PSICOLOGíA › CATáSTROFES Y SALUD MENTAL

“Retorno de los infiernos”

 Por Mirta Holgado *

Las catástrofes causan desorganización psíquica y social; ponen de manifiesto la fragilidad del orden social. Así lo expresó Slavoj Zizek (en el artículo “La fragilidad del orden social”) a propósito de lo acontecido en Nueva Orleáns tras el paso del huracán Katrina. En esa ciudad, a donde viajé como integrante del equipo de asistencia en salud mental enviado desde la Argentina, supimos que en los centros de evacuación, especialmente en el estadio llamado el Domo, ubicado en una zona muy céntrica de la ciudad, hubo reiteradas situaciones de robos y hasta de asesinatos. Increíblemente eran personas que habían sido evacuadas por los organismos de rescate con el fin de proteger sus vidas ante el huracán o ante los saqueos que se producían en todo lugar que hubiese algo que obtener; también se ocupaban viviendas vacías, hoteles y otros edificios. Por temor a eso muchas personas se negaron a abandonar sus casas, jugándose la vida por conservar sus pertenencias. Zizek advierte sobre el miedo a ver desintegrarse el tejido social, que se presenta cuando se produce un accidente natural o tecnológico, y agrega que este sentimiento de fragilidad de nuestro vínculo social es en sí mismo un síntoma y que, en el preciso lugar donde uno esperaría un impulso de solidaridad ante la catástrofe, estalla el egoísmo más despiadado.

Estas reflexiones podrían reiterarse en todas y cada una de las situaciones de desastre, no importa cuál fuese el lugar donde hayan ocurrido ni las características del evento; aun aquellos que se originan por excesos de la naturaleza siempre dejan al descubierto las falencias humanas: lo que debería haberse hecho y no se hizo.

Cuando esa desorganización se produce, tanto en el psiquismo de las personas como en lo social, se evidencia un retorno a las conductas más primitivas y miserables del ser humano, esas que habitan en todos nosotros, pero que se encuentran apaciguadas de modo que pueda ser posible una convivencia en sociedad. Al decir del psicoanalista Moustapha Safouan (La palabra o la muerte), “entre dos sujetos no hay sino la palabra o la muerte, el saludo o la piedra”, aludiendo al camino realizado por el sujeto humano desde lo primitivo de la destrucción del otro a la posibilidad, a través de la palabra, de una organización con los otros. Este camino, sin embargo, tiene permanentes vaivenes, y en situaciones extremas se evidencia la vuelta a lo primitivo.

Safouan se pregunta también de qué serviría la palabra impuesta cuando no se puede hacer uso de la razón. Lo menos que puede decirse es que, si la palabra nos une, no es por las leyes que establece, sino por las leyes a las que ella misma se somete; las únicas leyes que permiten la constitución del sujeto como sujeto de la palabra. No se puede hablar y matar al mismo tiempo, por lo que la palabra supone una escucha.

La referencia a lo primitivo del ser humano también aparece en el estado de desvalimiento en el que se encuentran los sujetos luego de una catástrofe, desvalimiento con el que el sujeto humano nace y que se manifiesta con toda crudeza cuando atraviesa situaciones que lo ponen en el límite de lo tolerable. En ese estado, con muy poca disponibilidad de palabras que den cuenta de lo que les está ocurriendo, encontramos a los sobrevivientes de la catástrofe.

En boca de muchos de ellos aparece a menudo la palabra “infierno” como imprecisa referencia evocadora de la experiencia que han vivido. El infierno –en términos de metáfora– constituye un lugar mítico y misterioso del que no podemos poseer ningún conocimiento verídico (Louis Crocq, “El retorno de los infiernos y su mensaje”, en Revista de Psicotrauma). Se lo puede evocar a través de representaciones mentales inadecuadas, forjadas por lo imaginario, en las leyendas de las diversas culturas. Se dice que es lugar de sufrimientos, castigos y expiaciones. Por lo tanto, cuando el soldado sobrevive a un combate mortífero, cuando el civil escapa de un bombardeo apocalíptico, cuando la víctima emerge de los escombros de una gran catástrofe o cuando acaba de sufrir los horrores de la violación o de la tortura, dicen que “retornan del infierno”. Forman parte de una experiencia de muerte, de horror y de sufrimiento, pero también de una profunda modificación de la existencia que va a manifestarse en el reencuentro con los otros. Es –al decir de Fernando Ulloa– una encerrona trágica, cuyo efecto siniestro provoca una forma de dolor psíquico y se presenta como situación sin salida, en tanto no hay un tercero que represente lo justo y rompa el cerco. El síntoma típico es la resignación.

El sujeto está todavía impregnado de su viaje a los infiernos; conserva las visiones y las vivencias que allí ha conocido y tiene una cierta perplejidad, una duda sobre la realidad de eso que reencuentra y sobre su propia existencia. Ya no reconoce su mundo anterior, que le parece lejano, no familiar, y ya no reconoce a sus semejantes, que le parecen extraños y hasta hostiles. Le parece que los demás no pueden comprender lo que él les dice, lo que le ha ocurrido, y renuncia a hablarles. Por lo mismo, no puede recuperar su temporalidad normal y su tiempo permanece suspendido, fijado al instante del trauma y reconstruyendo un pasado mortífero. Finalmente, el sujeto no se reconoce a sí mismo, y los testimonios abundan en imágenes evocativas de esta despersonalización: yo muerto, yo momificado. Amortajamiento de la personalidad, transfiguración de la persona, cambio de alma.

Fundamentalmente, esta alteración subjetiva se caracteriza por el establecimiento de una nueva relación del sujeto con el mundo, con los otros y consigo mismo. Una nueva manera de percibir, de sentir, de pensar, de querer y de actuar. Frecuentemente da lugar a la aparición del odio, en el que el otro no existe, está ausente. El odio no remite a lo imaginario, sino a lo simbólico: lo simbólico, en tanto, ha roto sus lazos con lo imaginario. Quien está dominado por este afecto necesita eliminar del mundo a quien considera el causante de su desdicha, se presenta como portador del bien y sólo se propone destruir a ese otro que lo dañó.

¿Qué intervención es posible en salud mental, después de una catástrofe? Dar cuenta de esto incluye también implicarse con lo que, como sujetos, puede pasarnos en ocasión de participar de una experiencia tan diferente de la esperable en un consultorio o incluso en un centro de salud mental. La situación es diferente, no sólo porque lo que ocurre es excepcional, sino también porque el objetivo de esta intervención es muy distinto al de otras. En estas situaciones, se trata de lograr que en los damnificados se restaure la capacidad de ordenar y organizar el mundo que les era habitual y que perdieron en la catástrofe. Se trata de restaurar un funcionamiento en el que vivían con cierta estabilidad.

Podría decirse que esta situación es propia de las urgencias subjetivas, donde también se trata de lograr el retorno a cierto equilibrio previo, pero aquí no sólo se encuentra en urgencia el sujeto, sino también todo el contexto; “Aun el tiempo está en constante fluctuación”, como manifiesta Paul Auster en El país de las últimas cosas. Entonces, en medio de la desorganización psíquica y social, se hace imprescindible una función ordenadora. En lo social, se suele recurrir a la militarización, con las consiguientes reglas: estado de sitio, toque de queda. En cambio, en lo psíquico, lo ordenador no puede estar dado por medidas represivas, sino por una intervención que, mediante la palabra, promueva el retorno al orden simbólico perdido, apuntando a sostener lo que está por desarmarse o ya se ha desarmado.

* Extractado de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista ImagoAgenda.

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