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Cimarrones

Caliente pero sin quemar, amargo pero con sabor, sugestión demoníaca de acuerdo con la Inquisición pero regalo del cielo en varias leyendas populares. El mate y sus versiones, casi, casi una pasión nacional.

Proust, que claramente era un chico fino, tendrá su magdalena con té de tilo, pero si alguien en este país descubre alguna vez la combinación de ese momento mágico capaz de unir pasado y presente, es seguro que va a necesitar dos cosas: un poco de agua caliente y algunas cucharadas de yerba. ¿Qué otro ritual, en el Río de la Plata, podría tener la fuerza evocadora necesaria para haber estado allí desde siempre? Porque el mate es una de esas cosas que, antes de convertirse en experiencia vital, digamos, gustativa, es una de esas ceremonias que se observan desde afuera durante la infancia, una de esas costumbres imposibles de entender: ¿por qué alguien puede encontrar algún placer en quemarse la lengua con algo tan amargo, que ni siquiera sirve para mojar las galletitas antes, y que hay que cuidar puntillosamente para que no pierda la gracia enseguida? La verdad, visto así es más que difícil de explicar, y si no, vean lo que pasó en 1610, cuando la Inquisición, que para todo lo que le preguntaban tenía respuesta –y para lo que no también– no demoró en dictaminar a qué equivalía el tesón por darle a la bombilla: evidentemente, a una “sugestión clara del demonio”. Pero como nadie parecía demasiado convencido de los influjos del Príncipe de las Tinieblas sobre ese ritual de compartir agua caliente con sabor a yerba, el asunto siguió. De hecho, Ruiz Díaz de Guzmán escribió que la infusión de marras venía resistiendo, desde hace un par de años, ataques de toda laya, como la del mismísimo Hernando de Arias y Saavedra, que vio por primera vez la yerba (triturada y tostada, perfecta para masticar o usar en infusión) en las guayacas (unos pequeños bolsos de cuero) de unos indios que había capturado y terminó entusiasmándose lo suficiente como para difundir el asunto y que los jesuitas –pasado el susto y la amenaza de excomunión– vieran el filón. Mientras los religiosos decidían que lo mejor era dedicarse a cultivar más cerca de los puntos “civilizados” y no adentrarse con demasiada confianza en el “Infierno Verde” (hic est: las plantaciones naturales del interior de Misiones y Paraguay), los españoles, ni lentos ni perezosos, andaban intentando adaptar las calabazas (las originales, más parecidas a una galleta aplastada y con menos espacio para yerba y agua que las que se usan ahora), y procuraban prepararlo en una especie de tazón gigante (el “bernegal”), pero... ¡sin bombilla! Hasta donde las crónicas testimoniales dejan entender, eso debía parecerse más a una sopera colectiva de la que cada participante tomaba sorbitos separando el agua de la yerba con una cuchara. Y claro, si intentaban tomar mate así, cómo no iban a acordarse de los demonios y sus parientes en cada sorbo.
Algunas leyendas más católicas que populares dicen que una tarde Jesús salió de paseo y dio con un señor y su nieta. Eran muy pobres, muy buenos, muy todo; le dieron cobijo, compartieron con él su miseria y fueron las personas más amables que encontró él esa tarde, así que agradecido el hijo del Mismísimo preguntóle al anciano –y no a la chica, valga la aclaración–: “¿Qué es lo que más anhelas?”. Nada para mí, respondió previsiblemente el preguntado, “un destino seguro, una vida sin penas y tan llena de bondad que a su muerte todos la recordasen con cariño” para la joven. Y como la divinidad y lo literal no siempre resultan como en las películas, ¡la chica se convirtió en una planta de yerba mate! Con semejante final, ¿cómo iba Pascual Contursi a intentar competir en tragedia y desdicha con la letra de El mate de la China? Tal vez haya sido por eso que prefirió el romanticismo de entrecasa para esas estrofas popularizadas por chicas tan fuertes como Sofía Bozán y Azucena Maizani: “Yo quisiera regalarle/ un collar con muchas perlas/ en prueba de mi cariño/ en el día de la fiesta./ Pero no puedo, mi amita, no está al alcance e’mis rentas,/ en cambio pa’ust’he cebao/ un mate con buena yerba/ pa’que no sienta con él/ ni disgustos ni tristezas”.
Llegados a estas costas, los inmigrantes que ponían los pelos de punta a Lugones y lo llevaban a descubrir la esencia misma de la argentinidad en el domesticado Martín Fierro iban descubriéndole, con algunos cambios, el gustito al asunto. No usaban calabaza de pobres ni pieza labrada en plata (de ricos, claro): lo suyo eran las piezas de porcelana o loza, progresivamente adornadas con dibujitos kitsch y hasta leyendas, como las que atesoraba –al menos hasta hace algunos años– el coleccionista Pedro Naón Argerich. Los mates gringos, extrañamente, eran en su abrumadora mayoría importados, podían incluir pies en forma de primorosos ángeles para que ningún despistado lo dejara caer por ahí, y algún silbato incorporado en la bombilla para pedir más agua. “La palabra cebar –escribió Pedro Arata en el inconseguible El mate en nuestras costumbres, de 1881– nos expresa la idea de mantener, alimentar, sustentar algo en estado floreciente. Se quiere indicar, con la frase ‘cebar mate’, no el acto de llenar mate con agua caliente, sino mantener ese mate en condiciones siempre apetitosas.” Como las flores, cada tipo de mate tiene su lenguaje: el amargo –único que debería ser aceptado como verdadero, qué tanto– simboliza fuerza, valor y vida; el dulce y espumoso, amistad; el lavado, desprecio; el que incluye naranja viene a ser un “te esperaré”; el muy dulce cebado por una mujer a un hombre es muestra de amor y ganas de casorio, pero el hombre sólo podría echarle un hechizo a ella si ceba él y mezcla, entre la yerba, algunas de sus propias uñas. En fin.
El maravilloso La cocina del gaucho, editado por Peloncha, da cátedra. “Se echa en las brasas un terroncito de azúcar, se le recoge con una cucharita y se le arroja adentro del mate. Tapando la boca del mate con la palma de la mano, se la sacude para que el terrón de azúcar quemada impregne la superficie interior de la calabaza. Se vierte dentro un chorrito de agua bien caliente (...) Se agrega yerba hasta tres quintas partes del mate y se introduce la bombilla. Acomodada ésta en su posición definitiva, se echa agua muy caliente, lentamente, hasta que el nivel de la infusión llegue a la boca del mate. Se espolvorea un poco de azúcar molida sobre esa superficie y cuando el mate se asienta, es decir, baja de nivel, agregar agua despacito hasta que se forme un copete de espuma bien por encima de la abertura del mate.” Y no se olviden de los bizcochitos.

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