PSICOLOGíA › PARADIGMA CLáSICO DE LA SEDUCCIóN

Don Juan y el “odore di femina”

La figura de Don Juan es “un sueño femenino”, el del hombre que lo tiene todo, pero también –advierte el autor– encarna el sueño masculino de “hacer mujer a una mujer, posibilitar su segundo y decisivo nacimiento: es como brindar y luego romper la copa del brindis”.

 Por Osvaldo M. Couso *

El mito de Don Juan, que nos llega desde el Siglo de Oro español, adquiere diferentes modos expresivos y diferentes desenlaces según la época histórica. Tal vez porque en ellas cambia el valor otorgado al deseo y al amor. La posición de Don Juan puede considerarse ética o moralmente cuestionable, ya que sigue los dictados de su sensualidad, sin importarle el sufrimiento que puede desencadenar en una mujer cuando ésta se enamora de él. Don Juan es un seductor que no se enamora, que sólo juega a seducir y está determinado por lo que significa placer, lo que Nietzsche denominaría dionisíaco, vinculado a lo demoníaco, la pasión y la embriaguez. El predominio del deseo por sobre el plano amoroso hace que para el seductor no cuenten los compromisos o pactos simbólicos. Para él sólo se trata de un momento, de lo inmediato. Para él un compromiso hace que el amor pierda la pureza y el encanto, absorbidos por el hábito.

Don Juan no busca en una mujer alguien excepcional o al menos singular, no busca lo que la distingue y diferencia de las otras. Por el contrario, busca lo común, lo que las iguala, lo que le permite ponerlas en la lista como “una más”.

Pero la figura de Don Juan no es unívoca; coexisten en ella aspectos contradictorios. Habría al menos dos modos de pensar al Don Juan: en un caso predomina la cantidad de mujeres seducidas y en otro el modo en que son seducidas. El Don Juan de la ópera de Mozart pertenece al primer grupo. La lista –1003– que su asistente Leporello confecciona no es un detalle menor, sino esencial. Pero hay otro Juan, magistralmente desarrollado por el filósofo danés Soren Kierkegaard en su Diario de un seductor. Allí Juan relata pormenorizadamente su experiencia a través de un diario que prácticamente puede considerarse un manual de seducción, una guía que detalla los pasos que, como en una partida de ajedrez, el seductor va ejecutando con enorme cinismo pero también con precisión milimétrica, con el fin de alcanzar el fin buscado. El seductor desarrolla su acción como un general conduce un ejército para conquistar el bastión enemigo. Una vez llegado ese momento, en un acto que podría asimilarse a una traición o un engaño, el seductor abandona a su seducidavíctima, porque considera logrado su objetivo de transformar en mujer a la virginal muchacha.

En este último modo de seducción, el seductor tiene conciencia de sus seducciones, las planifica y calcula. En el erotismo del Don Juan de Mozart, en cambio, la seducción se da de un modo inmediato y sin planificaciones ni estrategias, ni tampoco reflexión posterior para valorar los actos. El sólo sigue sus impulsos, con la meta de inmediatas satisfacciones. Todo es el momento, todo es ligereza y diversión. Puede decirse que es un verdadero esteta, disfrutando del instante y de lo que sus deseos le piden.

Lo que establece una conexión estructural entre uno y otro tipo de seductor, lo que acerca al Don Juan de Kierkegaard y al de Mozart es el momento en que, una vez logrado su éxito, abandonan a la seducida. Pero ese abandono, en el Don Juan de Kierkegaard, es, paradójicamente, un acto de amor. Es un acto tendiente a que la (ahora) mujer, soportando el desengaño, pueda librarse de la idealización que había constituido en la figura masculina. Para que la muchacha pueda olvidarlo, no vacila en ubicarse como un canalla que la ha engañado. Así la seducción, lejos de sostener una celebración de la sensualidad (como en la ópera de Mozart), o una celebración del amor y la unión de los amantes (como estaba implícito en desarrollos previos de la obra de Kierkegaard), es la obra de un filósofo o un religioso, es casi una misión de vida: la creación de una verdadera mujer.

“El lo tiene todo”

En el Seminario X, “La angustia”, puede encontrarse la idea de Lacan de que “Don Juan es un sueño femenino”. Don Juan encarna para ellas la idea de un hombre que fuera perfectamente igual a sí mismo, un hombre al que “no le falta nada”. Karl Abraham (Psicoanálisis clínico, ed. Hormé, 1959) resaltó un rasgo que es de muy general observación en las mujeres: sufren, padecen haber nacido mujeres casi como si les hubiera sucedido una desgracia. Toman su sexo como una herida, confunden diferencia con daño, con desventaja, defecto e inferioridad. Es el costado fálico de la feminidad, que se articula con la clásica envidia del pene. No es extraño entonces que ellas, aquejadas de tal “insuficiencia”, conciban la idea de ese hombre “que lo tiene todo”. Don Juan es un padre “no castrado”. Pero lo más importante es que para el fantasma femenino no se trata de impostura masculina, es decir: de un hombre que sostiene el semblante de presentarse como tal; por el contrario, para ellas él sería un hombre que “verdaderamente (sin impostura) lo es”. Lo que le da un prestigio tan importante al Don Juan es, precisamente, el hecho de que parece ser un Otro no-castrado. La (supuesta) figura de un Otro “no-castrado” desmiente la castración, las protege, a ellas también, de la castración.

Subrayemos que, para Lacan, Don Juan se toma en serio la impostura, se ubica según el fantasma femenino lo considera. Es decir que Don Juan está en lo que Lacan llama “la aceptación de su impostura radical”: se ubica especialmente para ellas, en el lugar del Otro. Ello lo condena a sostener la (supuesta) consistencia de una identidad sexual que no desfallece. Lo confunde, lo obliga a sostener a ultranza una mentira, no puede hacer otra cosa que presentarse como dotado de un falo absoluto. Casi puede decirse que cumple un deber: en cuanto huele una mujer (odore di femina), su deber de sostener la impostura del macho lo lleva a la cama de ella. Va allí más por compromiso y para hacer una demostración que por el deseo. Es el valor del odore di femina.

Por otro lado, hay un dato de la clínica, un observable: pareciera existir, tanto en varones como en mujeres, la idea de que es un hombre quien hace mujer a una mujer. Esa idea puede encontrarse en la obra del filósofo Soren Kierkegaard, quien la articula precisamente al Don Juan en In vino veritas, en Diario de un seductor y en Cartas del noviazgo. Postulo la siguiente hipótesis: Don Juan no es sólo un fantasma femenino, sino que hace a la sexuación masculina.

Es conocido el episodio de la conquista y posterior abandono de la joven Regina Olsen por Soren Kierkegaard: esa renuncia constituye un hecho muy controvertido en los medios filosóficos, ha dado lugar a debates y aun a libros enteros que tratan de explicarla y de extraer de ella la relación que podría tener con la filosofía misma de Kierkegaard. En sus Cartas del noviazgo (Ed. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1979) hay datos al respecto. Se dice allí que simplemente por su juventud, Regina es, además de bonita, espontánea, fresca, respira salud y alegría de vivir, con un carácter franco y alborozado, que paulatinamente vive la expansión de su feminidad. Pero no es sólo eso lo que atrae a Kierkegaard: ella es “la que salva su alma del purgatorio”, la “perla preciosa”, que posee un amor para el que nada es imposible, “mi paz, mi consuelo, la fuente de mi alegría en este mundo”. Sin embargo, tanta pasión y enamoramiento culminan en que quien así parece amar a Regina Olsen rompa el compromiso. Tal conflicto es de estructura en el varón.

JeanFrançois Recanati (Intervención en el seminario de Lacan, 10473. Inédito. Ficha de circulación interna de la Escuela Freudiana de Buenos Aires) ejemplifica tal alternativa a través de Kierkegaard, en quien se manifiesta como una tensión esencial que consiste en situarse “o bien en la perspectiva temporal o bien en la perspectiva eterna”. O se es un simple individuo y uno se reconoce como participando de la masa, del orden establecido, y gracias a este reconocimiento uno evita ser confundido con ella, o se es lo que Kierkegaard llama con diferentes nombres: genio, individuo particular, individuo extraordinario, y se tiene el deber, con respecto a la eternidad, de decir no a la masa, no al orden establecido; ya que es sólo por la intermediación de estos genios que hacen su historia que la masa permanece en relación con la eternidad.

En In vino veritas, todos los discursos parecen destinados a demostrar las razones por las cuales para el varón es mejor renunciar a las mujeres. Ya sea por los cambios que una mujer implica para un hombre, al hacerlo más vulnerable e incompleto, al dejar al descubierto sus insuficiencias, al llevarlo a apartarse de su lugar de hijo para asumir el de padre y, con ello, las mayores responsabilidades. Ya sea por las características de ellas (ilusas, inconstantes, contradictorias) que hacen que “no se las deba tomar seriamente”. Ya sea porque el hombre no podrá jamás reinar sobre ellas. Por cualquiera de estas razones, el hombre, o renunciará a las mujeres, o bien se asegurará de alejar suficientemente lo “hétero” que en ellas puede aparecer. En ese sentido el texto podría considerarse una guía amatoria del varón, ya que propone la idea de que no se trata de valorar o juzgar a las mujeres, sino de gozar de ellas, de adueñarse de ellas, de seducirlas y dominarlas aunque sean, en el fondo, más fuertes que el varón.

Juan el seductor es uno de los comensales del banquete de In vino veritas. En su caso no se trata de una renuncia, sino de una ruptura posterior a la seducción consumada. Juan el seductor se define como un amante feliz. Para él las mujeres son como una copa de champaña que se disfruta a pleno. El no pretende transformar a la mujer en algo distinto a lo que es. El habla en honor a la mujer. Considera que ellas son más perfectas que los hombres. Fueron creadas por los dioses para que pudieran aprisionar, hechizar y someter al hombre, a pesar de ser en apariencia más débiles que él. La mujer es una “deslumbrante infinitud de criaturas finitas (...) un océano de fantasmagorías en perpetuo devenir”.

Para Juan las mujeres constituyen la mayor necesidad de los hombres. En ellas todo es enigmático. Son un engaño de los dioses, en el que caben todas las posibilidades y todas las delicias que, sin embargo, sólo para el hombre erótico son fuente inagotable de entusiasmo. Pero Juan destaca, además, que ellas en el fondo desean ser seducidas. Según él, sólo “el hombre erótico” conoce la delicia de gozar del engaño sin ser engañado. Ello se combina con la dicha de la mujer por ser seducida: no es cierto que ello sea una desgracia para ella, al contrario, es una gran dicha. Aunque sabe que se puede ser seducida sólo una vez. La lengua danesa lo expresa con total claridad, ya que la misma palabra significa “novia” y “ruptura”. La mujer sabe esto y se resigna. Es como si se supiera que a cada mujer corresponde un seductor y la dicha de ella consistiera en encontrarlo.

La mujer es lo único venerable de la naturaleza. Es una criatura espléndida, y lo es aún más porque no hay dos mujeres idénticas. Al revés del varón, en quien hay una esencia que es igual a todos los demás varones, en la mujer lo único esencial es lo accidental; por eso no hay dos mujeres idénticas. La figura del seductor, que postula Kierkegaard, articula admirablemente el endiosamiento, que el varón se resiste a abandonar, con la renuncia a las mujeres. El momento en que el seductor posee a la amada (es una sola vez, luego la abandona para siempre) es un instante en que se tocan el tiempo y la eternidad, en que el hombre logra trascender el tiempo terrenal.

La obra que el experto seductor hace en la mente de la muchacha es generar la eclosión de su plenitud como mujer. Así, el seductor es un dios... un dios que goza de su propia obra. Observemos que aquí se sostiene la creencia (¿ingenua?) del varón, en que puede permanecer junto al padre, bajo su protección, o rivalizando con él, o siendo como él. Esa permanencia hace creer al varón no sólo que está bajo la protección de Dios, sino que él mismo es un dios.

La mujer nace del hombre. Es un hombre quien hace mujer a una mujer, quien posibilita su segundo y decisivo nacimiento: la seducida nace a una nueva vida, es la discípula de un maestro que hace aflorar una esencia recordable por siempre. Hay una diferencia con el Don Juan de Mozart ya que aquí no importa el número de muchachas seducidas, sino la profundidad y sutileza del manejo seductor a los fines de lograr esa explosión de lo femenino en una mujer, así como el dominio absoluto sobre el corazón de la muchacha. Kierkegaard ejemplifica la relación del seductor con lo femenino mediante una alegoría: hay en las montañas dos rocas que se extienden sobre un abismo, aunque sin alcanzar a cubrirlo por completo. Nunca nadie se había atrevido a saltar de una roca a la otra. Sólo lo hizo una muchacha. Dice Kierkegaard: “El salto de la mujer es un elevarse en el aire. Y al alcanzar el otro punto no se nos aparece cansada por el esfuerzo. Pero es más bella y está con el alma más llena de luz en el momento que nos manda un beso de arriba del abismo. Joven, fresca como una flor de la montaña, apenas abierta, ella se estremece sobre aquel remolino que a nosotros nos parece negro y lleno de horror. (...) dejarse arrastrar en el torbellino de lo infinito”.

El seductor transforma a esa mujer, haciendo aparecer una “esencia femenina”, haciendo aflorar una verdad que estaba oculta. Una vez logrado eso abandona su obra, no quiere ya esa verdad que ha develado. La ruptura es central en la relación con lo femenino. “El amorrecuerdo es el único feliz”, dice Kierkegaard. Es como brindar y luego romper la copa del brindis, realizar la apetencia, consumir el objeto hasta llegar a su aniquilacióndestrucciónnegación misma.

Tal vez podría considerarse en el mismo sentido otro ejemplo que propone Kierkegaard en Temor y temblor: un joven queda prendado y obsesionado por una princesa, amor que no puede llevarse a la realidad. Pero se niega a encontrar otra joven con la que podría tener un matrimonio más común. Sigue fiel a su obsesión, como quien ha bebido la copa de veneno y siente, con increíble voluptuosidad, cómo el veneno va penetrando en cada gota de su sangre. Por un momento maravilloso e inolvidable, vida y muerte se amalgaman para él.

El gesto de partir es esencial en la lógica de Kierkegaard, ya que pone un límite a la temporalidad en que vivimos. El gesto también es un salto, es el salto mediante el cual el alma abandona los hechos siempre relativos de la realidad y alcanza una certeza eterna. Es el salto por el que lo absoluto aparece en la vida, fijando un instante que, apartado del devenir temporal, queda para ser recordado.

Ese gesto es la profunda razón que explica aquello que había interesado a Recanati y a Lacan cuando estudiaban la sexuación. Es el gesto el que mantiene el “endiosamiento” del varón, ya sea renunciando al amor de las mujeres o amándolas pero abandonándolas luego (coagulando para siempre un dominio sobre ellas), reduciéndolas a consagrarse al “culto” (discretamente fetichista) del “DiosFalo”. El endiosamiento obtura la posibilidad de la angustia. Pero ese efecto tiene un costo altísimo. Hay un viaje que el varón que renuncia a las relaciones con los “héteros” nunca podrá emprender.

* Texto extractado del trabajo “¿Es Don Juan un fantasma femenino?”, cuya versión completa puede leerse en www.elsigma.com

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