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Delicias del Cordon-Bleu

La Escuela del Cordon-Bleu hace historia en materia de excelencia gastronómica. Su revista oficial data de 1895, y en ella se libran los grandes debates sobre tradición e innovación en la cocina francesa.

 Por Soledad Vallejos

Hubo una época en la que los monarcas europeos se dejaban llevar con total displicencia por los placeres frívolos, un tiempo en el que las damas habían dejado de lado el papel de “preciosas” que tanta risa causaba a Molière para entretenerse en juegos de salón, y en el que los nobles
conocían al dedillo las reglas del amor cortés. En el medio de todo eso, Luis XV juraba y perjuraba que sólo los hombres podían ser grandes chefs. Y Madame du Barry, asegura la chismografía extraoficial, ya estaba un poquito harta de la testarudez de su amante. Así que una noche lo invitó a cenar no se sabe bien qué, aunque puede sospecharse que algo exquisito.
El: ¿Quién es el hombre que cocina ahora para ti? (vamos, que nadie puede imaginar al monarca hablando de vos) Es tan bueno como cualquier cocinero de la casa real.
Ella: Es una cocinera, una mujer, Su Alteza. Y creo que usted debería honrarla con nada menos que el Cordon-Bleu.
Está bien. Tal vez, sea un poco exagerado creer a pies juntillas que esa pequeña escena doméstica existiera, y que su divulgación diera origen al uso del término Cordon-Bleu para designar la excelencia en cocina. Porque hasta entonces, la exclusividad de la distinción era de los caballeros de la Orden del Espíritu Santo, una de las más top desde que el rey Henri III decidiera crearla y otorgar a sus miembros la Cruz del Espíritu Santo, una medalla que colgaba, obvio, de un lazo azul. Y estos bravos varones, además de ser respetados por sus méritos en la batalla, tenían fama de dar charretera, cabeza y compostura a cambio de banquetes pantagruélicos. Cualquiera sea el caso, hoy día nombrar al Cordon-Bleu invoca casi de inmediato un tropel de sabores inolvidables, combinaciones inimaginables con espíritu de perfección, y delicadezas sensoriales de esas que perduran en la memoria del cuerpo. Porque es innegable: alguna magia debe dispersarse desde esas mesadas de mármol impecable para que una simple escuela de cocina, que ni siquiera nació como tal, sea una marca registrada de lo más vendedora, inspire tanto respeto como los claustros de Oxford, y, además, destile glamour. No por nada la elegantísima Audrey Hepburn de Sabrina huía de su vida como hija del chofer del niño rico para estudiar cocina en el Cordon Bleu parisino. Y tampoco hay que olvidar que fueron los alumnos de la escuela y nadie más quienes se encargaron de todos, absolutamente todos, los platos y platillos en el banquete de la coronación de la reina Elizabeth II.
Hacia 1895, la periodista francesa Marthe Distel tuvo la feliz idea de comenzar a publicar La Cuisinière Cordon Bleu, una revista en la que, todas las semanas, los cocineros más afamados de Francia ofrecían sus recetas, daban consejos y discutían sobre los placeres de la mesa. Fue un éxito casi inmediato. Y Distel estaba tan pero tan contenta que, llegado diciembre, informó a los suscriptores que “la creciente popularidad de La Cuisinière Cordon Bleu hace que la dirección sienta la obligación de encontrar nuevas maneras de satisfacer a quienes han apoyado nuestros emprendimientos con fidelidad: por lo tanto, hemos decidido ofrecer clases gratuitas de cocina a nuestros suscriptores, y publicar las recetas enseñadas en esas clases en los próximos números de la revista”. Los primeros días de 1896 encontraron a los chefs August Colombié (autor dealgunos libros de cocina muy bien vendidos), Charles Poulain, el mítico Henri-Paul Pellaprat (quien empezó a cocinar, por su cuenta, a los 12 años, y escribió la obra maestra L’art cullinaire moderne, señalada como “el más comprensivo, autorizado y actualizado libro de cocina y gastronomía francesa jamás escrito”) y un par más instalados en un local del mítico Palais Royal. El evento era grandioso en todo sentido: los organizadores se habían asegurado de contar con uno de los mayores avances tecnológicos en materia culinaria... electricidad instalada en una de las cocinas. La asistencia a los cursos superó las expectativas de los columnistas, que inclusive se atrevieron a pasar de algunas nociones de “cocina práctica” a “alta cocina práctica” con el correr de los meses. Lo que había dado sus primeros pasos como aventura editorial snob empezaba a mostrar su potencialidad como gran empresa, la fama de las clases había quedado más que demostrada en 1897, con la matriculación de un alumno recién llegado especialmente desde Rusia, y más que confirmada cuando, en 1905, se anotó un muchacho desde Japón. Y Distel, con una intuición envidiable, se dio cuenta de que sus dos criaturitas eran hermanos simbióticos: si uno se desdibujaba, el otro moriría pronto, así que alimentó por igual a la revista y los encuentros con el público lo suficiente como para que sus respectivos prestigios crecieran. “No es poco usual”, describía alrededor de 1927 un periodista inglés en el Daily Mail, “que cerca de ocho nacionalidades diferentes estén representadas en las clases. El propósito de los estudiantes varía; algunos son instructores que desean ir más allá en sus calificaciones, mientras que otros son novatos que intentan convertirse en chefs”. Para 1930, la estrategia había reportado cerca de 25 mil suscriptores, y la escuela, inicialmente un plus para los lectores, era la verdadera estrella, a tal punto que la revista prácticamente había pasado a depender de ella y sus actividades, hasta su extinción, en la década del 60. Sin embargo, el mérito de La Cuisinière... no fue menor: sus años en la calle le alcanzaron para codificar, perfeccionar y transmitir cerca de siglo y medio de cocina francesa. Y eso significa haber constituido una de las más grandes colecciones de recetas del mundo.

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