PSICOLOGíA › EFICACIA SOCIAL DE UNA PROFESIóN

La chica esposada y la psicóloga

Una chica detenida bajo una acusación absurda recobró su libertad gracias a una acción de la defensoría oficial sustentada en peritajes psicológicos. Su historia muestra cómo una intervención desde la psicología puede contribuir a la protección de los sectores más vulnerables. El lunes se celebró el Día del Psicólogo.

 Por Andrea Homene *

Conurbano bonaerense, madrugada de viernes. Una jovencita que apenas pasa los 20 años súbitamente comienza a sentir intensos dolores abdominales. Es tan fuerte el dolor que le pide a su novio que la lleve al hospital; ya no aguanta. Tiene una niña de dos años, producto de una relación anterior que le deparó tristezas y frustraciones. Los tres se dirigen al hospital. Son las tres de la mañana, no hay transporte, caminan, ella entre quejidos.

Al llegar al hospital, no recibe atención. Según comenta luego, “estaban de paro”. ¿Acaso la guardia de un hospital público no debe prestar atención en cualquier circunstancia?

Desesperada, le pide a su novio que la lleve a otro hospital, pero no hay otro hospital cerca, en el camino ven una clínica, ella no puede más. El venía de cobrar la quincena y decide que lo poco que le quedaba para pasar el mes lo va a poner en esa clínica privada para que le den atención urgente a su chica.

Llegan a la clínica. Pagan. Esperan. Diez minutos, veinte, ella no soporta el dolor. Media hora, y nada. Son las cuatro, él insiste ante la empleada administrativa, por favor, le suplica, que venga la doctora, pero nada.

La joven siente que se descompone, corre al baño, y desde allí llega un grito ensordecedor. El corre, ve sangre, pide ayuda..., y nada. Dentro del baño está ella mirando asustada lo que ha sucedido: acaba de parir un niño, de cuya existencia no tenía registro.

Llega la doctora. La doctora había estado durmiendo durante su guardia, la habían llamado cinco veces, pero no había hecho caso. Ahora, al ver que durante su ausencia se desencadenó el parto, le grita: “¡Asesina, quisiste matar a tu hijo!”. La chica está inmóvil, sin reacción, sin tomar al niño en sus manos. La médica llama a la policía. Después de haber cortado el cordón umbilical, le colocan las esposas, delante de su hijita de dos años y la llevan detenida.

Seis meses después, seguía presa con prisión preventiva, imputada por el delito de homicidio agravado por el vínculo en grado de tentativa (¿cuál será el riesgo procesal que motiva la persistencia de la detención de jóvenes de clases bajas, sin instrucción, sin recursos, sin posibilidad alguna de entorpecer la investigación ni de darse a la fuga?).

Llegó esposada a mi despacho. En su rostro se esbozaba una sonrisa temerosa. Se me había pedido un amplio examen psíquico, a los fines de darle sustento a la estrategia de la defensa.

Rápidamente se planteó una cuestión a dilucidar: ¿es posible que una mujer llegue a parir desconociendo su condición de embarazada? Qué mejor que preguntárselo a ella. Me cuenta que para ella “estar embarazada es no menstruar” y que ella “menstruó todo el tiempo”. Sí, estaba más gordita, pero desde que está con Julián –hace poco tiempo– comía más y mejor.

Ella jura que no sabía nada, que fue a pedir ayuda al hospital, que no la atendieron, que fue a la clínica, que Julián pagó la consulta, que esperaron mucho, que el niño cayó en el inodoro y la doctora dijo que lo quiso matar. ¿Por qué?, porque sí, porque no le creyó que no sabia, porque no sacó al bebé del inodoro. “Pensé que estaba muerto.” “Me asusté.”

Le creo. Aunque no se trata de creerle o no, yo le creo. Pero ahora necesito encontrar las palabras para explicar lo que nadie más le cree. Necesito poder decir lo que ella no alcanza a decir. Porque no todos tienen los mismos recursos simbólicos; porque el acceso a la educación, a la salud, a la alimentación, no es igual para todos.

Desde el punto de vista de su desarrollo intelectual, ella ha permanecido en el estadio que Jean Piaget llamó “de las operaciones concretas”, sin acceso al pensamiento abstracto: no puede hacer operaciones mentales en ausencia del objeto tangible. Y los conocimientos sobre sexualidad y embarazo con los que contaba le dictaban que la señal de estar embarazada era no menstruar. Y ella menstruaba.

Gran parte de la población que asistimos en el ámbito de la defensa pública tiene estas características. En general, son personas de condición humilde que tuvieron déficit alimentarios en la primera infancia. Esto produce secuelas irreversibles en el desarrollo de la corteza cerebral, de la inteligencia. Son chicos que más o menos se defienden durante la escolaridad primaria pero después, cuando debieran haber llegado al estadio que Piaget llama “de las operaciones formales”, se quedan sin recursos intelectuales. Y a ese déficit de la primera infancia se suma la falta de atravesamiento cultural. En el caso de esta joven, su madre, en condiciones de mucha pobreza, había tenido 17 hijos, de los cuales tres habían muerto.

Desde el punto de vista emocional, ella estaba iniciando una relación amorosa con ese novio, que se había hecho cargo de ella de manera impresionante, la acompañaba a todos lados como lo hizo en el episodio que terminó con su detención. Ella estaba libidinalmente capturada por ese enamoramiento, toda su libido estaba captada por la nueva relación amorosa, y el embarazo había sido producto de su relación anterior: no entraba en su registro psíquico.

La médica, que se demoró y llegó a la guardia cuando el parto se había producido, ocultó su falta acusando a la paciente de homicida. La policía, entre la palabra de una adolescente pobre–que después me contó lo sucedido con una ingenuidad conmovedora– y la de una doctora, no dudó: la llevó presa. El fiscal la imputó, el juez convalidó el procesamiento y dictó la prisión preventiva , y así la gran maquinaria siguió dando vueltas enredando a una joven asustada, perpleja frente a todo lo que se había desencadenado a partir de aquel viernes de madrugada.

¿Cómo los policías, el fiscal y el juez pudieron suponer que ella fuese para matar a su bebé a un hospital y después a una clínica? Esto no resiste la más mínima lógica, y da la pauta de cómo las personas en la situación de esta chica –que carecen no sólo de recursos económicos, sino también de recursos simbólicos para defenderse– quedan totalmente expuestas a una maquinaria que ostenta su poder: primero, el poder médico, después, el poder de la Justicia. La detuvieron, la imputaron, la procesaron y también le sacaron la tenencia de sus hijos. Su hijita de dos años permaneció todo un año sin poder ver a su mamá. Fue entregada en guarda al padre y el bebé recién nacido fue entregado a la abuela materna. Ninguno de los miembros de su familia había sospechado que los dolores que acusaba la joven podían estar relacionados con un embarazo. Todos me hablaron de lo amorosa y responsable que era con su pequeña hija. Y lloraban sin entender por qué estaba presa.

Cómo decirles que estaba presa porque hay quienes no entienden que el análisis del atravesamiento cultural resulta determinante a la hora de pensar sobre casos como éste. Cómo decirles que ella no supo de su embarazo porque su interés libidinal estaba captado por el nuevo amor. Cómo explicar que el pensamiento concreto impide realizar abstracciones y que sólo puede operar sobre el objeto tangible: la ausencia de menstruación indica embarazo, si menstruás no estás embarazada. ¿Cómo responderles la pregunta acerca de la responsabilidad de los médicos, tanto del hospital como de la clínica, que la desatendieron?

En un estudio realizado en Berlín, se determinó que una de cada 475 mujeres llegan al parto desconociendo su embarazo. Los domingos, en un canal de cable, hay un programa exclusivamente dedicado a esta temática.

Sin embargo, para el poder médico y jurídico, ella había intentado asesinar a su hijo.

Su defensa, de la cual yo formaba parte como perito psicóloga, debió demostrar (sí, efectivamente, invirtiéndose la carga de la prueba) su inocencia. Luego de un año en prisión y numerosos informes psicológicos, logramos que se le concediera el arresto domiciliario. Después un juez de familia le devolvió la tenencia de sus hijos.

Tres años pasó bajo arresto, primero en la cárcel y después en domicilio. En la antesala del juicio, vino a buscarme muy asustada: “Andrea, tengo miedo, ¿qué me va a pasar?”. Hice lo que nunca se debe hacer en tales circunstancias: le pedí que confiara en nosotros, que íbamos a demostrar la verdad y que nada le iba a pasar. Me abrazó y se fue sonriendo.

Yo, en cambio, me fui temblando. Indirectamente le había prometido que ganaríamos el juicio. ¿Y si perdíamos? ¿Y si, como tantas otras veces, no se nos escuchaba o no se terminaba de entender eso que nosotros denominábamos negación, represión, pensamiento concreto, disposición libidinal, atravesamiento cultural? Ahora era yo quien sentía miedo.

Durante el juicio oral, tras analizar los elementos de prueba que dieran sustento al proceso penal y considerar los numerosos escritos del defensor y los informes psicológicos presentados por la defensa, la fiscalía desistió de la imputación. Y el tribunal le otorgó la libertad.

Sentí un gran alivio. Porque había terminado la pesadilla de una joven que una noche se descompuso y terminó esposada en un patrullero acusada de homicidio en tentativa. Porque pudimos hacer valer su palabra por sobre la palabra de una médica que interpretó la escena del único modo que la eximía de responsabilidad por su demora en atenderla. Porque, por una vez, alguien no terminó condenado por ser pobre y poco instruido.

* Perito de la Defensa Pública del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires.

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Imagen: Corbis
 
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