PSICOLOGíA

Una práctica del entre-dos

El psicoanalista Juan Ríos, fallecido el 8 de marzo pasado, se desempeñaba en el Centro Fernando Ulloa. El texto que se publica aquí como homenaje fue enviado a Página/12 días antes de su muerte. El contenido refleja la preocupación central de sus últimos años: los fundamentos psicoanalíticos y éticos del acompañamiento a las víctimas del terrorismo de Estado.

 Por Juan Ríos *

¿Cuál es el acto que funda nuestra práctica en un dispositivo de acompañamiento a las víctimas directas del terror de Estado, en tanto política pública reparadora e integral, enmarcada bajo los ejes centrales de Memoria, Verdad y Justicia?

Al intentar responder esta pregunta es lícito señalar la tensión en la que se desarrolla nuestra praxis en cuanto al abordaje de dos discursos que en su génesis epistemológica son por entero antagónicos. Me refiero al discurso jurídico y al discurso psicoanalítico.

Sabemos con Lacan sobre los cuatro discursos que hacen al lazo social y la equivalencia y/o sometimiento del discurso jurídico al descripto en el seminario XI como discurso universitario en donde el saber “objetivo” es acumulado y erigido como ideal de imperativo categórico.

Por contrapartida el discurso psicoanalítico intenta llevar el saber al lugar de la “verdad”, para lo cual debe propiciar el desmontaje de los saberes universales del “para todos” y construir una verdad singular propia del “para uno”.

La tensión inherente entre esos dos discursos es la que funda nuestra praxis institucional, y como bien señala Freud, terminamos ejerciendo con nuestro acto las “soluciones de compromiso” que median y soportan ese “entre dos”.

Nuestra historia trágica reciente nos obliga a ponernos en la piel del rol que jugó el Estado para aquellos a los que el discurso jurídico convoca a que pongan narración a lo estrictamente inenarrable.

Cabe señalar que ese mismo Estado es el que se apartó del ser garante de la legalidad fundante del pacto social y se erigió como única ley posible presentificándose como un Otro absoluto por fuera de su propia ley y sin estar necesariamente sometido a ella. Acto institucional renegatorio que dejó a los sujetosciudadanos a merced de la perversión gozosa de un Estado que obligó a cumplir con sangre la letra de una ley vacía de diferencia y que solo admitió la imposición de “individuos masa” moldeados a su propio y arbitrario parecer, con las consecuencias totalitarias que radicaron en la negación y el exterminio de cualquier divergencia posible.

Ya en otros tiempos históricos y políticos es que nos presentamos ante las víctimas del terror de Estado, paradójicamente con ese mismo significante, pero ahora haciendo de la diferencia un acto fundante de nuestra práctica y alojando el padecimiento de cada cual según sus propias construcciones singulares.

Durante mucho tiempo hemos asistido desde distintas coyunturas políticas, mediáticas y terapéuticas a la consonancia de ciertos discursos que promovían el olvido y la desmemoria como puesta en acto de una realidad saludable para con los sujetos damnificados y para con la nueva reescritura de la memoria colectiva en aras de una inquietante “pacificación nacional”.

Sabemos a partir de Freud y también de Marx que toda dinámica subjetiva y social se pone en marcha a partir de la tensión en las asimetrías, leídas como “conflicto entre instancias” en el primer autor o como “lucha de clases” en el segundo.

Con lo cual más allá de los intentos de cierto discurso del poder hegemónico, que se ha beneficiado de las políticas concentracionarias y que ha intentado “disciplinar” constantemente la memoria colectiva de la sociedad para des-responsabilizarse de sus actos, ha dejado un saldo cuya ecuación lógica es inasimilable en tanto resto imposible de reducir y enmarcar en la política del olvido como discurso uniformizante.

Previa a la intervención del Estado como práctica de una política pública, fueron los organismos de derechos humanos quienes encarnaron la voz silente de las víctimas del terror de Estado e hicieron de ese resto imposible de uniformizar por el discurso hegemónico-totalitario, el hueco-la hiancia por la cual hacer presente la memoria del olvido.

Es sobre ese hueco, sobre esa hiancia, por donde hoy la política pública intenta “reparar” aquellos efectos devastadores del terror de Estado para con los sujetos-víctimas directas de su acción, como así también para con los efectos sociales indirectos de su operación.

Ahora bien, ¿que entendemos como efecto reparador?

Sabemos desde el psicoanálisis la imposibilidad de volver las cosas a un estado anterior, en tanto toda irrupción pulsional rompe la homeóstasis del aparato psíquico y genera un efecto de huella traumatizante que hace marca en la historia individual del sujeto o colectiva de una sociedad.

Aun así, la apuesta del quehacer del Estado en tanto acción reparadora de lo que es estrictamente irreparable tiene un gran margen de acción, cuyo objetivo primario se traduce en “alojar” a sus víctimas, en prestarle su voz para que en una nueva invención del “eterno retorno” puedan reescribir su propia historia como sujetos deseantes y como colectivo social de un país.

Para ello el Estado ha tomado para sí la lucha inclaudicable de las voces silenciadas de los Organismos de Derechos Humanos y les ha dado el volumen necesario para ser oídos, en una entidad que se puede traducir en la ejecución y puesta en acto de los tres poderes del Estado.

El Poder Legislativo sancionando la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad, el Poder Judicial traduciendo este mandato en la puesta en marcha de los juicios por delitos de lesa humanidad y el Poder Ejecutivo aplicando programas para acompañar, asistir y reparar integralmente a sus víctimas.

Una vez comprendida la traza discursiva de los campos en tensión, debemos tener en cuenta que el acto de acompañar como política pública no se reduce a la coyuntura específica del momento del testimonio, sino que implica una diacronía de tres momentos analizables en un antes, durante y después del testimonio, como así también un análisis del tiempo sincrónico que la subyace.

Lo “ominoso” que pulsa en la experiencia traumática no es algo “que pasó” en términos diacrónicos de referencia espaciotemporal, más bien es algo “que pasa” en términos sincrónicos de estructuración lógica del inconsciente.

Las palabras que hacen borde en la coyuntura dramática de una narración sobre lo estrictamente inenarrable es siempre algo a construir.

Acompañar y alojar ese proceso es el objetivo primordial de las “entrevistas preliminares” a todo testimonio posible en estrados judiciales.

Hacer semblante para que una construcción literaria sea posible y tener una lectura sobre la posición subjetiva que cada quien tiene para con su propio padecer respecto a la narración de lo vivido y sufrido por el terror de Estado, es esencial para determinar si la víctima está en condiciones subjetivas (o no) de afrontar esa experiencia frente a un tribunal.

Para el discurso jurídico el brindar testimonio es una “carga pública”, o sea una “obligación” que tienen todos los ciudadanos de la polis en poner su palabra al servicio de una verdad objetiva para que ningún delito quede impune.

Para el discurso psicoanalítico el brindar testimonio es una “responsabilidad subjetiva”, o sea un “derecho” que tiene cada quien para la construcción de una verdad posible que contribuya a suturar las marcas del horror individual y así poder evitar la repetición en el colectivo social.

El intersticio entre la “carga pública” (en tanto obligación jurídica) y la “responsabilidad subjetiva” (en tanto derecho singular), es el margen de maniobra en el que podemos fundar nuestro acto como acompañantes para con las víctimas del terror de Estado en el proceso de dar testimonio en los estrados judiciales.

Hay que tener presente que no toda experiencia discursiva es reparadora per sé, solo oficia de borde en un reparo posible si la voluntad subjetiva de cada quien asume la responsabilidad de atravesarla desde la propia enunciación, más allá del enunciado.

Es en este punto donde debemos detener nuestra escucha para ser consecuentes con el deseo inconsciente de cada quien a la hora de brindar testimonio.

Como agentes de un Estado reparador es nuestro deber ético posicionarnos del lado de la enunciación de quien va a brindar su testimonio y respaldar ese posicionamiento subjetivo.

Evitar la revictimización por la cual el sujetovíctima fue puesto una y otra vez en el lugar de objeto, aun con el noble propósito de esclarecer una verdad silenciada, es la brújula ética que debe orientar nuestra praxis.

Una vez dilucidada la voluntad del sujeto en cuanto a responsabilizarse por su acto de testimoniar, llega el momento coyuntural de la “escena” del testimonio.

Aquí es necesario detenerse y tener en cuenta que no solo se acompaña al sujeto que brinda su palabra sino también a todo el conjunto de su familia, amigos, allegados y Organismos de Derechos Humanos que ponen en ese relato la expectativa de echar luz sobre sus propias oscuridades ominosas que dejó como marca la clandestinidad de aquellos sucesos traumatizantes.

Anticiparse a una escena es también poner en conocimiento los actores y el mecanismo de la misma, como así también los derechos y los deberes que lo asisten en el acto jurídico.

Hay que tener en cuenta la tensión subyacente entre los dos discursos puestos en juego y oficiar como soporte e intermediario de los mismos.

Por el lado de los actores jurídicos “subjetivar” el discurso para que tengan en cuenta las particularidades propias de la persona que porta ese saber (no sabido). Por el lado de quien presta testimonio “objetivar” el discurso para anoticiarlo de las particularidades propias de esa construcción de saber jurídico.

Si la decisión subjetiva de quien porta ese “saber no sabido” se hace responsable de “atravesar” en la construcción de un relato la experiencia jurídica, estaremos en condiciones de afirmar (sin temor a equivocarnos) que la experiencia de dar testimonio en un estrado judicial ha sido reparadora, ya que en ella se pone en juego ese “tercero de apelación” por el cual “la” justicia encarna y ejecuta la igualdad y el sometimiento a una legalidad simbólica, que media, atraviesa y está por encima de las rivalidades especulares intrínsecas, propias de las relaciones intersubjetivas de “todos” los ciudadanos de una sociedad determinada.

Si por el contrario la decisión subjetiva de quien porta ese “saber no sabido” es la de “no atravesar” esa coyuntura, mas allá (o más acá) de verse posicionados por cierto discurso Superyóico del “deber ser”, en tanto carga pública jurídica o funcionalidad del acto militante, podemos afirmar (con temor a equivocarnos) que la experiencia de dar testimonio no cumple una función reparadora, ya que es el posicionamiento del sujeto del inconsciente de cada quien el que pone la justa medida en la construcción de un relato responsable de sí mismo.

En estos casos, como venimos sosteniendo como psicoanalistas y como trabajadores de un Estado que intenta reparar su propio flagelo, nuestro único deber es para con las víctimas del terror de Estado. Lo que implica no ceder el posicionamiento ético de acompañar y validar sus propios posicionamientos subjetivos con el objetivo de evitar someterlos (aun con las mejores intenciones) a un más allá de sus propias decisiones, propiciando una “puesta en escena” revictimizante (acting) a la medida de un “eterno retorno” de lo fueron sometidos durante todos estos años.

¿Qué sucede el momento, el día, el mes, la elongación temporal del después del testimonio, cuando caen los emblemas identificatorios de lo que estuvo inmóvil durante tantos años?

Francamente cada cual se las tendrá que ver con su propia “novela familiar”, o sea con sus propias capacidades subjetivas, construidas o por construir, en relación a lo narrado, para con su propia historia y para con su propia transmisión filial y transgeneracional.

Como agentes del Estado ofrecemos una red de profesionales a disposición de cada quien para que en el tiempo singular de cada cual sepa que puede acudir y que será escuchado/alojado desde un deseo que nos hace abstinentes pero no neutrales.

Todo nuestro trabajo de asistencia integral en tanto política pública emanada del Poder Ejecutivo Nacional se enmarca bajo la órbita del “Plan Nacional de Acompañamiento y Asistencia a Querellantes y Testigos Víctimas del Terrorismo de Estado”.

Más allá de las cuestiones obvias es lícito señalar que como funcionarios del Estado Nacional solo acompañamos a testigos víctimas y no a victimarios. Desde el punto de vista institucional la política pública se enmarca en la reparación de aquellas heridas causadas por su propio accionar, para lo cual es un contrasentido acudir al llamado de aquellos funcionarios que las han causado en nombre del propio Estado. En todo caso, de solicitarlo, habrá otras instancias no dependientes del Poder Ejecutivo Nacional a donde podrán recurrir en un Estado de derecho.

Desde el punto de vista subjetivo de quienes ponemos en práctica nuestra labor institucional, es atinado tener en cuenta el “acto ético” que funda nuestra praxis. Contratransferencialmente soportando la abstinencia en la que suspendemos los juicios de valor que emanan de nuestro propio fantasma. Transferencialmente en el análisis de la posición del sujeto demandante, en la que ninguno de los victimarios (hasta ahora) se ha hecho responsable de sus propios actos, razón por la cual son impermeables al discurso psicoanalítico.

Como última premisa descompondremos nuestro acto en tres dimensiones de análisis, con las que podremos orientar cada una de nuestras intervenciones.

Una “dimensión subjetiva” en la que, como señalamos anteriormente, se pone en juego nuestro propio fantasma en tanto ordenador de sentido. Una “dimensión institucional” en la que seguimos las líneas directrices de la política pública reparadora, en tanto puesta en acto de los ejes fundantes de Memoria, Verdad y Justicia. Y una “dimensión política” en la que evaluamos el modo en que se ponen en juego las otras dos dimensiones en el ámbito específico de intervención.

Teniendo en cuenta estas premisas “el acto de acompañar” podrá sustentarse desde una posición ética que nos llevará a una nueva relación con lo real en tanto lo imposible de ser dicho, pero que no por ello dejará de insistir en y con sus marcas. Estará en el juicio íntimo de cada una de las víctimastestigos que han podido atravesar y atravesarse en ese acto, la evaluación última de nuestra labor conjunta.

* Juan Ríos fue psicólogo (UBA) y al momento de su muerte se desempeñaba como referente de la Megacausa ESMA en el Equipo de Acompañamiento a Víctimas-Testigos del Terrorismo de Estado, del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa (Secretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de la Nación).

Bibliografía

- Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos, Dr. Fernando Ulloa - Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional Federal Nº 12 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Protocolo de Intervención para el Tratamiento de Víctimas-Testigos en el Marco de Procesos Judiciales. Area de Publicaciones de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, Buenos Aires, 2011.

- Duhalde, Eduardo Luis, El Estado terrorista argentino. Quince años después, una mirada crítica. Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1999.

- Freud, Sigmund, Recordar, repetir, reelaborar. Ed. Amorrortu, obras completas, libro XII. Buenos Aires, 2007.

- Lacan, Jacques, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Paidos, seminario 11, Buenos Aires, 2007.

- Marx, Karl Engels, Friedrich, El manifiesto comunista. Ed. Agebe, Buenos Aires, 2003.

- Rousseaux, Fabiana, “Lazo social desaparecido”. Diario Página/12, Sección Psicología, jueves 11 de diciembre de 2014.

- Ulloa, Fernando, La novela clínica psicoanalítica, Ed. Del Zorzal, Buenos Aires, 2012.

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Imagen: Rolando Andrade
 

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