PSICOLOGíA › APRENDER A RESPETAR EL DELIRIO

“Cuando me dicen que mi hijo está muerto, no escucho”

 Por Andrea Homene *

María sufre. Está detenida hace un largo tiempo ya, a la espera de que se defina su aptitud psíquica para enfrentar un juicio. Aún no hay coincidencias respecto de su condición de imputable o inimputable. El hecho por el cual está presa nada tiene que ver con su condición psicológica; en todo caso, se hicieron pericias, que arrojaron resultados diversos, desde la declaración de demencia en sentido jurídico hasta “el pleno uso de sus facultades mentales”. Si entre psicólogos o entre psicoanalistas suele ser difícil llegar a un diagnóstico consensuado, la situación se complica más cuando se trata de encontrar puntos de coincidencia con los psiquiatras. En este contexto, decía, María sufre. Sufre porque está detenida; sufre porque está lejos de su familia, de su hija mayor, que siempre la ha cuidado, de su barrio, de su humilde casa, de sus olores. Sufre porque donde está alojada “está lleno de locas”, y las peleas y gritos le impiden dormir. Y porque le roban sus pocas pertenencias.

Y también sufre porque su hijo, Thiago, de seis años, vive con ella en prisión, crece entre rejas, y no puede “hacer una vida normal e ir a la escuela”. Pero se resiste a que lo separen de ella, porque “es lo único que la hace seguir adelante, lo único por lo que vive”. Según me cuenta, al niño lo viste con las ropas que su hija le alcanza en esporádicas visitas. Y el hijo ha engordado mucho, porque come lo que le traen más la comida del penal, por cierto nada sabrosa. Está alto, me dice, no parece de seis años.

Pero, al releer su expediente, descubro que ese hijo, Thiago, no existe. Mejor dicho, sólo existe en la certeza de María. Thiago nació muerto y desde entonces María lo preservó vivo a su lado, ha desarrollado un delirio en el que su hijo ha ido creciendo hasta llegar al momento actual, en el que “tiene que ir a la escuela pero no puede porque estoy presa”.

¿María está loca? Pregunta a la que debemos responder al solo efecto de contribuir al desarrollo de la causa penal, pero que dispara un intenso debate entre los profesionales intervinientes. ¿María comprende la criminalidad de sus actos? Sí, sin duda. Distingue entre lo que está bien y lo que está mal, pero su relación con la realidad ha sufrido un quiebre que la lleva a habitar en su delirio. ¿Se trata de intervenir para hacer cesar esa idea loca de María respecto de su hijo? En absoluto.

Por una parte porque, como quedó demostrado en una de las entrevistas, cuando se confrontó a María con la llamada realidad, ella simplemente dijo: “Cuando dicen que mi hijo está muerto, no los escucho”. Por otra parte, porque el delirio es su intento de curación, su modo subjetivo de reconstrucción de una relación con el mundo fracturada en algún instante.

El delirio cumple esa función, la de recomponer la relación con la realidad, luego de que ésta se ha vuelto ajena y extraña y ha dejado al sujeto en la más absoluta perplejidad. Con su delirio, María vuelve al mundo, sale de su repliegue libidinal y establece nuevos lazos. El delirio hace lazo. Durante una extensa charla hablamos acerca de la conveniencia de que el niño permaneciera en el penal y las consecuencias que esto podría tener sobre él. De su alimentación, de lo que había crecido, de su escolaridad. Fueron los únicos momentos en los que María hablaba con entusiasmo, sonreía, contaba sus travesuras. Su delirio la hacía feliz, le daba palabras para compartir, proyectos para sostener, ilusiones.

Luego, se hundía en la tristeza por no poder volver a casa y por el miedo atroz a ser condenada y tener que pasar largos años presa.

La locura suele asustar a quienes se consideran a salvo de ella. Y en los ámbitos tribunalicios se prefiere pensar que el imputado “simula estar loco para salvarse de la condena” antes que reconocer y soportar que hay quien puede estar “loco”. Hasta se intenta forzar a veces a que quien delira deje de hacerlo, acepte “la realidad” que ha rechazado y comparta la que todos, sumisamente, aceptamos, convencidos como estamos de que es posible compartir un código. El psicoanálisis, desde Freud y su psicopatología de la vida cotidiana, muestra que tal coincidencia de sentidos es inexistente y que a menudo hacemos como que nos entendemos mientras transitamos el sinuoso camino del malentendido.

Cada uno de nosotros guarda celosamente su pequeño e íntimo delirio, eso que llamamos “la forma de ser” de un ser sin forma que se esfuerza hasta el cansancio en demostrar su propia consistencia. La diferencia es que algunos delirantes han caído bajo el imperio de la ley, o bajo el de la “salud”, por lo que su delirio se torna público y objetable.

María sufre. Pero, más que por su locura o por su delirio, sufre porque hay quienes se resisten a respetar su singular manera de soportar la vida. Y creen que es mejor que ella sepa que su hijo ha muerto, que no existe, que no ha crecido ni debe ir a la escuela, es decir, que deje de sanar su herida de manera delirante, que se confronte con su pérdida y que soporte la vida que le ha tocado vivir. Pero el fin del abordaje terapéutico (psicológico, psiquiátrico o cual fuera) no debería ser quitar a María, a quien sea, lo único que la hace feliz, lo que la mantiene viva.

* Psicoanalista. Autora de Psicoanálisis en las trincheras. Práctica analítica y derecho penal.

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