PSICOLOGíA › LAS MESAS FAMILIARES Y LA “IMPOSIBILIDAD” DEL DIáLOGO

¿Adultos mayores?

Una historia que se repite en las consultas de la gente de la tercera edad y arrecia en las fechas cercanas a las fiestas. Tiene que ver con la participación en las mesas familiares y la sensación creciente en que es imposible en ese contexto participar del diálogo generado. Cómo se vive esa situación de exclusión involuntaria.

 Por Eva Giberti *

Si el lector o la lectora tiene menos de 60 años este tema quizá no le pertenece porque, como decimos de entrecasa, se trata de los viejos, de los “abuelos” como la sensiblería tilinga de algunos conductores de los medios insiste en cotizarlos sin saber si ese adulto tiene o no nietos, si sufre por no tenerlos o si los tiene y es como si no existieran; la gente de la tercera edad, los ancianos, en fin, un guión que abarca los setenta años, los ochenta y más. Los de setenta años ni remotamente se sienten miembros de esa cohorte, pero las reiteradas visitas al médico les imponen una realidad.

Podemos sumar a quienes tienen más de ochenta años y también noventa si bien esos diez años de diferencia pueden marcar territorios disímiles. Sin embargo, comparten una situación que escucho narrar cada vez con más frecuencia, en consultas que aparentemente nos hablarían de depresión. Siempre es la misma historia, y arrecia en las fiestas de cumpleaños y en las festividades clásicas, navidades, finales de año. Mesa reunida con los hijos, nietos y amigos de los hijos. Conversaciones surtidas, entrecruzadas, donde todos y todas intervienen. Ameno encuentro, cordial, simpático sin la menor intención de excluir a alguien. Pero ese alguien, que participa en presencia, está sentado o sentada, escuchando sin que le sea posible intercalar un comentario. De repente ¿se volvió tonta o tonto? ¿Ha dejado de leer?¿De escuchar la radio? ¿Está obnubilado y en otro mundo, se comporta como un vegetal? No, nada de eso. Es la misma persona de siempre pero ha encallado en la edad que los otros comensales no alcanzaron aun y no imaginan que existe. Porque esa persona sentada con ellos, continúa siendo la misma en los afectos y el respeto que le tienen, pero ahora no es una tripulante de esa nave que los otros pilotean con sus ideas, sus opiniones, su tremebunda información y sus certezas adultas y juveniles. Todos conocen a esos nuevos grupos musicales, a esos actores que arrasan en la tevé, se han enterado de las últimas noticias políticas y lo comentan todo vertiginosamente, intercambiando comentarios, alguna discusión pero siempre entre ellos, construyendo un túnel invisible por donde transita la época actual. Donde no puede introducirse quien tiene ochenta años aunque le sobren comentarios y disponga de alguna información o punto de vista.

Involuntariamente queda excluido/a en un silencio de ausencia mortal que ninguno hubiese querido provocarle, pero esa persona está allí, inerte, repleta de palabras posibles pero que no interesan porque no cuajan en el ritmo vertiginoso de las idas y venidas entre los comensales. Pueden ser ideas interesantes pero no están en el contexto que los otros adultos, hijos, nietos, amigos comparten cotidianamente y al cual quien tiene 70, 80 o más no logra adherirse. Puede disponer de contenidos múltiples y valiosos, cosas para decir, pero se supone que hablará desde otra época, desde cuando era joven, y eso ya no funciona.

No existe el menor atisbo de discriminar a ese comensal, sencillamente se lo desconoce como sujeto dialogal y el diálogo es aquella sustancia que permite que las cosas aparezcan, se transparenten. El comensal sentado sin diálogo, por muy amado que sea en esa familia se endurece como si fuera una cosa porque la cosa no piensa ni dice. Los temas y problemas del ser se convierten en problemas del decir, que es lo que no atina a hacer el viejo o la vieja que además, no puede dejar de pensar en el pequeño dolor que lo aqueja en ese momento o recordar la pastilla que deberá ingerir dentro de media hora. No lo hace porque no hay pausa para escucharlo o preguntarle y entonces en la consulta dicen: “No les interesa lo que yo les diga, en realidad yo no les intereso, me invitan porque no quieren dejarme solo...” Las escenas de ese encuentro transcurren contra las expectativas del anciano invitado, los diversos sucesos se enuncian de manera imprevista si bien lógica para quienes hablan y ese imprevisto posiciona al adulto mayor como espectador de una puesta de teatro de la que no participa aunque es uno de los protagonistas. Ese invitado/espectador se encuentra adherido a su símismo como observador silencioso, posición que lo afecta y puede generar furia o desconsuelo. Ingresa en una peripecia, algo raro, que inicialmente lo asombra porque es desconocido y le sucede en medio de personas, cosas, circunstancias conocidas (su familia) a la que va acostumbrándose con los años (Aristóteles consideraba la peripecia una ironía del destino). Ha aprendido a estar callado donde siempre se lo escuchó o donde siempre se la consultó y ahora pasa inadvertido/a en la hora del diálogo, siempre bien atendido en su dieta o en el brindis general.

Como se trata de una situación aprendida, los jubilados crearon sus propios clubes superadores de los bancos de las plazas, sus propios viajes en conjuntos armoniosos restallantes de conversaciones acordes con quienes se reconocen como semejantes. Pero algunos no concurren a estas agrupaciones y esperan ser escuchados en sus familias, en sus mundos de siempre. Quizá, por ser lo más difícil, sea ésta la etapa en la que se inaugura el remanso, cuando el agua se mece a sí misma, se escucha a sí misma; los adultos mayores se dan cuenta que podrían decirle a los otros que ellos continúan fluyendo, que están allí, y no sólo para que los atiendan y acompañen al médico, sino para dialogar. No se atreven a rescatar la presencia simbólica que la palabra incluye. Porque quizá no se sientan seguros con su lenguaje, con la velocidad de sus ideas, con la articulación de sus palabras. Pero la palabra de los viejos y de las viejas está allí, omitirla en las invitaciones familiares y en la vida es una indiferencia que merece revisarse. La palabra humana que le escamoteamos al otro y la escucha saturada por lo innecesario de cada día que anula o posterga la presencia simbólica del otro, son amarga insignia de estos tiempos.

* Psicoanalista.

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Imagen: Corbis
 
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