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Viejos ladrillos

Para el que tiene el vicio de los edificios antiguos, Buenos Aires es un mundo de cúpulas, torretas y mansardas, un lugar de capas geológicas de estilos, modas y arquitecturas aluvionadas. Y también un dolor de ver el vandalismo cultural de la piqueta.

 Por Sergio Kiernan

Deben ser dos impresiones: una, la abuela explicando que el Cabildo tenía más de 200 años y uno, de cinco o seis, tocando las gruesas paredes como para creerlo. La segunda, una foto de la Torre de Londres, el dato de que es vieja de siglos y que todavía está en uso como depósito de joyas y valores. Entonces, la fascinación por los edificios viejos, cautivada todavía hoy por el hecho de una casa sea una casa aunque pasen cantidades enormes de años.
Es un vicio útil, el de adorar los que hoy se llaman “edificios con valor patrimonial”. Por un lado, obliga a caminar mirando para arriba, con lo que uno vive en una Buenos Aires de mansardas, torretas y cúpulas, y ni te cuento en París. Con el tiempo, este vicio regala una conciencia de que vivimos rodeados de una compleja trama que tomó tiempo construir: estilo tras estilo, material tras material, moda tras moda, como un inmenso alfajor santafesino de arquitecturas que se hacen de vanguardia las unas a las otras, que se pelean y se asesinan por mutua demolición. La ciudad como película de acción y no como foto congelada.
Vistos así, los edificios antiguos son una experiencia que ni remotamente hacen posible las tonteras modernas de palier, balcón terraza y cochera. Los veteranos respiran conceptos totalmente abandonados en la arquitectura y en las artes modernas, como elegancia, reposo, armonía, proporción. Suelen estar firmemente anclados en una cultura, en diálogo con su historia y no en el mero capricho de la ruptura o de mostrar el talento de su autor. Son obras que tienen algo más que la novedad, que tan rápido pasa, y el afán de hacer lo que nadie hizo antes.
El viciado termina viendo bastante más que una simple estructura de ladrillos. Si entra a, digamos, una casona de esas que todavía quedan en la Capital y más en el interior, de la segunda mitad del siglo XIX, está en una casa criolla de base española, pensada, armada y sobre todo decorada en plena transición italianizante. Se puede hasta imaginar a los tanos que la construyeron, escuchar el eco de la novedad y la presunción de mandarse a hacer semejante casa, tan moderna y lujosa, y saber que la siguiente fase será la francesa, con sus frentes de piedra París y sus pizarras negras. El edificio es un momento exacto en un proceso que ya venía de antes y seguirá más allá de ese 1860 o 1890.
Con un poco de suerte, hasta se tiene un roce con el modo de vida de antaño, con sus muebles, modales y utilitarios. En Salta todavía se encuentran familias que viven en el caserón solariego, ajenas a la idea de que cada matrimonio implica una casa nueva y afincadas entre paredes que van para tres siglos. Ahí se pasa al recibidor, se toma algo en la primera galería mirando al aljibe, se come en el comedor y se toma el café en la sala íntima. Cada ámbito está equipado y decorado con muebles exactamente proporcionales a la pompa o sencillez de su uso, del banquito de paja brava de la galería al terciopelo victoriano del salón.
Borges, ciego él, solía decir que vivía vagando por los pasillos de viejas quintas inglesas en Adrogué, casas de parientes muertos y enterrados en las que se escuchaban pasar los carros a caballo. Los viciados tienen su mapa mental de casas idas bajo la piqueta impía, habitaciones que se pueden recorrer cerrando los ojos. Por ejemplo, el caserón de los Alvear en Mar del Plata, colgado del barranco y mirando al Golf y al mar. Era una maravillosa esquina en ese estilo inglés de principios de siglo, eduardiano, con una casa de servicio arriba del doble garaje, junto a un pino gigantesco y negro. La mansión era una cápsula del tiempo: nunca había sido remodelada, nunca se le había cambiado un mueble, la gran novedad era que las cocinas ahora eran a gas y no eléctricas. Los baños eran cajas altísimas de mayólica inglesa, con bañaderas como cruceros, las camas de bronce, las arañas imperiales, las alfombras chinas. Para un chico, la galería era el lugar favorito: un club inglés colonial trasladado como divertimento a las pampas, con sus muebles de caña, un perchero con cascos de corcho y una piel de tigre. Había una tía vieja que entendía la casa de los Alvear sin el menor esfuerzo. Su propia casa, una de las últimas quintas con reja al frente y jardín al fondo en Flores, tampoco había cambiado en casi nada. La tía solía leer a Eluard en francés y con pasión, bajo la mirada enamorada de su marido –un inglés flaco y callado igualito al poeta Patrick Morgan– y la fascinación de los sobrinos, que sospechábamos que no todos tienen tías que reciten a los surrealistas. La casa –chorizo, con galerías cubiertas y descubiertas, frente italianizante, techos de chapa y algunos árboles añosos– nunca había sido pintada de otra cosa que de canónico color crema, y todavía se comentaba con resignación que el cableado eléctrico no era más de tela sino de plástico. Lo mejor era tomar el té entre los helechos de la galería, la joya de la corona era el calefón original de 1923 que todavía funcionaba, a alcohol, en el baño principal.
Como Borges recordaba armarios altísimos y vastas lunas de espejos, uno encuentra estas casas fundadoras en cada patio con baldosas decoradas, en cada galería, en las viejas estaciones inglesas, en la quinta de Silvina Ocampo. Ventajas del vicio, que tiene sin embargo sus dolores. Por ejemplo, que la casa de la tía sea hoy un fantasma enterrado bajo un anónimo edificio con palier y cuatro departamentos por piso, que en su momento le hizo ganar una distinción a un arquitecto, pero al que ahora cuesta sostenerle la mirada. O que la casona de los Alvear fuera demolida sin piedad y reemplazada por una torre de 30 pisos cuya única razón de ser fue enriquecer a alguien. Es que para los que no tienen el vicio, los ladrillos viejos son abominables y deben ser destruidos para sostener su eterno presente, su falta de cúpulas.
No hay que quejarse. Peor le fue a Vicente Nadal Mora, viciado esencial y fundador, que amaba la arquitectura colonial y le dedicó varios libros con sus dibujos preciosos y elegantes. Nadal Mora enseñaba, por ejemplo en La arquitectura tradicional de Buenos Aires, cómo reconocer la época en que se construyó un edificio por sus herrerías o azulejos. El pobre vio desaparecer completamente su objeto de amor: en esta ciudad no queda absolutamente nada de ese período.

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