PLACER › SOBRE GUSTOS

Tu blusa azul (fragmento)

Por Fernando Praderio*

Te encontré en una noche cálida, me encontraste en las distracciones más cotidianas, y por eso tan ocultas. Todo lo que nos sucedió fue urdido por los sueños –tejedores de caprichos–. Había comprado una revista, y la hojeaba en la parada del ómnibus. El viento fue arrastrando mis pensamientos hacía el centro de un campo magnético en el que todo, tarde o temprano, confluye. Nunca me había visto meditando en torno a tanto presagio de futuro prodigioso en esa noche de tibias certezas.
Levanté la vista y te vi venir, decidida, hacia mí. No estoy seguro, quizás pude verte cuando tus pies se pusieron a mi lado, mágica y alegremente, tal bailarina en su paso final; o quizás en ese instante en el que descendiste, como si hubieras caído del cielo cargado de nocturnidad. Al fin, tomé valor para levantar la mirada, y una imagen detuvo mi ansiedad: tu blusa flameando en tu pecho, aleteando, lentamente. No olvidaré aquellas olas azules, como no podré olvidar la primera vez que vi el mar bajo la luna llena. Me miraste, sentí confusión y alegría. Tu voz me conmovió, despertando recuerdos indescifrables, y algo en mí fue mezclándose con el lodo de la tristeza, con los recuerdos que despierta el canto del gallo al alba después de una noche de insomnio. Con tu mirada, tu sonrisa y tu dedo índice me dijiste: “Yo a vos te conozco”. “Yo a vos también”, contesté, mientras me ponía la revista bajo el brazo. “No nos conocemos del cumpleaños de...”, y rápido respondí: “Sí, sí, de ahí, ¿cómo te va?”, “Bien”, me contestaste acomodándote el pelo detrás de la oreja, con un gesto liviano y misterioso, dejándome creer que el encuentro duraría el tiempo de las cosas bien nacidas.
Todo fue armonía en forma de palabras y risas cómplices durante el corto viaje. Nuestras voces y excusas quedaron desparramadas en los últimos asientos del ómnibus, y en el umbral de mi puerta al cerrarla por dentro. Caminamos hacia la cama enredados en una ceguera contagiosa.
No podías haber sido otra mujer que la que se elevó ante mí en esa nochepuñal, en la pobre y resguardada vida de un hombre cauteloso. Me hiciste comprender que no hay caminos para encontrarse sino sólo encuentros, sólo esquinas dobladas por el azar de la gente que camina sin saber bien lo que hace.

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