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Viajes cortos

Hasta el 20 de abril se expone en el Museo de la Ciudad una muestra sobre los viajes a los que acostumbraban los porteños. Los antiguos transportes, postales, valijas, objetos de la vida cotidiana dan cuenta de las viejas y añoradas escapadas.

 Por Soledad Vallejos

“Pipina, con esta vista podrás explicarle mejor a tus primas hasta dónde subiste con tu petiso. Donde está la cruz, es donde te caíste.” Coquetamente redondeada, la letra del socarrón padrino de la tal Pipina (que quizá no se haya dado un porrazo tanto por haber intentado alguna maniobra osada como por lo complicado que debía ser montar un petiso sin enredarse con los vaporosos vestidos blancos obligados en esas ocasiones) acompañaba una postal despachada desde una relajada temporada terapéutica en Cosquín. Es que ésa, la elegante “escapada” (convengamos que dos, tres meses son un tiempo considerable) por motivos de salud a algún lugar del interior fue una de las tantas maneras de matar el ocio para los habitantes de un Buenos Aires levemente más pueblerino y pretencioso, al menos una de las rescatadas en las salas del Museo de la Ciudad (Defensa 219) para organizar la muestra Cómo y adónde viajaban los porteños, un simpático recorrido a través de viejos objetos de la vida cotidiana en días de horas libres, que viene de perillas para disimular, aunque sea un ratito, que estamos en pleno regreso al mundo y bastante lejos de las próximas vacaciones.
“Si nos remontamos al siglo XIX, debemos considerar que los vehículos de locomoción se circunscribían a vehículos de tracción a sangre, embarcaciones y trenes”, introduce el arquitecto José María Peña, director del Museo. No viajaba el que quería, sino el que podía, y claro, no cualquiera disponía de tiempo (para abandonar Buenos Aires en cualquier época del año), ropa (no era lo mismo un traje de día para la ciudad que para aires bucólicos, y eso por no hablar de las indicaciones de la etiqueta para la noche), pero sobre todo no todo el mundo tenía esos baúles inmensos y chics tan parecidos por fuera a los usados por cualquier inmigrante pero que hacían gala de su status en cuanto se los abría: miles de compartimentos, cajoncitos para prendas delicadas y cosillas varias, perchas grandes, perchitas de corbata, bolsillos. La idea era cumplir a rajatabla con una de las grandes tradiciones locales: emular las costumbres de la alta sociedad europea y partir, en cualquier momento del año, en busca de un poco de salud al interior del país. Las chicas londinenses de las novelas de Jane Austen trasladaban el tedio de su sensatez hasta lugares como Bath, las argentinas buscaban volver más sonrosadas sus caritas en las termas de Carhué, Chilecito, Rosario de la Frontera (que ofrecía bañarse en una imperdible “agua sulfurosa de 87º”), Alta Gracia, Cosquín o los barros medicinales de La Cumbre. Y los señores, claro, también se predisponían a alternar un poco la ajetreada vida de una ciudad que no paraba de crecer demográficamente con la tranquilidad del campo, como bien muestran algunas fotos imperdibles con Joaquín V. González y amigos refugiándose de las inclemencias del sol de Chilecito bajo una parra: ellos de atildado traje oscuro o con cazadoras (de estilo inglés, como las vendían en Harrod’s), ellas como ninfas de las montañas con sombrero y todo.
A veces, quería la suerte que el viaje no tuviera que empezar subiendo a una carreta o un tren (mucho más cómodos, con su vagón comedor primoroso como los de Europa, y hasta con una revista propia que hiciera máslivianas las horas de traqueteo, y eso sin contar que la sensación de desplazarse del lugar de siempre empezaba ya en la estación, que contaba, como la de Constitución, con un restaurant súper chic diseñado por arquitectos ingleses y promocionado en francés). A veces, decíamos, llegaba el ansiado y programadísimo viaje a Europa. Barco, la travesía no podía ser en otro medio a principios de siglo. Allá iban familias enteras, pertrechadas de baúles, arcones y maletitas de mano para volver con souvenirs que, como puede verse en la exposición, hacían empalidecer a las clásicas fotos ante la Torre Eiffel y hasta a la postal del chateau d’If (el del conde de Montecristo) donde en 1909 un señor estaba feliz de haber “podido admirar las prisiones de Edmundo Dantes y el abate Farias”. Porque el delirio criollo no empezó, como se suele creer, con los engendros de caracoles que atestiguan haber pisado las arenas de Mar del Plata, de ninguna manera. Por lo menos en 1901, el delirio criollo existía, y era lo suficientemente premeditado como para haber instigado a un viajero anónimo a pensar minuciosamente qué traer de sus días en Europa y cómo conservarlo para el futuro... un cuadrito, se le ocurrió armar un cuadrito entre manuscrito y collage con siete de sus recuerdos más preciados de la estadía: “Piedra carbónica mineral recogida a diez metros del volcán Vesubio”, “piedra recogida a 15 metros del cráter del Vesubio”, “azufre recogido a 8 metros del cráter”, “tierra tomada en la Iglesia San Pedro in Montorio donde cortaron la cabeza a San Pedro”, “el sobrante de la vela que me alumbró durante la visita a las catacumbas de San Calisto”, “ceniza que encontré en los zapatos después de la ascensión al Vesubio”. Y porque en el placer todo se vale, nada le debe haber quitado la felicidad de haber expuesto en la pared de su casa otro gran trofeo de sus vacaciones: la “cadena que utilizó el Príncipe de los Abruzzo para atar los perros a los trineos durante la última exploración al Polo Norte, habiendo sido conseguida a bordo de la Barca Stella Polare”.

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