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El paraíso perdido

Hubo un tiempo en que Mar del Plata, esa ciudad soñada para competir con Niza, fue el feliz refugio de una elite vernácula que disfrutaba de hoteles exclusivos, baños de mar a la luz de la luna y carnavales en los que el mismo Carlos Pellegrini se ocupaba de mojar a las señoritas. Todo terminó, sin embargo, con el arribo de las masas y el orden moralizador.

 Por Soledad Vallejos

“Un baño de mar, siete copetines de almuerzo y de comida, un almuerzo, un té, una comida y cuarenta y ocho piezas bailadas”, era el inventario que una damita del folletín publicado en las páginas de Caras y Caretas en 1928 arrojaba como síntesis de un día en la vida de cualquier veraneante bien de Mar del Plata. Todo fuera, como recalca Fernando Fagnani en La ciudad más querida (ed. Sudamericana), en aras de conseguir un candidato como la tradición, el apellido familiar y la vida de sociedad mandaban: como una. Para entonces, La Feliz empezaba a perder definitivamente el aura dorada de las jaranas que la elite había sabido armar en medio de esas playas ventosas y de agua fría que, a toda costa, se empeñaba en comparar con el glamour de Biarritz. Hablando mal y pronto, la chusma clasemediera empezaba a tomar habitaciones en hoteles baratos (en los inicios irreversibles de lo que algunos llamaron “democratización”, que sobrevendría realmente hacia la década del ‘40), y la aristocracia vernácula empezaba a retirarse, pero nada podía quitarle los valses bailados a nadie, ni siquiera a la sufriente protagonista del folletín. Y es que todo había comenzado algunos años antes, cuando los proyectos de instalación de saladeros en esas tierras fracasaron y un visionario Pedro Luro se asoció con Patricio Peralta Ramos para inventar de la nada un balneario con la categoría de esas zonas europeas que tanta sensación causaban.
La llegada del tren, el telégrafo y otras tantas maravillas tecnológicas se habían conjugado ese verano de 1888 para que el Hotel Bristol tuviera una inauguración triunfal en la que los apellidos ilustres brillaban tanto como los cristales de las copas repletas de champagne. Ya existía todo un circuito dispuesto a permitir que las rutinas cotidianas continuaran, más allá de los inevitables cambios que acarreaba el trasladarse por toda la temporada. Los domingos, la misa de la iglesia Santa Cecilia desbordaba de fieles; todas las noches las paredes de los salones escuchaban sin cesar valses de moda; los niños montaban sus mejores alazanes para dejar atrás las estancias familiares y participar de la vida social de la costa. “El comedor del Bristol –escribía un visitante chileno–, ¡qué hermoso comedor!, haría honor a cualquier establecimiento europeo. Iluminado a luz eléctrica, decorado a brocha amplia por mano hábil, el gran comedor del Bristol es, sin disputa, lo más espléndido que en su género tenemos en América latina. Pero lo que da realce es sobre todo la concurrencia. La belleza, la juventud, el talento, la elevada posición social, cuanto el país tiene de prominente y expectable, las reputaciones pasadas, presentes y futuras, hermosas esperanzas, brillantes realidades.” El paraíso en la tierra todavía era, sin embargo, un poco precario, a tal punto que un viento fuerte dio con las endebles tablitas de la rambla de madera por los aires y tuvo que ser el mismísimo Carlos Pellegrini quien se encargara (con éxito, por supuesto) de organizar una colecta para dotar a la playa de una rambla nueva. Oportunamente bautizada Rambla Pellegrini, el paseíto (más o menos equivalente al circuito porteño del Rosedal y sus carruajes) llegó a embellecerse con confiterías, casas de fotografía, joyerías,florerías, pero, especialmente, supo convertirse en el escenario perfecto para los primeros carnavales.
Definido “jugador incansable del Carnaval y perseguidor de aventuras alegres” por Caras y Caretas, Pellegrini hacía honor a su fama de muchachón juerguero en cuanta ocasión se presentara. “Cierta vez -escribió Juan José de Soiza Reilly–, las chicas se pusieron de acuerdo para capturar al gigante. Iban a darle un baño. Se le echaron encima, lo llevaron en andas a la antigua fuente del patio principal, repleta de agua, y allí lo sumergieron entre las risas de los circunstantes. Mientras lo hundían en la fuente del Bristol, la maravillosa compañera de Pellegrini –la inolvidable Carolina Lagos– acudía en su ayuda, dando gritos, pidiendo socorro. ‘–¡Por favor, muchachas! No hagan eso. Me lo van a resfriar al pobre Gringo. Vean cómo lo han puesto. ¡Malas!’ Doña Carolina –¡una santa!– abrazaba llorando a su monstruo mojado. Pellegrini reía a carcajadas, dichoso como un ogro meciéndose en las nubes”. Seguramente, a él y su señora esposa correspondía el honor de, como señaló una veraneante chic, sentarse en el ala norte del salón del hotel, dividido como estaba entre “barrio Norte y barrio Sur. Naturalmente, el del norte era el de las copetonas, y el del sur, el de las que no tenían copete”.
Malintencionadamente o no, otro testigo de época relataba que, por lo general, Pellegrini se las arreglaba para pasar los carnavales en la playa, donde “su mayor placer era mojar a las damas y niñas de su relación que cruzaban los patios del Bristol. No le era suficiente utilizar el agua que podía caber en una palangana. A veces levantaba en alto la bañadera de latón y dejaba caer su contenido sobre la cabeza de la jugadora”.
En las tardes, mientras las damas se retiraban a disfrutar de un merecido descanso que las aliviara de tanto roce social mañanero, los señores se entretenían remontando barriletes en la arena. Por las noches, contaba una de las pioneras, “la diversión se hacía común: las damas y los caballeros formando una inmensa ‘ronda catonga’, como decían los niños de antaño. Y por lo mismo que era juego de niños, los grandes se divertían cual si hubieran vuelto a sus años infantiles”. Claro que faltaba poco para que muchachos y muchachas, vaya una a saber por qué desliz chimentado, dejaran de bañarse en el mar en grupos (“los maridos y los amigos ayudaban a las damas a hacer la plancha”). Porque alguien debe haber espiado o sugerido de más, porque ya en 1888 la ciudad contaba con el famoso Primer Reglamento de Baños, que prohibía, entre otras cosas, bañarse desnudo o en playas mixtas, y mandaba vestir un traje de baño “que cubra desde el cuello hasta la rodilla”. Casi casi el principio del fin, o por lo menos algo bastante parecido a la expulsión del paraíso para esa orgullosa élite.

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