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Viajar no es sólo desplazarse en el espacio. También puede ser jugar a ser otro, a aprender de nuevo, como en las épocas de la escuela, desde un idioma diferente hasta un uso distinto para las cosas que, así, dejan de ser cotidianas y se transforman en algo más.

 Por Soledad Vallejos

Ya lo decía Pipo Pescador, el viajar es un placer. Una suerte de transformación à la Gregorio Samsa, pero al revés –esto es, con menos de bichejo y bastante más de transformación epifánica–, un ir para jugar a no volver, aunque el boleto de regreso ya esté en el bolso, un pisar tierra extraña con asombro y –por qué no– también algo de superación, podríamos agregar. Así como hay quienes dicen que los viajes transforman irremediablemente al cuerpito gentil en tránsito y su alma, están los que reniegan abiertamente de las bondades del contacto con eso extraño que, sin embargo, se ha ido a buscar. El caso es que detrás de todo viaje se agazapa –no tan escondida, quizá sí levemente disimulada– una búsqueda. De qué o para qué puede ser lo de menos, porque una vez que se zarpó y se cortaron las amarras, los objetivos primeros van sufriendo percances, olvidos, transformaciones y quizás, hasta olvidos menos sistemáticos y seguramente más disfrutables a medida que otros aromas, parajes y voces van desplazando a lo ya conocido para inventar nuevas memorias. Quizá, claro, sólo se trate de eso: de traficar recuerdos para tender nuevas redes que atrapen vivencias, y a veces también compartirlas. Mel Brooks resultó, por ejemplo, ser uno de esos viajeros solidarios y conscientes de su responsabilidad social a futuro, cuando, a su regreso de un rodaje en Yugoslavia, advertía a incautas producciones “¡Nunca filmen en Belgrado! Toda la ciudad está iluminada por una luz de noche de 20 watts y no hay nada que hacerle. Ni siquiera se puede ir a dar una vuelta en auto. Tito siempre está usando el suyo” (hay que tener en cuenta que la advertencia es de 1975). Clásico entre clásicos y maniático de lo ínfimo como pocos, si alguien supo sacar provecho a los kilómetros recorridos, y, de paso, hacerse un nombre, ése fue Baedeker, que a diferencia de lo que todo el mundo piensa, no era simplemente un genérico de guías de turismo sino un señor con vida y nombre propio: Karl. Aunque en el principio lo suyo era dar forma a la copia de una colección de guías inglesas creadas por un tal John Murray, con los años y las ediciones se fue dando maña para dar forma a un modelo propio e inconfundible y así nació esa hiperproductiva idea editorial de cubrir, con sus textos, “la mayor parte del mundo civilizado” (Enciclopedia Britannica dixit). Con ese pretexto armó su imperio de mapas (para los que contrataba estudiantes sobresalientes y geógrafos de renombre), consejos y el resultado de arduas investigaciones que llevaba a cabo jugando al agente secreto: “Se decía –nos informa la misma canónica enciclopedia– que tenía el hábito de viajar de incógnito y prestar atención a todos los detalles y nimiedades de los hoteles que visitaba”. Lo que se dice amortizar el gasto y tener buen ojo.
Dicen las leyendas que cuando los kilómetros son muchos y el cansancio pesa, los buenos viajeros –que vienen a ser aquellos que ya han tenido la fortuna de olvidar por qué, para qué se viajaba, y sencillamente se dejan llevar por corrientes de vientos ajenos para curtirse la mirada– recalarán, de una u otra manera, en Madagascar. En esa tierra, quizá no prometida, pero que sí puede desenvolver promesas, si mantienen la frente en alto y los ojos despejados, se toparán con un espécimen asombroso, muy apropiadamente llamado “el árbol de los viajeros”. Posee el portento diez extensos metros de tronco recto, rectísimo y esbelto, desde cuya punta, coronando con propiedad de ensueño el encuentro, se extienden ramas alargadas que se desparraman verticalmente, como aspas de un ventilador. Cosas dignas de ver han de ser, pero especialmente de aprovechar, esas hojas inmensas y alargadas que saben guardar en las vainas de su base el agua suficiente para abastecer una cantimplora exhausta. No sabemos si las viajeras están llamadas a ser beneficiadas también por semejantes recaudos de la naturaleza, pero en todo caso, algunas chicas de mundo célebres quizá prefirieran la sed del camino, por lo menos a la manera de Edith Warton, que no por aristocrática estaba poco habituada a tener por casa el mundo. “Peregrinación salvaje”, ése era el nombre que se le había ocurrido darle al tránsito, a esa “pasión por el camino”, que a fin de cuentas le había revelado “un entorno de belleza y orden reconocido desde mucho tiempo atrás”, más precisamente desde que, siendo niña, sus padres comenzaran –por motivos de fuerza mayor, eso sí– a llevarla de aquí para allá casi sin freno, El monte Athos, monasterios imposibles entre brumas, veladas en barcos, el snobismo de no ver nada digno en Milán, tours de force por la Francia más o menos profunda en compañía de Henry James, ninguna travesía le merecía la más mínima pereza. Garabateados, congelados, atesorados en su cuaderno de viaje, imágenes del Sena podían convertirse en momentos tan cautivadores como el de un paseo en 1920 por los bazares de Marruecos, y entonces se despliega un mundo: “fanáticos con pieles de oveja resplandeciendo desde las protegidas entradas de las mezquitas; fieros hombres tribales con armas incrustadas en sus cinturones y los fuertes mechones de los luchadores, que escapan desde los turbantes de pelo de camello; negros locos parados desnudos en los nichos de las paredes, emanando conjuros sudaneses ante una multitud fascinada; vigorosas muchachas esclavas con jarros de aceites de la tierra pegados contra sus caderas oscilantes; muchachos de ojos almendrados, conduciendo a mercaderes gordos de la mano; mujeres berberiscas de pies descalzos, tatuadas e insolentemente alegres, ofreciendo sus cobertores rayados, o bolsas de rosas y lirios para azúcar, té o algodones de Manchester”.
Algunos no son tan afortunados, y descubren de buenas a primeras que han desembarcado a las puertas del mismísimo infierno. Que lo diga, si no, el pobre de Joseph Conrad, que por esos azares de la necesidad de sobrevivir en plenas guerras coloniales, terminó pasando seis interminables meses en el corazón del Congo jugando a ser oficial de Marina. De allí, de esos días entre naturalezas desconocidas y males asombrosos, nacieron su delicadeza súbita para narrar el contacto del otro, su contundencia al evocar el mal mismo, y sobre todo su Diario del Congo, germen más que fructífero del Corazón de las tinieblas. Julio de 1891, pleno viaje por Matadi, horrores a diestra y siniestra, y sin embargo, el viaje le deparaba a Conrad más que un resto para vivir asombros: “Maravillosos cantos de pájaros. En particular uno de ellos, que evoca el sonido de una flauta. Hay otro que emite un gruñido que se parece al aullido de un perro en la lejanía. Sólo he visto gorriones y algunos loros grises. Muy pequeños, escasos. Ningún ave rapaz. Hasta las 9 de la mañana, cielocubierto, sin viento. Luego, una continua brisa suave del norte y el cielo se va despejando. Noche fresca, húmeda. Brumas blancas hasta la mitad de las cumbres. Por lo general, se suelen levantar antes de que salga el sol”.
En el fondo (aunque no tanto), ahí debe estar la clave del viaje: en someterse a las transformaciones de amanecer en otros lados, quizás antes de que salga el sol.

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