PLACER › LA TORMENTA

A merced del cielo

Cuando el alivio de un refugio –o al menos la promesa de su abrigo– conjura la violencia que sabe descargar el cielo, lluvia, rayos y centellas pueden ser un espectáculo capaz de facilitar la huida de cualquier mundo ordinario.

 Por Leonardo Moledo

Salía de algún lugar (un teatro, una embajada, un tugurio) y quería huir, huir; había estallado una tormenta que ocupaba completamente el cielo, desde Pompeya hasta el extremo norte de la ciudad. Encima de mí, las nubes pesadísimas se movían como manadas. Los edificios, recortados contra ellas, parecían maquetas. Era un escenario grandioso, sin huesos, puro tejido nervioso, de colores. Sólo grandes músculos tendidos entre el asfalto y el cielo, que se contraían primero y luego estallaban en pirotecnias de poder, huir, huir, placer del caos.
Todo se había vuelto oscuro de repente. Relámpagos zigzagueantes aparecían y desaparecían en forma instantánea sobre el fondo convencional, abriéndose paso trabajosamente en ese espesor en sombras. Primero el relámpago, luego el trueno, un solo fenómeno separándose en luz y sonido. ¡Y las nubes! Primero se juntaban, integrando una masa compacta que más que ocupar, parecía colgar del cielo. Y enseguida se abrían para dejar paso a un rayo. ¡Se escindían, se separaban, como lo práctico de lo teórico, como lo definido de lo ambiguo, como lo bueno de lo maléfico, como lo biológico de la materia inerte! Era un espectáculo totalmente improvisado, un enorme escenario donde se enfrentaban a ciegas los factores de poder, como un inmenso decorado que no hubiera encontrado aún su dramaturgia, pero que ensaya descargando toda su utilería. Y sin embargo, era circunstancial.
Engendraba sentimientos movedizos pasajeros y fáciles, sin huella, que encerraban todo el significado grandioso de la tormenta; un gran despliegue atemorizador, pero contingente. La lluvia empezó a caer como una cortina tupida. Desde el portón de la embajada se veía sólo un continuo, una marea húmeda y concreta tendida de árbol a árbol, de edificio en edificio, que transformaba los postes de luz en enormes paraguas impotentes y cerrados. Y no obstante, perfectos (huir, huir).
Y la subversión de la naturaleza, la sedición de los elementos, armados como un grabado de Goya (Caprichos, Disparates), que generan imágenes concretas, extrañas, como todo lo concreto, absurdo, como todo lo que se imagina, placenteras, como todo lo equívoco que atraviesa la lluvia; y así vi primero un entierro de lujo cruzar delante mío: sin ataúdes, tres cadáveres se apilaban en estrafalarias posiciones, colocados de tal manera que se señalaban unos a otros y de las bocas abiertas caían hilos de agua de lluvia evocando palabras a medio pronunciar, como si se hubieran muerto en medio de una frase. Desnudos, parecían más muertos, desprotegidos ante la tormenta, flaquísimos, consumidos, y demasiado jóvenes.
Pasaron luego tres coches más, herméticamente cerrados para defenderse del agua que los envolvía con vórtices cartesianos; a las ventanillas rayadas por los trayectos de la lluvia se asomaban rostros como máscaras, haciendo ademanes de saludo; se adivinaban tres mujeres jóvenes y solas, vestidas de colores vivos, que hacían obscenos gestos, llamando a los transeúntes que se precipitaron sobre el auto sin el originario temor de mojarse y se pusieron a trotar al lado del coche, salpicando y saltando los charcos, los ríos (Nilos, Paranáes, Danubios, Támesis) que recorrían la calle, arrastrando todo a su paso, y las puertas del auto se abrieron durante una fracción de segundo, y allá fueron aquellos homúnculos semilíquidos a seguir su destino.
¡Y ya podía huir!, pero entonces, tan repentinamente como había empezado, la lluvia cesó. La tormenta, sin embargo, seguía, como una festividad de truenos y luces que continúa después de que los comensales se han retirado. Parecía muy solitaria así.
Salí del refugio (apenas un balcón sevillano) que había improvisado, y caminé a lo largo de los charcos de agua que se escurrían rápidamente: las bocas de tormenta los tragaban, ávidas, para llevarlas a donde pudieranreiniciar el ciclo natural y establecer una parodia de la recurrencia. Abrí la puerta de mi auto que ante el brusco cambio de la situación había dejado de ser un refugio, un cubículo placentero, un instrumento de la huida.
Ah, la tormenta, el ideal de los románticos, breve y brutal, que renueva la naturaleza, y vacía el corazón de los hombres y el ideal de los románticos. ¡Huir, hundirse en la tormenta, sumergirse en ese caos que plasma el mundo de nuevo, que permite atravesar cortinas de agua, estremecimiento de sonido, ráfagas de electricidad, tormenta pura y salvaje que permite huir y desprenderse de todo, escapar hacia el campo y tenderse sobre la tierra empapada y ver al mundo recrearse, renacer, quedarse tendido sin tiempo, hasta que un rayo cae sobre uno y lo precipita en la muerte, en la nada, nada, nada!

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