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Salgán

 Por Diego Fischerman

Hay una especie de sonrisa, apenas insinuada. Algo así como un agradecimiento cansado. Y una comprobación de que todo está en orden. De que todo es igual que siempre. Después se sentará al piano y volverá a tocar, como desde hace más de medio siglo; volverá a jugar con las acentuaciones, a flotar por arriba del ritmo; volverá a llevar la tensión entre la melodía y el acompañamiento hasta el mismo borde de lo posible. Y el público lo aplaudirá, se sentirá incrédulo, se le acercará al final para saludarlo, para decirle que lo admira. Entre los asistentes, un compositor que acaba de estrenar una obra en el Centro de Experimentación del Colón, un argentino que vive desde hace años en Estados Unidos y que, entre otras cosas, hace un programa radial sobre tango en una universidad californiana, le preguntará a Horacio Salgán cómo hace. “No sé, no pienso”, contestará él. “Si pienso, por ahí no me sale.”
El pianista toca los mismos tangos que tocó toda su vida. Los arreglos son, también los mismos. La vieja orquesta aparece reducida primero a un dúo con guitarra eléctrica (es decir con Ubaldo De Lío, a esta altura su prolongación inevitable) y, después, como en su célebre grupo con Laurenz y Enrique Mario Francini, a un quinteto en el que la realeza del nombre se corresponde con la aristocracia del fraseo. Salgán es, como los dioses, anterior al tiempo e inalterable. Era maduro y era perfecto a fines de la década del 40 sin haber sido nunca antes principiante ni imperfecto. Era moderno en ese entonces y lo sigue siendo ahora sin que nada en su estilo haya cambiado. El placer de escuchar a Salgán, entonces, no es sólo musical. Es también el de la verificación de la eternidad, de lo inmutable, de lo que ya estaba y siempre estará. En su figura erguida, en la repetición de ese ritual inalterable donde cada sábado vuelve a hacer lo mismo, siempre igual y, por supuesto, siempre distinto, en esa sonrisa apenas insinuada, en su manera de pararse al lado del piano cuando llega al escenario, después de bordear al público y en la leve inclinación con la que agradece los aplausos, sucede lo mismo que en su manera de tocar el piano: Salgán juega con el tiempo.

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