PSICOLOGíA › “ETICA DEL CUIDADO” Y SUFRIMIENTO FEMENINO

“Chicas buenas, chicas malas”

La autora advierte que, aún hoy, en muchas mujeres hay una carga de privaciones que proviene de una actitud de “bondad”, que lleva a la abnegación, al sacrificio y a considerar “egoísta” lo que ellas mismas quieren hacer; esto puede denominarse “ética del cuidado”.

 Por Concepció Garriga *

Uno de los primeros conceptos que suelo tener que deconstruir en muchos tratamientos, particularmente con mujeres, es el del “egoísmo”. En cuanto me intereso por algún logro, dedicación o acción a favor de ella misma, me encuentro muy a menudo con el comentario: “Pero esto es ser egoísta”. Carol Gilligan (La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino, ed. Fondo de Cultura Económica) ya describió este fenómeno mostrando que las chicas calificaban de “egoísta” lo que querían hacer, mientras consideraban “bueno” lo que los otros querían que hicieran. Su moralidad les ordenaba volverse “abnegadas” en nombre de la bondad. No en vano, una de las primeras proclamas del movimiento feminista fue: “Las chicas buenas van al cielo, las malas a todas partes”.

Voy a poner un ejemplo de entre muchos posibles: se trata de Ana, 21 años, un año y medio de tratamiento con interrupciones por viajes. Ahora la veo por Skype, está en Ginebra. Llegó sin menstruación desde hacía un año por anorexia. A los tres meses de tratamiento me comentó que ella hace más las cosas para l@s demás que para sí misma. Y que se había dado cuenta de que “solo acabo teniendo control sobre la comida”. El miércoles cuando la veo me habla de que ha estado con una amiga que ha viajado a Ginebra para el fin de semana, pero que no la quería invitar a su casa, que lo que ha hecho cuando se han visto es evitar hablar de alojamiento en la conversación. Estaba contenta porque, por una vez, no había hecho lo que quería la otra sino lo que ella deseaba. Reconocía que antes esto no lo podía hacer, y siente que ahora puede gracias al trabajo que hacemos juntas. Nos congratulamos por este logro: deja de hacer lo que esperan de ella para focalizarse en lo que ella quiere.

Dos palabras para poner a Ana en contexto: es la mayor de cinco hermanos de una familia muy acomodada. Sus padres se separaron cuando ella tenía 7 años. A los 13 la mandaron a estudiar a Estados Unidos, a un internado internacional, donde estuvo hasta los 17. Su padre tiene una nueva pareja, sin hijos. Su madre padece colitis ulcerosa desde que se le ha ido vaciando el nido. Sus otros hermanos también están fuera del país. Ana viene con mucha sensación de soledad, y vive a su padre y a su madre como amenazas.

Orbach (“Cómo los imperativos culturales se convierten en tragedias psicológicas que distorsionan la corporeidad en la adolescencia, en la revista Clínica e Investigación Relacional) afirma que “el deseo sigue siendo problemático para las mujeres”. Sigue habiendo “dificultad para actuar en el propio interés, incluso para identificar el propio interés y deseo”. Otra paciente, Juana, me lo expresa directamente: “No sé lo que quiero y entonces me es más difícil actuar en consecuencia”; esto me lo dice después de haberse acostado con un hombre al que no acababa de desear. También está muy confusa respecto de qué dirección profesional tomar. Juana es de un país de la órbita soviética y vive sola en Barcelona; tiene estudios de empresariales y hace de encargada en una tienda.

Levinton (El superyó femenino, ed. Biblioteca Nueva) ya argumentaba que en la constitución del superyó, la heroína femenina temprana es la “gran cuidadora”, con atributos morales de bondad, entrega, y consideración a la vida y a las relaciones. Dice textualmente: “Una de las condiciones que ejercen más opresión sobre la subjetividad femenina es que no existe freno simbólico alguno para disminuir la culpabilidad de las mujeres en torno del desinterés o transgresión de esta dedicación al cuidado”.

Freud (en una carta de 1918 a Oskar Pfister) ya mencionaba explícitamente a “las mujeres que casi han sucumbido bajo su carga de privaciones”. Deseo hablar de esta carga de privaciones de las mujeres, que deriva de su “bondad”, abnegación y sacrificio, y que Gilligan denomina “ética del cuidado”. Mi visión es que, si miramos la realidad actual de la vida de muchas mujeres, ha habido pocos cambios en el sentido que siguen siendo ellas las que llevan mayormente el trabajo de cuidado: de las criaturas, de las casas, de las relaciones, de las personas mayores. La “parentalidad dual” o “el nuevo contrato sexual” existen, pero siguen siendo los menos. Cuando ambos miembros de la pareja trabajan a tiempo completo suelen encontrar soluciones en el contrato de personal, que más y más frecuentemente proviene del Tercer Mundo.

Gilligan advierte que, en un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina; en un contexto democrático, el cuidado es una ética humana. Cuidar es lo que hacen los seres humanos: cuidar de uno mismo y de los demás. La comprensión mutua –una estructura horizontal– es intrínsecamente democrática y es innata (en el orden de las neuronas espejo, vinculadas con la empatía). Para que lo horizontal se convierta en vertical –jerárquico, patriarcal–, hace falta que se produzcan escisiones. Y también Gilligan afirma que en los últimos 40 años ha tenido lugar un cambio de paradigma en cuyo marco “la escisión entre pensamiento y emociones es indicativa de un daño o de reacciones a un trauma”.

El cuidado y la asistencia no son asuntos de mujeres, son intereses humanos: es el patriarcado, con su modelo binario y jerárquico del género y con la división de la moralidad el que, en nombre de los derechos y la libertad, ofrece para la masculinidad un pasaporte al descuido y a la desatención, mientras que, para preservar las relaciones y mantener la paz, promueve en la feminidad una disposición a renunciar a derechos. Lo que el patriarcado excluye es el amor entre iguales, por lo que hace imposible la democracia, que se funda en dicho amor y en la libertad de expresión.

Gilligan afirma que el patriarcado deforma la naturaleza de las mujeres y de los hombres de manera distinta. También sabemos cuándo, cómo y por qué lo hace. Los chicos a los 4-6 años, las chicas a los 13-14. Gilligan muestra, junto con Judy Chu, que los niños “se convierten en niños”, demostrándose que no son niñas, entre los 4 y los 6 años, y entonces pierden la atención, locuacidad y autenticidad y se van volviendo menos perceptivos, articulados y expresivos y más falsos e indirectos en sus relaciones. Way (Deep Secrets: Boys’ Friendship and the Crisis of Connection. Harvard University Press) encuentra consolidado esto a los 15-16 años, cuando ya no tienen ningún amigo íntimo, porque desear cercanía emocional y amistades íntimas es “propio de chicas u homosexuales”.

El proceso de iniciación a las normas y los valores del patriarcado prepara el terreno para “la traición a lo que está bien”: así lo señala Jonathan Shay, y pone este ejemplo: los soldados norteamericanos en Vietnam sabían que no estaba bien matar civiles, pero cuando lo hacían recibían condecoraciones y reconocimientos de sus superiores. Esta es la traición. Acababan creyendo más en la voz de la autoridad que en su propia voz interior. La traición a lo que está bien socava los cimientos de la experiencia y destruye nuestra capacidad de confiar en lo que sabemos. Somos así prisioneros de la voz de la autoridad, y entonces la psique responde con ira, aislamiento social, y volviéndose loca.

Pero una psique sana logra resistir las presiones a las que se la somete para que separe la mente del cuerpo. Hrdy (Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding, Harvard University Press) advierte que las condiciones óptimas para criar criaturas con empatía y comprensión son aquellas en que disponen de al menos tres relaciones próximas y seguras (del sexo que sean) que transmiten claramente: “Te vamos a cuidar, pase lo que pase”.

La resistencia es la capacidad que permite no aceptar las presiones para actuar de acuerdo a las normas; se funda en la capacidad de acción (agency) y es un denominador común de pensadoras como Judith Butler y Julia Kristeva), que la propugnan como la fuerza necesaria para oponerse a la dominación, para luchar contra este sistema de relaciones; para que nos convirtamos en sujetos activ@s, analizando cómo estamos impregnad@s de sexismo en nuestros deseos y en nuestras prácticas; y que nos resistamos tenazmente a reproducirlo en todos y cada uno de nuestros actos con nuestra agency o capacidad de acción performativa; que nos hagamos responsables de nosotras mismas, de lo que nos damos y lo que nos quitamos, sin ignorar los límites que la contingencia impone a la libertad, aceptando que –como afirmó Marquard en Apología de lo contingente– somos más nuestras contingencias y casualidades que nuestras elecciones.

Somos, por naturaleza, homo empathicus antes que homo lupus, hombre lobo. La cooperación está programada en nuestros sistemas nerviosos (Rifkin, La civilización empática, ed. Paidós). Si a lo largo del desarrollo perdemos la ética del cuidado y nuestra humanidad, los tenemos que readquirir. El trabajo terapéutico es claro: unir lo que está escindido –la mente y el cuerpo–: para las mujeres, que el cuidado del/a otro/a no excluya el cuidado de sí mismas; para los hombres, que independencia no excluya necesidad.

* Participante en el Seminario de Enfoque Modular-Transformacional, conducido por Hugo y Emilce Bleichmar en Barcelona, España. Textos extractados de “La bondad y la ética del cuidado en la subjetividad femenina”, publicado en Aperturas psicoanalíticas. Revista Internacional de Psicoanálisis, Nº 46.

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