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El olor de una época

Los expertos perfumeros alcanzan la cima cuando logran, a través de una fragancia y un frasco, crear un perfume que marque su tiempo. Algo como lo que Chanel consiguió con su célebre Número 5; Cacharel, con su Anaïs Anaïs o Guerlain, con Shalimar.

 Por Soledad Vallejos

Los sentidos, el olfato en especial, fueron cuidadosa, metódicamente intervenidos a lo largo de los siglos por centenares de señores creadores, primero, y por grandes diseñadores asociados a empresas después y hasta ahora. En principio, los perfumistas investigan a qué huele el aire en una época, determinan a qué debería oler luego y finalmente nos devuelven alguna que otra fragancia. Vamos, que los perfumes no son sólo frascos bonitos. Algunos de ellos han marcado su tiempo y permiten, con su solo nombre, la evocación de una época.
Si alguien en el mundo alguna vez fue capaz de rociarse con “Perfume de Guillotina” (rigurosamente cierto: se vendía esa fragancia posrevolucionaria en una Francia algo efervescente), ¿quién iba a resistirse, después de los años feroces de la Primera Guerra Mundial, a llevar una vida placentera, rodeada de ese lujo sobrio que no genera culpas y hace que una fortuna parezca tan vieja como el mundo en lugar de oler a nuevo? Una vez que fue evidente la irreversibilidad de ciertas modificaciones posguerra, ¿quién se iba a negar a asumirlas con toda la alegría y dignidad posibles? Coco Chanel tenía la respuesta: nadie, y menos todavía si ella, la chica humilde capaz de inventarse una vida sofisticada, estaba dispuesta a trabajar para eso.
Coco ya tenía cierto prestigio como creadora de ropas elegantes y las familias bien confiaban ciegamente en su buen gusto. En época de la fiebre art nouveau, la adoración de los ballets rusos y la música de Stravinsky, la industria perfumera de Francia ya se destacaba del resto. En 1925, la Exposición Internacional de Artes Decorativos e Industriales, por ejemplo, no da muchas esperanzas sobre el futuro industrial francés... excepto por los perfumes. Allí estaban nombres que hoy día suenan a empresas, pero entonces eran todavía hombres: François Coty, Paul Poiret, Jacques Guerlain –que, de hecho, reservó durante un año su fragancia Shalimar para lanzarla en esa muestra–. El pionero del grupito era Poiret, el mismo señor, por cierto, que eliminó el corset. A principios de siglo, se había convertido en el primer gran modisto en asociar su firma a una fragancia: el perfume, decía, debía ser parte del aspecto femenino, y por eso había lanzado Les parfums de Rosine (en honor a su hija mayor), que venían cuidadosamente presentados en envases de su autoría. Para fines de los años 20, entonces, todos soñaban con el perfume propio, aun los que ya lo tenían. Si los primeros años del siglo habían sido la edad dorada del perfume, la posguerra iba a caracterizarse por la creación de las fragancias más memorables. Las reglas de marketing ya estaban bastante claras: “Déle a una mujer el mejor producto que pueda preparar, preséntelo en un frasco perfecto de elegancia simple pero gusto irreprochable, véndalo a un precio razonable y presenciará el nacimiento de un negocio inmenso que el mundo jamás ha visto”. A esa conclusión había llegado el señor Coty, tras profundas reflexiones que le permitían los vastos conocimientos enumerados en su tarjeta personal, “artista, hombre de negocios, técnico, economista, respaldo económico, sociólogo”. (Algo más: también se dedicó a la política, fue dueño de Le Figaro y filántropo).
En 1926, finalmente, Coco Chanel dio el golpe que faltaba para asegurar su honor trendy: presentó el Chanel Nº 5, una versión hipermejorada de la fórmula experimental que ella venía supervisando desde 1921. El envase,como correspondía, era la sobriedad hecha vidrio, y la fragancia le iba en zaga. Poco después, algunas competidoras siguieron sus pasos (Jeanne Lanvin, Lucien Lelong), pero ninguna tan atrevida e interesante como la excéntrica Elsa Schiaparelli. Instalada en su tienda parisina recién hacia 1928, esta heredera tardó dos años en presentar en sociedad sus primeros perfumes. Digamos que estaba demasiado ocupada tomando café con muchachos como Duchamp, Jean Cocteau, André Breton, y que recién se decidió a tomar el toro por las astas cuando logró convencer a Dalí de diseñarle un envase. La entreguerra estaba algo dividida estilísticamente, pero viéndolo con un poco de distancia, sólo el perfume de Coco alcanzó el status de clásico y mantuvo sus ventas a lo largo del siglo.
En los 50, Christian Dior cambió radicalmente el cariz de las transformaciones (también radicales) que podían avecinarse. Los europeos, explicó, estaban “emergiendo de un período de guerra, uniformes, mujeres soldados con contextura de boxeadores”. La industria de la moda, siguiendo otros dictados, se aprestaba a redefinir la idea de mujer y feminidad. Surgió el New Look, esa imagen de chica glamorosa con vestidos aparatosos hechos con metros y metros de telas costosísimas que sólo podía aderezarse con aromas sofisticados. El aire debía oler menos cotidiano y más exótico: fue el auge de los perfumes con reminiscencias orientales (Diorissimo, por ejemplo), y francamente florales (como Madame Rochas, el primero en llevar el nombre de una mujer). La multiplicidad de fragancias recién comenzó a asomar hacia los 70, gracias al impulso que el flower power dio a nuevos ingredientes, a la incorporación de la mujer en el mercado de trabajo y una aparición de nuevos roles. Fueron años de Charlie (el favorito por precio y calidad de chicas activamente integradas al mundo laboral), el exotismo mundano de Opium y la versatilidad dulce del Anaïs Anaïs. Recién en los 80 comenzó a popularizarse el concepto de cuidados integrales y aromatizados, con el lanzamiento de líneas que, con una fragancia leitmotiv, incluían jabones, colonias, espumas. Los 80, también, consideraron que los varoncitos ya estaban maduros como para comprender la importancia de oler bien. Claro que los bautismos de su ingreso consciente a la moda eran algo torpes y elocuentes: “Arrogancia”, “Jugador”, “Halcón”, “Wall Street” o “Dólar”.

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