PSICOLOGíA › EN UN MUNDO “SIN SEGURIDADES”

Elogio del “glamour”

En el marco de una dura crítica a “la ideología dominante contemporánea, el cientificismo”, el autor recupera la noción de glamour, ese “encanto que embellece las cosas, haciéndolas parecer más de lo que son”, y advierte que “no se trata de un error de valoración”: es aquello que hace posible el enamoramiento, es lo que –sostiene– hace posible enseñar, gobernar o psicoanalizar.

 Por Marco Focchi *

El primero en conferir dignidad literaria al término glamour fue Walter Scott. Es una palabra derivada del escocés antiguo e indica una suerte de hechizo que hace ver las cosas distintas de lo que son, generalmente más bellas. Quienes se ocuparon de ella desde la sociología la definieron como un make-believe, algo que se vale de la creencia. En el libro El glamour del psicoanálisis intenté una crítica decidida a lo que considero la ideología dominante contemporánea –que ha sido definida como la superación de las ideologías–: el cientificismo, que, apelando a la certeza, considera poder rechazar el recurso a la creencia. En la ciencia se procede con un método específico, fundado en la observación y el cálculo matemático. Galileo Galilei lo sintetizaba de este modo: “Experiencias sensatas y demostraciones ciertas”; vale decir, experimentaciones sensibles, observables, capaces de brindar la certeza matemática. Nuestra época está socialmente huérfana de certezas. Hasta hace un par de siglos, cada uno podía saber cuál habría de ser el lugar donde vivir, esto es, más o menos allí donde había nacido; igualmente el trabajo que habría sido el suyo, esto es, el de los padres; y seguramente podía saber adónde irían a reposar sus restos.

El mundo postiluminista fue dejando a sus espaldas las seguridades derivadas de la teología y la tradición. La pérdida de certeza llevó a la desorientación propia de nuestra época: quien trabaja como analista o psicoterapeuta asiste al fenómeno del aumento de los pedidos de ayuda por problemas ligados a los ataques de pánico. Suplantando las patologías alimentarias, el ataque de pánico se ha vuelto el motivo prioritario que induce a buscar la intervención psicoterapéutica. Esto encuentra la propia razón en la conformación del simbolismo perteneciente a la época en la cual vivimos. La falta de la brújula de la tradición hace sentir sin agarre al hombre contemporáneo, en el orden de un malestar que no sabe encaminar por ninguna vía simbólica preconfigurada.

La sensación de estar abandonado a la propia suerte, sentimiento de quien vive en un mundo que se descarriló de la tradición, lleva al individuo a buscar la certeza en la sola fuente de saber que puede otorgarla: la ciencia. Los medios, los dispositivos que forjan la opinión, difunden y amplifican la idea según la cual sólo lo científico es atendible, sólo lo calculable es creíble, sólo lo evidence based es verdadero saber. Esto empuja la aplicación del método científico a campos extraños a aquel en que ha sido concebido: campos que conciernen a la subjetividad, algo muy distinto de los objetos inertes que, precisamente por eso, se prestan al cálculo. El cientificismo es precisamente esta aplicación impropia del método científico a dominios de saber que, por su naturaleza, se sustraen al cálculo. La ciencia triunfa, destituyendo las apariencias. Que el Sol gire alrededor de la Tierra, por ejemplo, es una ilusión que sólo el saber científico es capaz de disipar. Se considera, entonces, que las apariencias, en todos los campos, son en sí mismas contrarias al movimiento del saber.

Por otro lado, las apariencias comportan un potente factor de sugestión. Si, por ejemplo, quisiéramos establecer la eficacia de la sustancia activa en un fármaco, sería necesario discriminar los efectos sugestivos adscribibles a la personalidad de quien lo suministra y de quien lo recibe. Las experimentaciones a doble ciego tienen como propósito, precisamente, sortear el efecto sugestivo: a un grupo de pacientes se les suministra el fármaco activo y a un grupo de control un placebo, ni los pacientes ni los médicos conocen cuál es uno y otro de los dos grupos; esto permite evitar que incluso involuntariamente circulen sugerencias de médicos a pacientes, viciando el resultado, como sucede, por ejemplo, en el caso en que un fármaco funciona por efecto del carisma personal del médico que lo receta.

En una terapia que no funda el propio efecto en el suministro de sustancias sino en el uso de la palabra, tal técnica experimental carece de sentido. El efecto reside en la palabra misma y ésta es inseparable de quien la pronuncia desde el punto de vista de la enunciación; y la credibilidad, desde el punto de vista de la enunciación, es un factor determinante respecto de la eficacia de la palabra. No es una casualidad que las profesiones que Freud definía imposibles, la política, la enseñanza, el psicoanálisis, reposen en la palabra y su credibilidad.

Cuando el efecto de una acción no proviene de la técnica y de la natural concatenación de las causas y los efectos, de las acciones y reacciones, sino que pasa por la vía inmaterial de las relaciones humanas, tal efecto se produce a partir de la credibilidad de quien habla que se basa en su prestigio, en su reputación.

No hay educación, enseñanza, sin confianza del alumno en el maestro. No hay gobierno si éste no tiene la confianza del Parlamento como representante del pueblo. No hay interpretación posible en psicoanálisis sin transferencia, esto es, sin credibilidad depositada en el analista.

La eficacia de un fármaco depende de la concatenación de causa y efecto de una secuencia química. La eficacia de lo que mueve las relaciones entre los hombres pasa, en cambio, a través de lo que se ha llamado autoridad, que es algo muy distinto del poder. Auctoritas es un sinónimo de dignitas. Se acepta la autoridad de un político, no porque posea la fuerza de un tirano sino porque es un hombre digno que persigue el bien común. Se acepta la formación de un maestro, no sólo porque se le atribuye saber y competencia sino porque pone esas cualidades al servicio del intelecto del alumno. Se acepta la interpretación del analista, no porque se lo considere un experto sino porque no usará la posición que se le atribuye en su propio beneficio. Hay autoridad donde no hay abuso. Hay autoridad si puedo fiarme de aquel a quien se la atribuyo. Por este motivo, el prestigio, la credibilidad, lo atendible, fundamentales en las relaciones humanas, no pueden entrar en el circuito por el que la demostración conduce a la certeza. Pretender extender el dominio de la certeza al mundo de las relaciones fundadas en la confianza, en la creencia, es la vía que rebaja la ciencia al cientificismo.

El glamour, decíamos, es esa suerte de encanto que embellece las cosas, haciéndolas aparecer más de lo que son: el prestigio añadido magnifica la visión. ¿Deberíamos concluir que se trata de un engaño? En realidad, conocemos ya un encantamiento de este tipo, que no requiere magos o prestidigitadores. Cuando nos enamoramos, la mujer o el hombre que captura nuestro interés escapa a los cánones ordinarios. Si una mujer es la más bella, la más fascinante, incluso si no habla con las alas de la poesía pero se mueve como si danzase aunque no sepa bailar, y para moverse como si danzara no necesita saber bailar, en efecto, para atraernos, no necesita otra cosa que esa fuerza magnética que la hace irresistible. En el enamoramiento sucede algo que convierte en único el objeto amado, aislándolo así de toda neutralidad propia de la multitud. Freud ha llamado a este fenómeno sobrevaloración sexual del partenaire.

Es preciso ver esto de cerca para apreciar que no es que la sobrevaloración provenga de un error de valoración. Y esto porque no estamos en el mercado, donde cada objeto recibe su precio justo. En los intercambios, que son la norma entre semejantes, la evaluación y asignación de valor se imponen. En éstas entran en juego el mérito de las personas, sus capacidades. Si empleamos a alguien, buscamos que responda a aquello para lo que se lo emplea. Si un comerciante nos engaña, no volveremos a comprarle. En el amor, la sobrevaloración hace salir de este registro, y esto porque el amor escapa a la negociación cotidiana, sale del campo del intercambio. La sobrevaloración en sentido freudiano no es una valoración equivocada sino un agregado que lleva fuera del terreno común, donde personas y cosas son cotidianamente sopesadas en base a sus méritos o a la necesidad de los intercambios. Es el make-believe, la apariencia que me hace creer que esa persona no es una más, es especial, y la coloca por fuera del carril de la evaluación y el mérito.

En la época imperial, de los reinos fundados en la trascendencia, las apariencias eran los Arcana imperii, los estandartes, los blasones, los escudos, las medallas, los honores, y eran la vestimenta que distinguía a una aristocracia considerada una especie humana diferente y superior.

En el mundo democrático, el valor agregado que hace ver las cosas más bellas de lo que son no es más privilegio de una clase superior, es para todos, y el concepto de glamour refleja precisamente esta democratización de las apariencias.

En el mundo contemporáneo, donde la trascendencia ha perdido sus propios derechos, no todo, sin embargo, se reduce al achatamiento del cálculo, y no es indispensable elevarse al mundo del arte para que las cosas luzcan iluminadas por una belleza que las vuelve fuera de lo común (además, el arte contemporáneo se ha desanclado de la belleza para explorar otras vías). Y bien, es ese encanto sutil que atraviesa las cosas y las personas, haciéndolas especiales aun cuando disponibles, únicas aun cuando terrenas, lo que nos permite escapar del achatamiento del mundo empeñado en lo calculable.

El glamour del psicoanálisis es esto, y no pasa por la figura del analista sobre el pedestal, el analista mudo que no responde, que se mueve como si perteneciera a otra dimensión del ser, imagen de otro tiempo sobre la que a veces me ha divertido ironizar. El glamour del psicoanálisis es que, sin habitar alguna dimensión trascendente, el analista no entra en el círculo de las relaciones cotidianas hechas de intercambios, y esto porque él mismo es puesto por el sujeto en posición de un objeto –que Lacan llamaba agalma– que no forma parte de lo cotidiano, y que, precisamente por esto, está investido de aquel glamour por el cual me gusta traducir, para liberarlo del equívoco, el término freudiano “sobrevaloración erótica”.

* Miembro de la Scuola Lacaniana de Psicoanalisi (SLP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Artículo publicado en Enlaces. Psicoanálisis y cultura, www.revistaenlaces.com.ar

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Imagen: Corbis
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