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Empujar el límite

Puede ser que la actividad física sea un imperativo, una recomendación médica cada vez más común. Pero también puede ser un placer que se expande cuando la propia voluntad se afirma y se descubre un cuerpo nuevo bajo el cuello, que late y que arde con el esfuerzo, que trae la certeza de la vida.

 Por Marta Dillon

La sensación más clara, la más común, la más fácil de representar es que la sangre corre por las venas. Se acelera su ritmo, un pulso desconocido para sedentarios, que late en las sienes y amplía la capacidad del pecho como si allí hubiera una caja de resonancia de la cascada de la sangre atropellándose en los viaductos del cuerpo llenando espacios que podrían haber pasado una vida en el anonimato y sin embargo ahí se delatan cuando la sangre fluye porque el movimiento la obliga y el agua se filtra por la piel empapando la ropa, convirtiendo el pelo en un pegote que destila toxinas y excesos. Hay que concentrarse para que el aire alcance, para que la boca expulse todo el que entra, para acompasar la inspiración con el esfuerzo y la expiración con la fuerza más llana. No hay competidor en esta versión de la actividad física, no hay más adversario que la propia inercia del cuerpo que se resiste sólo un poco, tal vez antes de saber de lo que es capaz, cuando todavía no disfrutó de ese singular bienestar del momento después, cuando todo vuelve a su lugar aunque los músculos sigan latiendo y esponjándose después de haber tensado su propio límite. Ya llegará entonces esa sensación de misión cumplida, premiada con el agua cayendo sobre el cuerpo como un bautismo, la caricia necesaria para dejar ir lo que la sangre empujó hacia el borde de la piel cuando corría con fuerza de cascada. ¿Y para qué? ¿Por recomendación médica? ¿Pura tozudez? ¿Un intento más por conjurar la inercia de los años?
Todo eso, es posible. Y aun así, cuando la actividad física es un imperativo, todavía entonces puede ser un placer, ese que se descubre cuando se desempolva una capacidad anestesiada, como encontrar un tesoro que se escondió hace tiempo con la esperanza de que aparezca en el momento necesario. Cristina Mércuri ni siquiera sabía que había una posibilidad en el movimiento rítmico de sus músculos pero hoy está segura de que ese secreto tan bien guardado durante más de 30 años le salvó la vida. La convirtió en la persona que es, esa que da órdenes por sobre la música que elige con dedicación para conducir los esfuerzos y las exigencias de un grupo de mujeres que a diario se dejan conducir a través de las pocas coreografías que ella intenta. No muchas, dice, porque cuando empezó a entender de qué se trataba la bondad de la gimnasia, las coreografías se convertían en un impedimento extra al ya difícil desafío de poner en acción un cuerpo acostumbrado a otros signos del éxito: tarjetas vip para entrar a las disco, tarjetas de crédito para habilitar el paraíso de los shoppings, peluquería para enfrentar el mundo y una delgadez que venía de la privación inconsciente de comidas reconvertidas en reuniones. Todos iban para un lado y yo para el otro, es su amargo recuerdo del principio que no le impidió seguir adelante. Tal vez porque no le quedaba otra, porque la reina de la noche había quebrado sus tacos y el insomnio que antes buscaba la había ganado por completo: seis meses sin dormir, se desmayaba de tanta medicación, es cierto, pero eso no era dormir. Y sí, fue entonces la recomendación médica la que la obligó a entrar a un gimnasio como ahora entran a sus clases decenas de alumnas con misiones tan diversas como endurecer algunas partes, quemar las calorías que acumula la falta de voluntad, acomodar los huesos que deforma la actividad sedentaria, sentir que hay un cuerpo debajo del cuello. Son todas versiones del yo puedo, sentencia Cristina que sabe que a veces no se puede más pero sin embargo es posible correr el límite, al menos de a un minuto de acción en el aire. Y ella está ahí para tentar a las voluntades a que amplíen su radio y lo hace a voz en cuello, llamando a todas por su nombre –mujeres la mayoría, los varones creen que las mujeres dan clases livianas hasta que toman una con ella en El Galpón, el gimnasio de San Telmo y entonces entienden– porque lo que Cristina aplica en sus clases es lo que ella quiere para sí. Es que descubrió tarde, dice, esa vocación que la hizo cambiar los tacos altos por las zapatillas, elementos desconocidos para esta mujer que hasta los 36 trabajaba en una multinacional y se acostaba al amanecer. Pero la despidieron, justo cuando su cuerpo había dicho basta, y volvió a empezar retomando el primer paso que la había hecho sentir bien: la actividad física, pero no cualquiera, la actividad física dentro de un gimnasio. Nada de correr al aire libre, nada de competencias deportivas que no fueran contra sí misma. Si en su vida anterior su negocio era la música, eso era lo que iba a conservar como estímulo necesario para seguir adelante con esta manera nueva de decir yo puedo.
Ella puede, ella puede poner un disco de AC/DC y subir y bajar con una barra en los hombros tantas veces como las necesarias para que sus músculos ardan de ácido láctico prometiendo un volumen nuevo. Es por la música que prefiere los gimnasios y es por ella misma que se empeña en darles identidad a esos lugares que parecen destinados a generar cuerpos iguales. Si la actividad física es averiguar eso que la vida moderna oculta entre automóviles, colectivos, ascensores y escaleras mecánicas, Cristina necesita además imprimirle a esta actividad cierto espíritu gregario, para que el esfuerzo sea además “interacción”. Si cada uno tiene un nombre, ese nombre merece ser dicho para reconocer con él las dificultades y las potencialidades de quien lo lleva. Así ella sabe quién puede usar peso extra para mover los brazos como alas o quién debe cuidar en extremo las rodillas para que no se conviertan en un impedimento.
Soy una sobreviviente de mí misma, dice Cristina después de clase, cuando se toma un ratito para el café con leche con las alumnas, unos minutos sagrados para ella, que no pretende convertirse en ninguna maquinaria de músculos sino en una persona que descubrió en el movimiento, en la vitalidad que éste le dona, una manera sencilla de confirmar que está viva, que la sangre le corre por las venas, que la resistencia se educa y que eso es lo que más le gusta. Ahora ya no quiere ser la reina de la noche, tampoco convence a nadie de que se puede lograr un cuerpo de modelo sólo por dejar el sudor en un gimnasio, pero sí dice que se puede alumbrar la mejor cara de una cuando una meta se cumple aunque esa meta sea sencillamente cumplir con una clase completa para conocer el placer del momento después, cuando el agua caiga como una caricia que consuela del esfuerzo. Pero hay que ser cuidadosa, advierte Cristina, hay que ver a la persona detrás de su atuendo de gimnasia, las más de las veces se llega a ese punto simplemente porque es necesario, porque estamos hechos para movernos y no hacerlo es sólo postergar el momento de empezar, si es que la calidad de vida importa. Hay que tener cuidado cuando el lugar elegido es al frente de una clase, porque la decisión de empezar es casi más costosa que sostenerse, y un mal inicio, como siempre, puede condenar a toda la experiencia posible.
Hay que empezar de a poco, entonces, empezar a saborear, como si se pudiera, la sensación de que la sangre corra por la venas, que el cuerpo se tense olvidado de sus coordenadas de tiempo, recuperando una vitalidad que exige entrenamiento pero que después pone en jaque a ese supuesto que impone la edad para lo que se puede o no se puede hacer. La actividad física, dice Cristina, es una manera de decir yo puedo. Y después regodearse, disfrutar del modo en que se amplían los límites de esas dos palabras.

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