PLACER › TENDENCIAS

Buscar, revolver, reciclar

Hay gente que encuentra un placer particular en mirar el mundo con ojo avizor y lupa de arqueólogo: con algo que no sirve, se rompió o ya nadie usa, inventan desde lámparas hasta obras de arte, muebles o juguetes.

 Por Marta Dillon

Hay gente para quien las cosas no son lo que parecen si no lo que imaginan que pueden ser. Personas capaces de descubrir en un resorte de amortiguador el encastre para un florero, el pie de un velador o el hilo conductor de los zarcillos del jazmín del país. Yo los he visto en acción, son capaces de diseccionar un lavarropas semiautómatico y herrumbrando en macetas, plafones para iluminación, casita para que los niños jueguen a vivir en un caño y un móvil de tintineantes engranajes para convocar a los ángeles. Es gente común, con oficios diversos, a la que le suele gustar el pan con manteca como a la mayoría de los mortales que conocen este placer, hacer fiaca, ser amados, mover los dedos de los pies cuando se quitan el calzado y mirarse de reojo en las vidrieras. Quiero decir, gente como cualquier otra, pero munida de un don especial para advertir en los objetos inútiles sus cualidades ocultas, es como si pudieran ver los colores de las mariposas que todavía son crisálida, el vidrio en la arena, el petróleo en los huesos de ese perro que murió al sol y bajo su calor se blanquea. Y sin embargo no es por sus servicios presentes o futuros a la humanidad que caen rendidos ante el brillo que sólo ellos ven en la chatarra. Lo que se desecha arrastra su historia, el objeto es la plomada de una larga tanza en la que se ha inscripto el tiempo. Tiempo ido, perdido, pasado del que el objeto da cuenta como si tuviera un corazón de tic tac alertando permanentemente a quien alguna vez lo disfrutó cuando era nuevo y flamante y por lo tanto una promesa. Ningún tic vuelve, ningún tac se puede apresar y allí van las cosas que el tiempo ha marchitado a morir entre los desechos orgánicos que creen en la vida eterna y la reencarnación porque ellos volverán hechos tierra fértil o alimento para pájaros. Y de ese magma serán rescatados si alguna de estas personas que compulsivamente asoma su nariz sobre los contenedores de escombros, queda encandilada frente al enjambre de alambres retorcidos que cada tanto adornan una esquina, o muere de amor cuando alguien le ofrece asistir al vaciamiento de un garaje, la casa de un difunto o el descuartizamiento de un barco, algo que sucede seguido en la ribera de La Boca.
Estos buscadores de joyas ocultas, de incunables que pasan desapercibidos para cualquiera que carezca de ese don particular, suelen ser escabrosos compañeros de caminatas. Su impulso transformador de la basura los obliga a detenerse cada tanto, a arrastrar pesados mamotretos que los indiferentes ya pueden ver acumulando tierra y telas de araña y ellos imaginan convertidos en maravillas. Las dos cosas suceden, es cierto. Entre los buscadores hay quienes acumulan y quienes transforman, artistas y coleccionistas, acopiadores y demiurgos. Unos suelen proveer a los otros, siempre llega el momento de vaciar el propio desván a riesgo de ser expulsado por una confabulación de objetos deseosos de una segunda oportunidad. Y es un placer asistir al milagro que devuelve a los objetos encontrados su brillo de piezas únicas modeladas por el tiempo y la historia. Yo he visto construirse una casa de madera reemplazando los listones por puertas viejas, ventanas en desuso, tapas de escritorio, de botiquines, de cualquier cosa. Todo convertido en pared con las viejas inscripciones incorporadas como jeroglíficos para los que alguien conánimo de arqueólogo podrá inventar un códice que sirva para entender los distintos orígenes de los retazos que construyeron una casa.
Pero no todos saben distinguir el oro del barro. Buena parte del placer que provoca esta compulsión cuando es saciada, compulsión que no nació con la crisis, que no tiene que ver con reparar lo que antes se tiraba, buena parte del placer que provoca cargar la mochila, el baúl o la cartera con lo que se ha encontrado, reside en distinguir entre lo bello y lo corriente, entre la historia y el mero paso del tiempo. Decenas, cientos de personas pueden caminar como penitentes con la cabeza gacha sobre la costa de la reserva ecológica de Buenos Aires y sólo unas pocas verán cuánto da de sí el culo de vidrio verde de un antiguo sifón. Casi ninguna notará la diferencia entre una pieza cualquiera lamida por el agua y el corazón de una flor en que puede transformarse lo que ahí en la orilla no es más que un mazacote de venecitas erosionado por la naturaleza tenaz que hace tiempo se apropió de ese relleno de escombros arrojados al río hace veinte años. Pero hay quienes ven. Hay quienes pueden suspender desde una pelea matrimonial hasta la respiración porque entre una montaña de nada divisan un retazo de moldura intacta, la cabeza con cofia de una diminuta escultura de mármol, los hilos de plata que sigue guardando un vidrio de seguridad. Conozco a una de esas personas que además de tener ojos de cazadora es capaz de unir las partes para armar un todo completamente diferente del que alguna vez se demolió, desechó o quebró. Es fácil advertir cuánto placer le produce juntar lo que encuentra, cómo es capaz de cargar su bicicleta. Cómo, lentamente, eso que se tragan sus bolsillos, sus bolsos y mochilas se transforma en objetos nuevos, en mapas de vidas pasadas aplicadas a un artefacto de luz eléctrica convertido en luna llena. Viendo los objetos en que convierte las joyas perdidas y encontradas dan ganas de alimentar su voracidad de piezas maestras, de chatarra, de fósiles, de recortes de tiempo. Después de ver cómo esta persona, Alejandra Fenochio, como otros artistas, transforma también la propia mirada, le presta el brillo del descubridor. Y todo, hasta lo más opaco, se convierte en una promesa.

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