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Depilaciones inesperadas

Sinónimo de quemaduras, tirones violentos y dolores, hablar bien de depilarse parece cosas de masoquistas. Hasta que aparece un método menos medieval, con bases de miel y rápido.

 Por Laura Isola

Nunca pensé posible hacer un elogio de la depilación. Esa práctica salvaje y cruenta que, como todos saben, implica literalmente arrancarse la mayor cantidad de pelos posibles de todas las zonas que el cuerpo no deja de hacer crecer, por medio, entre tantos, de cera regularmente caliente y dando un tirón que hace ver las estrellas. En este contexto, tampoco entendí la frase “ponete cómoda”, mientras nos desvestimos en un cubículo ínfimo esperando, como en el patíbulo, que la ejecutora de turno nos someta a la tortura. Tarde, dirán quienes ya sepan que hay otro modo, di con el sistema de depilación descartable, luego de deambular años con el vello crecido por cientos de centros que no hacían más que indicarme que debía abandonar y dejar en paz a mi piel y a mis pelos para transformarme en la viva imagen de una “europea” libre y emancipada. Pero las décadas de dolor, zonas altamente irritadas y días de espera para que eso que se veía mal por la superabundancia se viera bien, en algún momento, cuando el rojo intenso dejara de ser incandescente, no son fáciles de superar.
Por lo tanto, busqué que la depilación descartable (oh, método) no fuera cualquier cosa y en miespacio, el centro de salud y belleza dirigido por Irene Tirra, tuve la afortunada epifanía. Nelly, la depiladora, me ofreció una bata y una bombacha descartable para iniciar un ritual que distaba bastante de otras experiencias. Comprobar que la delgada capa de cera a base de miel ni siquiera hacía mella de temperatura en las axilas fue un relajante descubrimiento y que en menos de un segundo ya había desaparecido del lugar, doblemente satisfactorio. Sus manos hacían bailotear una tira de tela blanca que sacaba veloz y precisa pequeñas porciones de bálsamo dispuestas “en el sentido del crecimiento”, según me indicó. Sin dudar y con ritmo sostenido fue despoblando piernas, axilas, cejas y entrepiernas sin que el rojo se hiciera ver. Pero para despejar cualquier duda sobre su posible papel de sodomita, puso cremas y geles y todo terminó con un masaje beatífico que el cuerpo agradeció mudamente. Superado el primer nivel en una especie video game del placer, tal como se puede caracterizar a una visita a este lugar, pensé que lo que tenía por delante era el goce puro.
Debo aclarar que ni mi pasado masoquista ni mi buena predisposición al manoseo jugaban a favor. Empezar por Nelly fue, entonces, lo más parecido al rigor. Munida de la bata y unas pantuflas, también, descartables inicio el recorrido para dar directo a las manos de Gilda, la esteticista. Pequeña, de voz muy suave y con modales muy delicados me ofrece una camilla para examinar el estado de mi cutis. Con ella estaré una par de horas que modificarán mi vida para siempre. Como el acné no fue uno de los males de mi adolescencia y el cuidado de la piel, tampoco, una de mis manías de la adultez, la limpieza de cutis no estuvo muy presente en mi rostro. “Algo deshidratado, pero no mucho, hay que cuidarlo pero no es preocupante”, fue su diagnóstico y comenzó la tarea de poner y sacar lociones, cremas, máscaras, pociones mágicas en la frente, nariz, contorno de ojos, mejillas y cuello, porque como me educó –nunca hay que olvidarse de ponerse la crema hasta en el cuello–. Con la cara tapada por una mascarilla hidratante más el aporte de un careta de gasa tibia se liberó de mi rostro momificado y se dedicó a los masajes corporales.
Puedo jurar que esa mujer se cambia las manos para hacer una cosa y luego otra. Era imposible que esas manos pequeñas y suaves que le dieron vida a la piel cansada de la cara fueran las mismas que estaban haciendo maravillas en mis pies, pantorrillas, muslos y seguían subiendo. Para lo último, se reservó la espalda como quien monta su “grande finale”. A esa altura, tanto la cintura como las cervicales parecían enyesadas en comparación con el relax que cundía en el resto de las partes. Hacia allí se dirigieron sus dedos y el éxtasis fue completo. Después de un rato, cuando pudevolver a la vida después de haber explorado ciertas zonas de conciencia alternativas, es decir, me desperté, me ofrecieron un té verde al que pude seguir en todo su recorrido, desde mi boca al estómago. Para esto, Teresa, la manicura y pedicura, ya tenía todo listo: alicate, cremas para manos y pies, parafina, lima, esmalte, torno, etc. Tuve que meter las manos en una especie de calentador que contenía la parafina, tres veces seguidas, y quedaron con una delgada capa de este producto. .Es una humectación profunda., me dijo mientras me ponía dos pares de guantes en cada mano.
La rutina de los pies es lo más parecido a una experiencia límite por mis dos imposibilidades: las cosquillas y la aprensión que me causa el contacto. Pero Teresa pudo más y los dejó listos para un elegante par de sandalias, contraindicado por estos fríos. Aunque mirarlos, sí, es una posibilidad interesante de fetichismo desplazado. Las manos salieron de los guantes y la parafina con ellos y exhibieron una delicadeza primal. Me sugirió un rojo que combinaba con el saco para esmaltarlas y se dedicó a dejarlas prolijas, in extremis. Antes de pintarlas, las masajeó intensamente y pudimos percibir cómo se contracturan. Una vez listas, la recomendación de esperar veinte minutos vino junto con una buena revista de actualidad, donde me enteré de las últimas dietas, las más recientes separaciones y los inminentes romances; el color de moda para el día y la noche, descubriendo que mis pantalones negros estaban en la lista. Es verdad que mi abrigo quedaba perfecto con el color de las uñas y eso me dio una nueva satisfacción. Agradecí cuánto pude y me despedí. En la calle, las medias y las botas impedían la visión de mis pies pero yo sabía que estaban allí, suaves y arreglados, y que debía apurarme para llegar a casa y poder contemplarlos.
miespacio está en Uruguay 1266 (Barrio Norte) y en Av. Elcano 3237 (Belgrano).

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