PSICOLOGíA

Muerte en microcentro: un testimonio implacable

 Por Sergio Zabalza *

Freud calificó a la comunidad humana como una gavilla de asesinos reunidos en torno a ciertos acuerdos mínimos con el fin de sostener algún nivel de convivencia: un equilibrio cuya fragilidad queda demostrada, en mayor o menor medida, según las épocas y los gobiernos. Por ejemplo: días pasados un abogado –y militar retirado– emprendió una balacera contra unos motochorros y mató a un transeúnte. En efecto, un trabajador caminaba por una de las calles del microcentro de la Ciudad de Buenos Aires. Estaba empleado en una cerrajería de la zona. Quizás se dirigía a cumplir una tarea, quizás pensaba en su familia, en sus tres hijos, en el partido de Argentina, en algún sueño, en algún temor. De pronto su pensamiento, su movimiento, su corazón y su cuerpo se detuvieron para siempre: una bala le atravesó la espalda y lo mató en el acto.

Decir que no sufrió es casi un insulto a la dignidad humana. Y hablar de la condición contingente de nuestra existencia resulta por demás insuficiente para abordar un hecho que participa de muy precisas coordenadas. A este hombre le arrebató la vida la impunidad y el creciente desprecio por el semejante que el poder político insufla en la vida cotidiana: la degradación de la conciencia moral que hace posible la convivencia. Cruel paradoja; una víctima de un robo se convierte en un asesino. Es que considerarse con derecho a ejercer justicia por mano propia es la destitución del estado de derecho, el quiebre de la norma que permite la vida en comunidad.

Que quede claro: la civilización comienza en el control del impulso, de lo contrario estamos en la barbarie. Según testigos, el matador –hombre vinculado a cuevas financieras y al triple crimen de general Rodríguez– pasó delante del cuerpo de la víctima y siguió su marcha tras su portafolio sin más. No demostró compasión, aflicción ni horror por la acción cometida. En Deutsches Requiem, Borges ilustra de manera acabada el oscuro impulso que motiva el acto violento. Dice el narrador: “Ante mis ojos no era un hombre, ni siquiera un judío: se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable”1.

Pero lo que el arte de Borges hace visible y conmovedor permanece oculto tras los mitos, delirios, y prejuicios que constituyen una comunidad hablante. En efecto, nada mejor que atribuir al semejante esa zona de mi alma que resulta intolerable: se deposita en una excepción –el motochorro, por ejemplo– la alteridad radical que nos habita. De esta manera, el semejante se constituye como el espejo de nuestros más oscuros aspectos, eso que el lenguaje falló en simbolizar: una excepción maldita. Forcluido el vacío que propiciaba la sublimación, la violencia aparece como el único destino posible del impulso.

Ahora bien, esta condición estructural al ser hablante se potencia o se atempera según las políticas que orientan una comunidad. El episodio que nos convoca acontece en un clima social enrarecido por la incentivación a la violencia que el actual gobierno ejerce contra militantes, carenciados y trabajadores, hoy convertidos en una suerte de oscuro enemigo al que hay que acallar o eliminar (o basura a la que hay que acomodar, como prefiere decir un funcionario). El ataque a jóvenes que participaban de la inauguración de un local político, la represión a trabajadores y a una murga villera, por citar tan sólo algunos ejemplos, así lo corroboran. Es que el discurso de la antipolítica no tolera el conflicto como motor de la vida. Su alegría pretende ser implacable.

* Psicoanalista.

1 Jorge Luis Borges, “Deusches Réquiem” en Obras Completas, tomo I, Barcelona, Emecé Editores, 1989, página 579.

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