PSICOLOGíA › LA AUTORIDAD, EN VERSIóN FEMENINA

Cleopatra vuelve

El autor interroga por la autoridad que legitima el poder y encuentra “una lógica masculina de la autoridad” que, bajo la sociedad de control, produce “un penetrante efecto de despersonalización”. Pero discierne también una autoridad femenina, simbolizada por la Cleopatra de la película de Mankiewicz, que enuncia: “No soy tu esclava, tú eres mi huésped”.

 Por Marco Focchi *

El mundo contemporáneo se ha habituado a una cada vez mayor presencia femenina en los lugares de poder. Tenemos mujeres ministras, mujeres emprendedoras, dirigentes, periodistas de relieve, formadoras de opinión pública. En Italia en este momento la presidencia de la Confederación General de la Industria y la secretaría de uno de los sindicatos más representativos son sostenidas por las mujeres; asimismo, la presidencia de la Radio Televisión Italiana (RAI), que es la agencia cultural más influyente del país. En el mundo anglosajón tenemos la presencia decisiva de figuras como Ariana Huffington, Ophray Winfrey, Hillary Clinton. Estados Unidos, Francia y China son las naciones con la más alta concentración de mujeres de poder. Estamos viendo un hombre de color en la presidencia de los Estados Unidos, no es difícil imaginar que veremos pronto a una mujer en la conducción de la mayor potencia del mundo occidental.

Por un lado podemos decir que hoy día los medios conceden cada vez más atención al fenómeno de las mujeres en el poder, exhibiendo de ellas una proliferación de imágenes. Por otro lado, tendremos que considerar que seguramente hay un crecimiento cuantitativo del poder femenino, si bien este fenómeno no resulta típicamente moderno. La historia está ornamentada por las figuras luminosas de emperatrices y reinas, de Teodora a Isabel de Castilla, de Isabel I de Inglaterra a Catalina de Rusia, por tomar solo las primeras que vienen a la mente.

¿Hay un estilo que podemos definir como femenino en la gestión? ¿O el poder es simplemente un lugar de decisión operativo, en el cual siempre han podido ingresar las mujeres particularmente enérgicas, que supieron superar los prejuicios y los obstáculos materiales de su época para investirse de un rol administrado con una expresión y determinación tal que les hizo destacarse por sobre la competencia masculina, en un terreno caracterizado por la connotación fálica? No es este, a mi parecer, el problema decisivo y, sin duda, les cedo aquí gustosamente la palabra a los argumentos de diversas escuelas de pensamiento.

En cambio, me parece más interesante interrogar las fuentes de legitimación del poder: aquello que hace que un poder sea ejercido legítimamente y la autoridad que lo sostiene. Sabemos que a partir de la modernidad la forma tradicional de la autoridad está en crisis. Si queremos tomar una imagen representativa del desencadenamiento de esta crisis debemos ir a la Dieta de Worms, en 1521, cuando Lutero declara, frente a Carlos V, que solo puede obedecer a su propia conciencia. Carlos V, emperador por derecho divino, sólo puede decir: “Me debes obediencia porque Dios está detrás de mí para guiar las decisiones que tomo por todos ustedes”. Lutero, escuchando sólo su propia conciencia, le responde: “Dios está dentro de mí”. Es el primer paso para eliminar el fundamento sobre el cual se apoya la autoridad: “Dios no está detrás o sobre mí, está dentro de mí”, dice.

Después de este primer paso la disgregación de la autoridad tradicional ha sido imparable, hasta arribar hoy día al escepticismo generalizado en la política, al abstencionismo masivo, al funcionamiento rutinario que delega todas las decisiones en los procedimientos y la burocracia administrativa. No hay un vacío de poder en la sociedad occidental, pero seguramente hay un vaciamiento de la autoridad, que trae consigo un progresivo abandono de la responsabilidad, una generalización de la victimización, un cese de los mecanismos de transmisión en el seno de las instituciones educativas.

Ahora bien, de un lado surgen las invocaciones a un retorno salvífico de la autoridad tradicional; por otro lado, la pérdida de la credibilidad en la autoridad tradicional se ve compensada aferrándose a la certeza de la ciencia, que extiende desmedidamente el dominio racional en campos donde el sujeto, que no responde al cálculo, se ve puesto en cuestión, bajo la modalidad de las programaciones y los experimentos de los procedimientos científicos basados en la evidencia (evidence based). En nuestros debates sobre la declinación del Nombre del Padre entramos en esta vía, y pienso que tenemos algo para decir acerca del modelo caracterizado por la lógica masculina con el cual funciona la autoridad tradicional.

En la sociedad de la soberanía, la autoridad procedía legitimando el control del territorio. En las sociedades disciplinarias todo se ha desplazado al control de los cuerpos. En la sociedad en la cual vivimos, donde en cada esquina de la calle hay una cámara de video, el control se ha generalizado y, mediante la palabra imperativa lanzada al ruedo por los medios, se designa quién es creíble y quién no. La prevención, saliendo del ámbito sanitario ha devenido un imperativo universal. La lógica masculina de la autoridad siempre ha funcionado prohibiendo y consintiendo, y el monopolio de la credibilidad en la sociedad de control ha asumido toda la prerrogativa con un penetrante efecto de despersonalización.

¿Podemos imaginar un modelo distinto de autoridad de aquello implícito en la lógica masculina del prohibir y el consentir y que tenga en sí mismo los rasgos de un rostro femenino? Quisiera extraer de la antigüedad un ejemplo que me parece tiene todas las cartas en regla para presentarse en el mundo hipermoderno. Plutarco cuenta una divertida anécdota de la vida de César. César, habiendo llegado a Egipto para encauzar la disputa dinástica de Ptolomeo, se establece en Alejandría, en el palacio de donde había huido Cleopatra. Cuando la reina egipcia decide presentarse al César, se hace llevar en secreto al palacio por un siervo, envuelta en una alfombra. En el inolvidable film Cleopatra, de Joseph Mankiewicz, la reina tiene el rostro irresistible de una Liz Taylor apenas treintañera. Cuando el esclavo es llevado a la presencia del general romano con la alfombra en los brazos, un desconfiado César tantea el tapiz con la punta de su espada, pero Apollodoro, el esclavo, lo frena: “¡Se trata de un tejido muy preciado!”. César ya impaciente tira con brusquedad del borde del tapiz para desenrollarlo y he aquí que Cleopatra rueda afuera, enmarañada y espléndida, radiante de belleza y de despecho. César, estallando en carcajadas, la ayuda a enderezarse y se apresura a despedir a Apollodoro dándole instrucciones de que prepare una habitación para la reina. Pero, cuando Apollodoro está por salir, Cleopatra lo intima: “¿Acaso yo te he dicho que te vayas?”. Luego, volviéndose a César, le dice: “Este es mi palacio César, todo lo que hay aquí está sujeto a mi voluntad; yo no soy tu esclava, sino que tú eres mi huésped.”

Se puede leer esta escena como una pulseada entre dos potencias que se confrontan, donde hay una disimetría interesante en el movimiento con que Cleopatra da vuelta la situación. “No soy tu esclava, tú eres mi huésped.” El acento recae sobre el lugar.

César controla materialmente el palacio con sus guardias pero, sin embargo, él está en el territorio de Cleopatra; es tan sólo viniendo de ella como tal cosa puede tener lugar.

La declinación femenina de la autoridad, que deseo proponer, es la siguiente: si en la lógica masculina la autoridad es aquella que prohíbe o consiente ejercitando así un control, en la versión femenina la autoridad es esto que dona lugar, es esto que produce acontecimiento.

La autoridad es un modo de tratar lo real; del lado masculino, la lógica es la ciencia de lo real. En esta perspectiva, el real se encuentra siempre como imposible. En la feminidad, en cambio, lo real no es el residuo que resiste a la lógica, porque en la feminidad el goce no está focalizado en el falo, no pasa por la filiación lógica ni por las torsiones de la dialéctica. La legitimación no tiene necesidad de equilibrarse entre negación y afirmación, ni de tener bajo control una situación a fin de prevenir las sorpresas. Al contrario, todo nace del gesto que sorprende, del acontecimiento imprevisto.

Hacer acontecer y no prevenir el evento, es esto lo que preside a una forma de autoridad, de la cual deberemos explorar sus recursos, antes que apelar a los tiempos perdidos donde las águilas volaban altas en los cielos del imperio, o pedir auxilio a las certidumbres de una ciencia que tiene potentes medios para tratar la materia inerte pero que se convierte en estafa cuando queremos hacerle expresar en una fórmula los secretos del goce.

La escaramuza y la dama

En cuanto a la relación que la autoridad y el poder tienen con lo real, el poder es mucho más pragmático, alude al lugar en el cual se toman decisiones. En este sentido es más neutral respecto de la sexuación. No es a partir del lugar del poder como es puesta en juego la discriminación fálica. El poder afecta al hecho de ocupar un lugar a partir del cual es posible dar una dirección a los acontecimientos. Pero es la autoridad el lugar que legitima el hecho mismo de que puedan producirse acontecimientos políticos. Si el poder es un lugar concreto de operaciones, la autoridad es más bien un lugar simbólico. Y aquí podemos ver las mutaciones de lo simbólico respecto del hecho que este lugar se configure según la lógica masculina, o fálica, o según la lógica femenina, o suplementaria. Es con respecto al carácter fálico (los símbolos imperiales del soberano) que la autoridad se configura como prohibición o consenso, mientras que es con respecto al carácter suplementario del goce femenino que la autoridad se configura como legitimación productiva. Por ejemplo, en los salones del siglo XVIII, eran los literatos los que entrecruzaban las escaramuzas de sus discursos, pero esto era posible sólo porque las damas, señoras del lugar, creaban el ámbito en el cual esto podía advenir y lo legitimaban con su presencia.

Otra cuestión concierne al movimiento con el cual Cleopatra da vuelta la situación en la que César quiere ponerla, sustrayéndose de su control y tomando la iniciativa. Es un movimiento al revés. Hay algo de análogo en la mitología griega, y de esto nos habla Vermant cuando se refiere a la estrategia de la astucia. La Grecia antigua nos ofrece dos modelos: uno es el del pulpo que con sus tentáculos inmoviliza al adversario, y se acerca sin ser advertido gracias a su capacidad mimética. Esto me parece más afín a la modalidad masculina que contrasta, bloquea, domina usando la fuerza. El otro modelo es el del zorro que se ofrece como cebo al pájaro que quiere capturar, pero cuando el predador, bajando en picada, está encima suyo, él da un salto dando vuelta la situación y capturando a quien lo iba a cazar. Esta estrategia me parece más afín a la posición femenina, donde la mujer se pone en juego a sí misma, ofrece su propia presencia, la propia apariencia, no se mimetiza, para subvertir después a último momento la situación con un movimiento sorprendente.

* Exposición contenida en el volumen del VIII Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis El orden simbólico en el siglo XXI no es más lo que era. ¿Qué consecuencias para la cura?, que distribuye en estos días ed. Grama.

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