PSICOLOGíA › ENTREVISTAS PSICOLóGICAS CON UN JOVEN AUTOR DE DELITOS

Un chorro de ley

“La primera vez que nos vimos fue duro él, y dura yo. Nos miramos desconfiados y calculamos distancias”: así relata la autora de esta nota el comienzo de una serie de entrevistas psicológicas con un “pibe chorro”, en un centro comunitario de una villa bonaerense.

 Por Silvia Sisto *

Paulo tiene 17 años y –aunque parezca una contradicción– es un delincuente de ley. La escena transcurre en un centro comunitario en una villa del Gran Buenos Aires. A Paulo lo manda el juez; forma parte de un programa de atención de chicos judicializados.

La primera vez que nos vimos fue duro él, y dura yo. Nos miramos desconfiados y calculamos distancias. Pregunté preciso y concreto, no dejé mucho margen. Casi me sentía interrogándolo: “Edad, nombre, teléfono, con quién vivís”. El, esquivo, apurado y amenazante: “Me tengo que ir rápido, me esperan afuera”. Se mostraba inquieto y en zozobra, todo el tiempo mirando hacia afuera. Miraba su celular y su reloj.

–Todavía no. Yo te digo cuándo te vas.

Tres minutos después le di el okey: “Andá, te espero el jueves que viene”. Antes de que se fuera –y éste es un detalle importante–, él y yo agendamos el celular del otro en el propio.

Jamás creí que volvería, pero volvió. Creo que lo había captado mi estilo inquisidor. El esperaba encontrar a la psicóloga y, lamento decirlo, yo parecía una celadora de instituto de menores. A “la psicóloga”, como él y otros chicos dicen, nos tienen muy caladas. El semblante tenía que ser otro. Este no lo calculé, salió casi visceralmente, mi cuerpo respondió a su adrenalina.

Probablemente, ante este semblante su masoquismo encontró una buena horma; su sadismo, parece, podía esperar.

El siguiente jueves Paulo fue puntual en varios sentidos. Habló:

–Yo, para salir a robar, ni tomo ni me drogo. Salgo bien consciente. Empecé a los catorce, me agarraron dos veces, y ahora me manda el juez.

–¿Y cómo te sentís?

–Bien, ahora bien. Voy a la escuela, me está yendo bien y cuido a mi hermanito de doce años. Si se llega a meter a chorro, lo cago a patadas.

–Ah, mirá qué piola. ¿Y vos para qué te metiste a chorro?

–No sé, la verdad no sé, las juntas. Estaba ahí me dijeron y fui. ¿Vamos a trabajar a un McDonald’s? Bueno, vamos.

–¿A trabajar?

–Sí, así se le dice para que los que escuchan cuando hablás no te descubran: vamos a trabajar un Coto, un Norte, lo que sea.

–¿Te acordás de la primera vez?

Como en cualquier cosa, los debuts marcan sesgos para bien y para mal. La primera vez no es la primera, sabemos que por lo menos es la segunda, pero es la que Paulo puede relatar, para pasar rápidamente a la serie. Cuenta entonces del miedo de la primera vez; él miraba lo que hacían los otros, él estaba atrás y observaba.

–Temblaba de miedo y los guachos iban rápido. Después me cansé de andar con ellos porque los agarraron, se mandaban cagadas y entonces me junté con otros pibes y casi siempre yo daba las órdenes.

–¿Y eso cómo se decide?

–Ahí en el momento: el que manda, manda, y listo. Yo grito: “Eh, guacho, para allá”; “Eh, guacho, cuidado atrás”. Y listo.

–¿Guacho?

–Sí. Para que no te conozcan el nombre.

–Qué cosa. Porque guacho es el que no tiene ni padre ni madre.

–Y sí... La verdad, mis viejos ni se la imaginaban.

–Los sorprendiste.

–Y, sí –dice sonriendo.

Cuenta que ese miedo de la primera vez pasó rápidamente, en realidad pasó cuando él empezó a mandar: él, que no se droga ni está borracho y que cuida al hermano; él, que parece poder ejercer la autoridad que, en sus padres, es sólo sorpresa. Entonces, en realidad, el mayor miedo es que nadie mande. Por eso cuando yo me planté frente a él, mandando, en cierto sentido lo alivió. Las veces que cayó preso, fue por la falta de líder o de líder “consciente”, como él dice.

Cuenta también de las reglas y las pautas que hay que cumplir para que no te maten. Una es de ley: “Si un ‘mulo’ (llama así a los empleados de seguridad de los supermercados, que son menos que ‘gorras’, policías, son los que llaman a la policía y muchas veces no están armados), si un mulo se te viene encima tirale, pero no para bajarlo, siempre a las piernas”. Le pregunto si esto le sucedió, si tuvo que disparar.

–Sí, en un videoclub. El tipo me quiso abrazar y yo estaba armado, así que miré para abajo, tranquilo, y le tiré en una pierna. Yo no entiendo por qué la gente se hace matar por la plata.

Me dan ganas de gritarle: “¡Pibe, vos hacés lo mismo! ¿Para qué?”. Y ahí caigo. Caigo, cuando me cuenta que tiene ahorros, que logró juntar plata para su cumpleaños de dieciocho, que va a hacer una gran fiesta. También tiene una moto escondida, y ropa que nadie le pregunta de dónde la saca. El se podría hacer matar por lo que no tiene; da su cuerpo para conseguir lo que no tiene. Los otros arriesgan su vida por lo que tienen, son unos estúpidos. Podríamos arriesgar: él tiene cuerpo, los otros vida. En el cambio, siempre pierde pero lo hace para ganar una vida más allá de su propio cuerpo, ese que cuida desde atrás, como dijo en sus relatos sobre la primera vez.

¿Será que Paulo está hablando de amor? El amor es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es, dice una fórmula de Jacques Lacan. El entrega su cuerpo creyendo que lo que le falta es eso que el otro tiene, vida. Se arma entonces un encierro amoroso. Ahora que él tiene ahorros suficientes, ya no sale a robar: dice sentirse seguro así, con plata guardada para una fiesta.

Si en algo me sorprendió en este caso es el punto del ahorro: cierta dosificación en pos de lograr su objetivo. Otros pibes de la zona que no roban, que trabajan, no logran ahorrar: “Se deliran la plata en cerveza, paco o lo que pinte”. La gran diferencia, creo, es que a Paulo lo ordena cierta significación fálica, es decir, que es capaz de estar en relación con la ley: su modalidad discursiva, su forma de relatar, su respuesta a mis intervenciones hablan de la posibilidad de una articulación. Me pregunto si él podrá descubrir alguna otra manera de encontrar vida. Si el robo es un acto de amor, ¿a quién estará dirigido? Podría ser a los padres; él reconoce haberlos sorprendido pero no más que eso, lo cual es un problema.

Finalmente me pregunto: su adrenalina, en el primer encuentro, ¿estaba en relación con el encuentro conmigo fuera de las reglas de su juego, o pensaba robarme? Tal vez sí, por eso al apurarlo de entrada le gané la parada de jefe. Acá mando yo y además en ésta vamos juntos.

Aún no hemos avanzado en historias de su infancia o de su vida familiar. Los únicos relatos que aparecen son los de la banda. Hace de estas historias su baluarte fálico: él ocupa el lugar de jefe luego de que otros jefes se mandaron macanas. Igual que con su hermano, a quien él controla que no afane. Sus padres están separados y su mamá trabaja todo el día. Al padre casi no lo ve. Tal vez sólo asoma cuando Paulo lo “sorprende”.

Y no puedo dejar de recordar a Donald Winnicott cuando habla del llamado antisocial que, en su acto delictivo, se presenta como sujeto. Es de esperar y de suponer entonces que Paulo sigue o seguirá robando, ahí podrá ser jefe y someterse a las leyes que, como tal, lo implican.

* Trabajo publicado en Psyche Navegante Nº 83; www.psychenavegante.com.ar

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