PSICOLOGíA › IGLESIA Y PERVERSIóN

El sacrificio fingido

 Por Sergio Zabalza *

Un reciente informe de la Comisión sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas exigió al Vaticano que denuncie a los sacerdotes implicados en actos de pedofilia. En su declaración, la Comisión critica al Vaticano por no haber reconocido nunca “la amplitud de los crímenes” contra niños y lo acusa de adoptar “políticas y prácticas que llevaron a la continuación de los abusos y a la impunidad de los responsables”. Vale interrogar qué oscuros mecanismos subjetivos se ponen en juego para que una estructura eclesiástica estimule, encubra o consienta delitos de tanta gravedad.

El psicoanálisis aborda la religión desde distintos ángulos. Según Freud (El yo y el ello), “se tendería a identificar las religiones oficiales con una neurosis obsesiva atemperada por su universalidad”. Esto es: un síntoma generalizado al servicio de calmar la angustia ante la inconsistencia existencial, por medio de un complejo sistema de sanciones y expiaciones cuyo horizonte final es la salvación junto al Padre eterno. Ocurre que esta solución neurótica requiere de una instancia imaginaria que, conforme juzga y sanciona, estimula los aspectos sadomasoquistas del ser hablante.

En la orilla opuesta, la experiencia de los místicos cristianos, que Lacan aborda en su seminario “Aún”, deja ver las trazas de un encuentro amoroso, más bien que el frío cálculo de una salvación garantizada. Un poema de San Juan de la Cruz dice: “Entréme donde no supe/ y quedéme no sabiendo/ toda ciencia trascendiendo./ Yo no supe donde entraba,/ pero, cuando allí me vi,/ sin saber donde me estaba,/ grandes cosas entendí;/ no diré lo que sentí,/ que me quedé no sabiendo,/ toda ciencia trascendiendo” (Llama de amor viva).

Es probable que la faz neurótica de la religión, a la que se refirió Freud, se sirva de la vocación del ser hablante por sentirse culpable con el fin de otorgar consistencia a la figura del gran Otro. Sucede que, al explotar la creencia del neurótico en un Dios gozador, también se propicia la emergencia del perverso. Quizás esto explique por qué, durante años, el catolicismo albergó tantos pedófilos al lado de gente cuya obediencia, pusilanimidad o encubrimiento –según los casos– anida en una oscura complicidad gozosa. Lo que está en juego es la versión de un Padre que, en lugar de perdonar, empuja a gozar.

En su texto El títere y el enano..., Slavoj Zizek describe el costado perverso de esta versión religiosa: lejos de ser la religión del sacrificio, el cristianismo brindaría la ilusión de acceder a nuestras tentaciones sin tener que pagar por ellas. El precio, sin embargo, es el deseo mismo, esto es: desentenderse de la responsabilidad que nos cabe por las elecciones que hacemos. La estructura fundamental en este caso no es la del goce condicional (puedes tenerlo con la condición de cumplir con ciertos y determinados requisitos), sino que es más bien la del sacrificio fingido, la de simular la renuncia al objeto de goce para así poder ocultarle al gran Otro que se lo tiene. Para este caso: sacerdotes que han formulado su voto de castidad y que, sin embargo, practican la pedofilia.

Zizek agrega que “esto es lo que nos tienta a hacer la versión perversa del cristianismo: traiciona tu deseo, transige en lo esencial, haz lo que realmente importa y te será permitido gozar de todos los insignificantes placeres con los que has estado soñando en el fondo de tu corazón. O, como podría decirse hoy: ‘Renuncia al matrimonio, hazte cura y podrás tener todos los muchachitos que desees’” (El títere y el enano: el núcleo perverso del cristianismo, Buenos Aires, Paidós, 2005).

* Psicoanalista. Equipo de Trastornos Graves Infanto-Juveniles del Hospital Alvarez.

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