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Sí, quiero

 Por Sandra Russo

Algo nuevo, algo viejo, algo no me acuerdo qué. Nunca me casé por Iglesia, así que nunca experimenté personalmente esa tradición que indica que las novias deben usar algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo rojo, algo así. Sí recuerdo que una vez fui testigo de una boda, y ya en el civil y con la jueza enfrente mi amiga Claudia se acordó de esa cábala, y a los codazos me pedía algo prestado, y yo estaba nerviosa y no sabía qué prestarle, y ella me decía: “Dale, tarada, prestame cualquier cosa”, y le presté una aspirina, que fue lo primero que saqué de la cartera.
Todo esto viene a cuento de que recién se va de la redacción una periodista que, al despedirse, como al descuido y después de comentar dos o tres notas que tenía pendientes, me dijo: “Ah, la semana que viene me caso”, y pese al tono esforzadamente casual de su comentario, instantáneamente se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló la voz. Hace ocho años que vive con su novio, de modo que la decisión de casarse tiene más que ver con ponerle la firma a esa unión exitosa que con modificar su vida cotidiana, ya habituada a ser compartida con ese hombre. “Pero voy a decir sí, quiero”, dice ella, “y yo siempre dudo de todo, nunca me imaginé que alguna vez le podría decir a alguien que sí, quiero”. Puede una descreer del matrimonio, sostener que es poco menos que imposible salir indemne de la convivencia, albergar sospechas contra la monogamia o militar a favor del perenne estado de single y, sin embargo, cierto atávico eterno femenino no podrá evitar estremecerse ante el anuncio de una boda. Más aun ante esas bodas casi secretas que practica la gente que una conoce, bodas sin público y sin templo, sin parientes lejanos ni catering, sin mozos y sin madrinas, sin lista de regalos ni vestido a medida. Esas bodas de entrecasa que reúnen muchas veces a los hijos de ambos novios o a los que ya tienen en común, que se celebran para poner en acto, como dice esta novia-periodista, el “sí, quiero” hasta ahora impronunciable. Pasan por mi cabeza el ceremonial desmesurado y a lo british de Cuatro bodas y un funeral, la fobia explícita de la Novia fugitiva y la ilusión a prueba de Alzheimer de Norma Aleandro en El hijo de la novia. Llegar a la escena del “sí, quiero” sigue antojándosenos maravillosa, toda vez que uno casi nunca quiere nada del todo y que esta época rema a favor del compromiso en pequeñas grageas. Estar allí, aunque sea sólo por ese instante, encaramado en la seguridad de estar destinado a alguien: qué viaje.

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