PLACER › DEDICATORIAS

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Una o dos palabras, un nombre propio, un vínculo, cuando no una revancha, una declaración política o de principios, las dedicatorias son un placer que se reservan los autores y que a la vez los deja al desnudo, exponiendo otra trama. Y otros protagonistas.

 Por Claudio Zeiger

A padres, madres, hermanos, hermanas, mujeres, hijos, hijas, otros escritores, personas con iniciales, sobrenombres, compatriotas, conmilitones, en fin, a todas las personas de buena voluntad que quieran habitar el espacio breve, cálido, anticipatorio y definitivo de una dedicatoria. A todos ellos están dedicadas estas líneas.
El placer de dedicar, sí. Podemos considerarlo un placer. El escritor se da el gustito de volver entrañable un hecho editorial, hacer pública y notoria una intimidad. Pero a la vez, es un difícil compromiso. Cuando un escritor dedica un libro a alguien, o un director de cine una película (aunque la dedicatoria sigue siendo esencialmente un hecho literario, como las cartas de amor), en ese sencillo acto muchos otros álguienes se quedan afuera de esa breve muesca en el cielo infinito de la inmortalidad. Separador y generador de sordos enconos, la dedicatoria, en todo caso, no es un placer simple ni un simple placer. Y además ¡cuán revelador! Suele ser una especie de rayos X que desnuda el alma del escriba. Va jalonando los nombres de sus amiguetes, compinches, contertulios y mafiosos camaradas de bohemia y bodegón vinoso, aunque la corrección política de la mayoría de los nuevos narradores los encuentre dedicando sus libros preferentemente a personas de su entorno familiar, muestra de la privatización y domesticación del debate literario en los años noventa y lo que va de este siglo ruin.
En el análisis ya clásico de David Viñas, las dedicatorias vendrían a reforzar el carácter del “entre nos” de la literatura en el período de la oligarquía liberal, obras dedicadas a un público socialmente cerrado, de pares y de iniciados. Se refería, claro, a los escritores de la genteel tradition. Lucio Mansilla vendría a ser el arquetipo más acabado de esta forma de encarar la actividad escrituraria: sus dedicatorias unen nombres rutilantes y amistad: “A mi joven amigo Enrique Larreta”; “Esta Causerie tiene mi amigo el señor don Tristán Malbrán que leérsela con toda formalidad, con la misma que preside la Cámara de Diputados, a su hijito el joven Javier Tristán (alias) Isabel Malbrán y Arrufó, pues es para él”. El narcisístico Retratos y recuerdos está dedicado ni más ni menos que “a mi noble amigo el señor teniente General D. Julio Argentino Roca, ex presidente de la República Argentina”.
Oligárquicos, aristocráticos o no tanto como sean los escritores; la política, amores y amistades se entreveran en las dedicatorias. Ernesto Sabato dedicó su primera novela, El túnel a Rogelio Frigerio, haciendo la salvedad, en una reedición de 1966, de que la política los había separado o hecho discrepar “pero algo permaneció incólume: la amistad iniciada en los tiempos de estudiantes”. Onetti dedicaba los libros a sus mujeres (Los adioses a Idea Vilariño, La cara de la desgracia a Dorotea Muhr, Para una tumba sin nombre a su hija Litti) y no desdeñaba quedar bien con un buen amigo como con “Bienvenido, Bob” dedicado a las enigmáticas y literarias iniciales H.A.T, quien luego se revelaría como el gran crítico Homero Alsina Thevenet.
En este orden de cosas, las hermanas Ocampo no se pueden quejar. A Victoria, Borges le dedicó ni más ni menos que El jardín de los senderos que se bifurcan y a la Silvina, Pierre Menard, autor del Quijote.
Más decidido a darle un cariz programático a su novela, el pomposo Eduardo Mallea dedicaba La bahía de silencio a “los habitantes jóvenes –hombres y mujeres– de mi tierra, que viviendo en la zona subterránea donde se prepara toda fuente, llevan de su patria una idea de limpia grandeza, y a quienes alguna vez rebeló la indignidad de quienes la engañan y trafican”. Ese hombre del subsuelo, en verdad, distaba mucho de llegar a las alturas espirituales que habitaba don Eduardo.
Hay –hubo– dedicatorias que sin dejar de ser personales, se las arreglaron para decir algo más sobre su tiempo o la sociopolítica de su época. En 1983, Fogwill dedicó Los pichi-ciegos (novela sobre la guerra de Malvinas) “A Vera y Andrés Fogwill que habitarán la misma tierra y la misma lengua recombinadas por el tiempo”. En tanto que en la reedición de los noventa del mismo libro, Fogwill reescribió la dedicatoria de la siguiente forma: “A Andrés, Francisco y Vera Fogwill, que habitan otra tierra y otras guerras”. O aquella de Jorge Asís en Flores robadas en los jardines de Quilmes, bajo la dictadura, año 1980, dedicada a “Haroldo Conti ¿in memoriam?”.
A propósito de tiempos difíciles, hay un caso singular. El escritor E.M Forster había escrito acerca de la homosexualidad en Maurice en una época y un país –Inglaterra– inadecuados, así que consideró que ese texto no debía darse a luz hasta mucho más adelante. En consecuencia, la novela anuncia en la primera página: “Comenzada en 1913, terminada en 1914. Dedicada a Tiempos Mejores”. Convertido el tiempo en Deseo y Persona, Maurice vería la luz en 1971, un año después a la muerte del autor. En un gesto más extremo, Hervé Guivert (muerto de sida a comienzos de los años 90) llevó la dedicatoria directamente al título: Al amigo que no me salvó la vida. Presumiblemente, Michel Foucault era el personaje clave apenas arropado en los velos de la ficción.
Como los diarios supuestamente íntimos, como las memorias supuestamente póstumas, como las biografías supuestamente no autorizadas, las dedicatorias supuestamente privadas nunca lo serán del todo. Sirven para dar pistas de lo que fue y de lo que somos, y desde atrás de la escena, entre bambalinas, asoman las cabecitas de los verdaderos protagonistas de esta historia, los que reciben las dedicatorias, seguramente con el gesto de sorpresa de quien debe parecer más sorprendido de lo que está.
Dedicar libros, como hacer regalos es un placer, sí, pero difícil, harto comprometido.

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