se remontan más a la misión de custodia que de adoración: garantizar algo auténtico. De acuerdo con una vieja enciclopedia japonesa, se refería a papeles plegados a la mitad, dos o tres partes, que oficiaban de documentos especiales (“noshi”), como diplomas de la ceremonia del té o certificados de maestría en el uso de la espada. Por eso mismo, recibir algún regalo con “origami tsuki” (“acompañado por origami”) durante el período Muromachi, entre el 1300 y fines del siglo XVI, era todo un honor, y confirmaba la cortesía y el respeto del obsequiante.
Probablemente haya sido la democratización del papel (los costos de producción habían disminuido, por lo que resultaba más accesible para cualquiera disponer de una hojita), hacia el 1600, lo que produjo el desvío de los origamis hacia el terreno de la recreación. Aseguran los historiadores especializados que, en ese momento, las mariposas Mecho y Ocho (una forma específica de plegado que solía usarse en ceremonias de boda Shinto... pero que parece haber nacido a partir de manipular los papeles plisados que cubrían las botellas de sake) ya debían existir, pero que el vuelco definitivo recién puede documentarse entonces, gracias a la evidencia que dan ciertos estampados de kimonos y libros. Sin embargo, más que de creaciones originales, se trataba de modelos tradicionales, tales como cajitas, sombreros, y, por supuesto, grullas (“orizuru”), eternamente asociadas al bienestar y la fortuna. Con el correr de los años, el origami pasó de simple pasatiempo a pasión popular: a los modelos clásicos se sumaron formas nuevas, y comenzó a desarrollarse una tradición de plegado entre los adultos, alimentada por libros como el Senbazuru Orikata de 1797 (que enseñaba técnicas para hacer guías de mil grullas entrelazadas que, de acuerdo con la leyenda, tenían el poder de hacer verdad todos los deseos) y familias enteras dedicadas a preservar y transmitir esos saberes. Casi al mismo tiempo, los europeos empezaban a acostumbrarse adoblar servilletas para convertirlas en primorosos y útiles animalitos de tela en las mesas de los palacios, pero tuvo que pasar todo un siglo para que Freidrich Froebel conociera algunos secretos del origami y se pusiera como loco a practicarlo, hasta que notó el enorme potencial que podía tener en sus proyectos de educación infantil. Así fue como comenzó a aplicarlo en sus clases de jardín de infantes, dividiendo sus usos y fines de acuerdo con categorías entre científicas y poéticas: estaban los “Plegados de la Verdad” (relacionados con lo matemático), los “Plegados de la Vida” (los clásicos modelos del origami infantil japonés, animales y objetos simples) y los “Plegados de la Belleza” (diseños decorativos). Y la influencia fue recíproca, porque en el período Meiji (entre el 1868 y 1912) las salitas y las primarias de Japón también lo habían incorporado en sus programas.
Antes de que algunos números de cabaret incluyeran números enteros de confección de origami entre sus números musicales y teatrales, y de que un aún ignoto Martin Gardner incluyera varios capítulos sobre plegado de papel en dos volúmenes sobre trucos de magia, Miguel de Unamuno también había sucumbido. Pero lo suyo no era simple imitación sino las creaciones originales (a partir de la “pajarita”, una costumbre nacional muy parecida al origami) que lo llevaron, por ejemplo, a derivar nociones filosóficas y escribir, en 1902, un tratado delirante al respecto. Hay quienes dicen que una conexión ibérica fue la responsable de que la Argentina se convirtiera en otro de los lugares amantes de plegar y plegar, porque en 1940 un señor llamado Solorzano Sagerdo comenzó por fundar una sociedad y terminó por escribir varios tratados. Pero no hay que despreciar la influencia de las actividades de la comunidad japonesa, que, además de tener una sociedad de origami propia, también ofrecía (y ofrece actualmente, en el Jardín Japonés), cursos de acceso abierto.
Lo cierto es que la curiosidad prende, y parece que una vez comenzada la lucha contra la tiranía del cuadrado de papel, no se puede parar.

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