PSICOLOGíA › PARA “REHABILITAR UNA EXPERIENCIA MáS íNTIMA CON EL PADECIMIENTO”

La compasión desterrada

El autor propone diferenciar la “memoria del rencor”, que considera “adictiva”, de la “memoria del dolor”, que “no se basa ciertamente en la subestimación del pasado ni en la amnesia de lo sucedido”.

 Por Luis Kancyper *

“¿Se ha desterrado de este mundo la compasión?” La pregunta de Shakespeare, formulada en El Rey Lear, cobra hoy en nuestro país y en el mundo más vigencia que nunca. El hombre, en nombre del poder de la razón, ha renegado del poder de los afectos. Y son precisamente los afectos, sentimientos o emociones los que dirigen el destino del hombre y orientan su pensamiento y sus actos. Cada emoción promueve una particular moción, un movimiento singular: el amor une, el odio separa, la envidia destruye y el resentimiento castiga y retiene al otro en un tiempo detenido, para poder legalizar, ante sí mismo y ante los demás, su derecho a la venganza y al ejercicio de la crueldad, que se opone precisamente al sentimiento de la compasión.

Con suma frecuencia se confunde el hecho mismo de experimentar sentimientos con sufrir, y de ese modo se pierde la función orientadora y luminosa que tienen los sentimientos para focalizar a los pensamientos y para guiar a las acciones en el campo individual y social. Además suele suceder que aquellos que detentan un poder autoritario son los que padecen de una miopía afectiva que les impide ver y reconocer que el otro no es un mero objeto sometido a los designios y manipulaciones de sus caprichos.

Necesitamos rehabilitar una experiencia más íntima con el padecimiento propio y ajeno, y no huir y renegar de él, para poder recuperar la memoria del dolor y no la memoria del rencor.

La palabra “resentimiento” se define como el amargo y enraizado recuerdo de una injuria particular, de la cual desea uno satisfacerse. Su sinónimo es “rencor”. Rencor proviene del latín, rancor (queja, querella, demanda). De la misma raíz latina deriva rancidus (rencoroso), y de ella, las palabras “rancio” y “rengo”.

El resentimiento es la resultante de humillaciones múltiples, ante las cuales las rebeliones sofocadas acumulan sus “ajustes de cuentas”, tras la esperanza de precipitarse finalmente en actos de venganza. A partir del resentimiento surge la venganza, mediante una acción reiterada, torturante, compulsivamente repetitiva en la fantasía y/o en su pasaje al acto. Surge como un intento de anular los agravios y capitalizar al mismo tiempo esa situación para alimentar una posición característica: la condición de víctima privilegiada.

Desde este lugar adquiere “derechos” de represalia, desquite y revancha contra quienes han perturbado la ilusión de la perfección infantil. Estos derechos los ejerce a través de conductas sádicas por las heridas narcisistas y por los daños traumáticos externos que pasivamente ha experimentado. Es en la venganza donde se revierte la relación. El sujeto resentido, en su intercambiabilidad de roles, pasa a ser, de un objeto anterior humillado, un sujeto ahora torturador.

El sujeto torturador anterior se convierte, durante la venganza, en un objeto actual humillado deudor, manteniendo la misma situación de inmovilización dual sometedor/sometido, con apariencia de movilidad.

Es mediante el resentimiento como el sujeto bloquea su afectividad, anulando también la percepción subjetiva del paso del tiempo y de la discriminación de los espacios, para lo cual inmoviliza a sus objetos y a su yo en una agresividad vengativa al servicio de poblar un mundo imaginario siniestro.

El resentimiento, en su nexo con la temporalidad y el poder, nos permite diferenciar la memoria adictiva del rencor de la memoria del dolor. La memoria del rencor se atrinchera y se nutre de la esperanza del poder de un tiempo de revancha a venir, mientras que la memoria del dolor se continúa con el tiempo de la resignación. No se basa ciertamente en la subestimación del pasado, ni en la amnesia de lo sucedido ni en la imposición de una absolución superficial, sino en su aceptación con pena, con odio y con dolor, como inmodificable y resignable, para efectuar el pasaje hacia otros objetos, lo cual posibilita procesar un trabajo de elaboración de un duelo normal.

“Es la memoria un gran don,/ Calidá muy meritoria/ Y aquellos que en esta historia/ Sospechen que les doy palo/ Sepan que olvidar lo malo/ También es tener memoria”, dijo Martín Fierro. La memoria del dolor admite al pasado como experiencia y no como lastre; no exige la renuncia al dolor de lo ocurrido y lo sabido. Opera como un no olvidar estructurante y organizador; como una señal de alarma que protege y previene la repetición de lo malo y da paso a una nueva construcción. En cambio, la repetición en la memoria del rencor reinstala la compulsión repetitiva y hasta insaciable del poder vengativo.

En el rencor, la temporalidad presenta características particulares, manifiestamente una singular relación con la dimensión prospectiva. La repetición es la forma básica de interceptar el porvenir y de impedir la capacidad de cambio. La memoria del rencor, a diferencia de la memoria del dolor, está regida, no por el principio de placer-displacer ni por el principio de realidad, sino por el que podría llamarse principio de “tormento”.

“Yo no podía estar conmigo mismo a pesar de que me dispuse a cerrar en lo posible mis cuentas con el pasado y a establecer una nueva lucha. En cuanto estaba conmigo mismo me venía implacablemente a la conciencia el hiriente sentimiento de culpa, un pensar calamitoso. En esos casos mi desesperación alcanzaba grados tales que yo llegaba a temblar físicamente y aún a la fiebre misma sin saber qué hacer de mí para castigarme o mortificarme. Huía, pues, de todo encuentro conmigo y sólo la cólera me servía para distraerme de mí y dar un escape a mi tormento interior. Caminaba cargado de remordimientos, furioso, siempre irritado contra mí, con terrible furia y recóndita y agria pesadumbre, insoportable e insoportante”, dice un relato del escritor Eduardo Mallea.

El sujeto rencoroso (resentido y remordido) es un mnemonista implacable. Se halla poseído por reminiscencias vindicativas. No puede perdonar ni perdonarse. No puede olvidar. Está abrumado por la memoria de un pasado que no puede separar y mantener a distancia del consciente.

La vivencia del tiempo, sostenida por el poder del rencor, es la permanencia de un rumiar indigesto de una afrenta que no cesa, expresión de heridas traumáticas que no logra elaborar, no sólo en el propio sujeto y en la dinámica interpersonal, sino que esta sed de venganzas taliónicas pueden llegar a perpetuarse a través de la transmisión de las generaciones sellando un inexorable destino en la memoria colectiva.

Shakespeare inmortaliza en su obra Romeo y Julieta la relación directa que se establece entre el destino trágico de los protagonistas y la antigua historia de rencores y de poderes entre los Montescos y Capuletos.

Ya desde el prólogo dice: “Venid a ver el surco rápido y fatal. La huella de muerte y de dolor que han dejado estos amores. Venid a contemplar el odio tradicional de estas dos familias, que sólo pueden aplacarse ante los cadáveres de dos adolescentes”.

Los resentimientos y remordimientos conscientes e inconscientes, suscitados por el que Freud llamó “narcisismo de las pequeñas diferencias” entre las religiones, los pueblos y las naciones, han originado devastadoras consecuencias por el repetitivo resurgimiento de un poder fanático que ha irrumpido con ferocidad a lo largo de la historia de la humanidad, como consecuencia de la recurrente activación del poder de estos afectos.

“Algún necio humanista podrá decir lo que quiera; pero la venganza ha sido desde siempre y seguirá siendo el último recurso de lucha y la mayor satisfacción espiritual de los oprimidos”, escribió Zvi Kolitz en José Rákover habla a Dios. El rencor abriga una esperanza vindicativa que puede llegar a operar como un puerto en la tormenta en una situación de desvalimiento; como un último recurso de lucha, tendiente a restaurar el quebrado sentimiento de la propia dignidad, tanto en el campo individual como social.

El poder del rencor suele promover no sólo fantasías e ideales destructivos. No se reduce únicamente al ejercicio de un poder hostil y retaliativo. También puede llegar a propiciar fantasías e ideales tróficos, favoreciendo el surgimiento de una necesaria rebeldía y de un poder creativo tendientes a restañar las heridas provenientes de los injustos poderes abusivos originados por ciertas situaciones traumáticas. El sentido de este poder esperanzado opera para contrarrestrar y no sojuzgarse a los clamores de un inexorable destino de opresión, marginación e inferioridad. Estas dos dimensiones antagónicas y coexistentes del poder del rencor se despliegan en diferentes grados en cada sujeto y se requiere reconocerlas y aprehenderlas en la totalidad de su compleja y aleatoria dinámica.

Pero si el sujeto sólo permanece fijado a las ligaduras de la memoria del rencor, quedará finalmente retenido en la trampa de la inmovilización tanática del resentimiento de un pasado que no puede resignar. Pasado que anega las dimensiones temporales de presente y del futuro. Sólo el lento e intrincado trabajo de elaboración de los resentimientos y remordimientos posibilitará un procesamiento normal de los duelos para efectuar el pasaje de la memoria del rencor a la memoria del dolor.

Recién a partir de esto, el sujeto rencoroso depondrá su condición de inocente víctima que reclama y castiga y logrará acceder a la construcción de su propia historia como agente activo y responsable y no como reactivo a un pasado que no puede olvidar ni perdonar.

La memoria del dolor, dijimos, no intenta no anular el pasado, sino recordarlo y elaborarlo, con la finalidad de edificar un presente y un futuro diferentes, sustentados sobre los poderes de la creatividad, solidaridad y amistad, que contrarresta la lógica bursátil de los valores especulativos, inherentes a los afectos hostiles de la crueldad infantil, el sadismo y la indiferencia.

Pero ¿cómo incluir también en estos momentos de crisis las tres dimensiones del tiempo, pasado, presente y futuro? Si bien el momento coyuntural de la solidaridad es perentorio, necesario e impostergable, se requiere al mismo tiempo incluir una revisión detallada y profunda del origen de nuestros pesares del ayer, para lograr un cambio de las estructuras de nuestra sociedad en el presente, con miras a un futuro.

Dicho cambio requiere, ineludible, el poder afectivo de la compasión.

El término compasión involucra una participación afectiva en la desgracia ajena. Es el registro de un sentimiento de pena, provocado por el padecimiento de otros, e implica un impulso de aliviarlo, remediarlo o limitarlo. Compasión no es lástima, ni piedad ni conmiseración. Hay diferencias de matices entre éstos términos.

Pero, para que haya compasión, resulta necesaria, como precondición, una aptitud para el reconocimiento de la alteridad y de la mismidad. Del otro lado, el dominio de la crueldad aparece como el contrario mismo de este reconocimiento, puesto que implica la dominación y la apropiación totalitaria del otro como un objeto-cosa, lo cual supone la negación del otro como tal.

La compasión funda una lógica horizontal que contrarresta el abuso autoritario de un poder vertical y reabre una esperanza posible basada en un proceso de trabajo, transformación y esfuerzo mancomunados.

Los hombres de todos los tiempos viven de esperanzas. “Cuando la esperanza está justificada, vuela con alas de golondrina. De los reyes hace dioses y de las más modestas criaturas, reyes.” (Shakespeare, Ricardo III.)

* Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina y full member de la IPA.

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Romeo y Julieta, en versión representada en 1895 en el Lyceum Theatre de Londres.
 
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