PSICOLOGíA › A PARTIR DEL “ESQUIZOANALISIS”, FUNDADO POR DELEUZE Y GUATTARI,
SE RECONSIDERA UNA NOCION CENTRAL EN LA SUBJETIVIDAD

Te deseo, me deseas, pero, ¿qué o a quién desea nuestro deseo?

El autor discierne tres “imágenes del deseo”: la del discurso “lego y cotidiano”, la del sujeto “faltoso” que tematizó el psicoanálisis y otra donde el deseo “no es propio de los sujetos” sino “una realidad virtual” que “produce, incesantemente, nuevas realidades”. Y “a este deseo-producción no le falta nada”.

Por Gregorio F. Baremblitt*

La palabra deseo tiene una larga e importantísima tradición histórica, tanto en Oriente como en Occidente, llena de diversidades y matices. Esa importancia es ante todo ética, ya que la imagen de deseo que se asuma contendrá, implícita o explícitamente, valores que conducen la existencia en un determinado sentido o en otro.
En primer lugar, en el discurso lego y cotidiano, se habla de deseo como un sentimiento e impulso más o menos consciente y voluntario según el cual una persona o un conjunto de personas quiere algo. Ese algo puede consistir en una inmensa y variada calidad y cantidad de cosas, estados o entidades, concretas o abstractas, a las cuales, generalizando, se acostumbra denominar objeto deseado. Pero el deseo, así entendido, tiene también un objetivo, que, se supone habitualmente, consiste en la obtención de placer y en la evitación del displacer o del sufrimiento, para ese alguien que desea un objeto y lo consigue. Obviamente, quien desea un objeto con ese objetivo, si lo procura es porque no lo es ni lo posee. Obviamente, como aquel que desea sabe que no es ni tiene lo que desea, puede decirse que ese objeto, exista o no en la realidad, le falta.
Pero, desde la más remota antigüedad hasta la modernidad contemporánea, existe otra imagen del deseo. Se trata de un sentimiento y un impulso inconsciente e involuntario, o sea, desconocido e incontrolable para su portador o sus portadores, que no saben que sienten y no dominan ese querer, ni lo que quieren, ni para qué o por qué lo quieren. Eso no impide, es claro, que ese deseo inconsciente e involuntario dirija sus vivencias, sus experiencias y sus actos, y lo hará tanto más cuanto el sujeto en cuestión aprenda a creer que es así, que ese tipo de deseo existe aunque él no lo sepa.
La versión actual más difundida de esta imagen del deseo es, sin duda alguna, la postulada e implantada por diversas corrientes del psicoanálisis. En sus versiones más sofisticadas, la disciplina freudiana sostiene que el sujeto del deseo –el que desea inconscientemente– es una parte del sujeto “psíquico” radicalmente separada de lo que se conoce como yo consciente y voluntario por una barrera activa llamada represión.
El deseo sería una fuerza que impulsa a ese sujeto a procurar un objeto que no existe en la realidad, cuya realización es imposible y que es definido por las diferentes teorías de una manera difícil de resumir. Empleando un término bastante vago, se puede decir que se trata de un objeto imaginario, pero de una imaginación, a su vez, inconsciente. Su versión más ortodoxa, la freudiana, sostiene que el objetivo de ese deseo consiste en montar una escena imaginaria inconsciente (como diría Freud, metafóricamente, alucinada), a la cual denomina fantasía inconsciente, en la cual el sujeto del deseo inconsciente se representa ese deseo como “realizado”, lo cual le confiere un placer y una evitación del displacer “provisorios”.
Sólo después de haber obtenido esos “beneficios” inconscientes el deseo inconsciente animará al deseo consciente, y éste a su vez al sujeto consciente, a buscar en la realidad algo que intente sustituir al objeto imaginario, sin conseguirlo plenamente nunca. Así, el sujeto consciente obtendrá apenas una “cuota”, un grado de placer y de evitación del displacer relativamente “insuficientes”, y esta insuficiencia garantizará que continúe buscando incesantemente.
Pero, para que ese proceso funcione eficientemente, es preciso que el sujeto sea capaz de hacer consciente lo que su fantasma perseguía, estableciendo y resignándose así a la diferencia entre lo deseado inconscientemente y lo obtenido en la realidad. Ese “conocimiento” se obtiene por medio de la formulación en palabras de la citada diferencia, proceso que se denomina simbolización y que, paradójicamente, tiene al deseo inconsciente como su motor al mismo tiempo en que es la condición de su buen funcionamiento.
Cuando el mismo no ocurre, es decir, cuando el deseo inconsciente se realiza exclusiva y parcialmente en lo imaginario, se manifiesta como síntomas, inhibiciones o angustia. Cuando el deseo inconsciente se realiza totalmente en lo imaginario, obtiene su objetivo último, que es completarse plenamente, o sea que el sujeto se identifique con su objeto deseado, lo cual significa el final de la búsqueda, es decir, la muerte.
De acuerdo con esta teoría, el ser humano se caracteriza como un animal que, para aprender a simbolizar, sólo tiene una opción, debe convertirse en un ser esencialmente carente y “faltoso”, condenado a un cierto malestar del que no se liberará jamás.
Pero hay una tercera imagen del deseo, que también muestra una larga tradición histórica y que en la actualidad es sustentada por importantes pensadores. Esa teoría propone que el deseo no es ya una fuerza propia de los sujetos conscientes o inconscientes, tal como la primera y la segunda imagen que hemos descripto lo concibe.
Para esta imagen –que, por cierto, no es exactamente una imagen y debe ser incesantemente reformulada con nuevos conceptos, perceptos y afectos–, el deseo es una realidad virtual generadora de toda realidad natural, mental, social y tecnológica, así como de sí misma. Ese deseo es una potencia infinita que se define como pura producción y no produce sólo imágenes subjetivas sino una cantidad de tipos de subjetivación infinitamente diferentes.
Ese deseo, que produce al mismo tiempo lo que desea y lo que es deseado, es también su propio objetivo: el de producir, incesantemente, nuevas realidades. Ese deseo es potencia productiva y, para hacer justicia a algún momento teórico en que Freud lo intuyó, se lo denomina producción deseante. Incluso ese deseo, que inventa infinitos sujetos y objetos, se define más conspicuamente por los que todavía no fueron inventados, pero no por eso se puede decir que le falten, porque no hay ningún ideal por relación al cual sea posible afirmar que eventualmente estaría completo. Ese deseo-producción no carece de nada. Su objetivo y sus procedimientos están más allá de lo que tanto los sujetos como las psicologías y el psicoanálisis consideran lo real, lo imaginario y lo simbólico, lo posible y lo imposible, lo consciente y lo inconsciente, lo voluntario y lo involuntario. Ese deseo funciona (produce) por su propia “naturaleza”, y no porque le falte o le sobre nada; antropomórficamente hablando: su deseo es producir.
Sabemos que las teorías y las prácticas que tales teorías fundamentan nunca son neutras. Independientemente de los resultados específicos que se espera de ellas, tienden a provocar los efectos que postulan orientando la vida de los hombres hacia los sentidos y valores que propugnan.
Cabe, entonces, preguntar al lector: ¿de acuerdo con cuál de esas tres imágenes del deseo preferiría vivir?

* Docente libre autorizado de la Facultad de Ciencias Médicas de la UBA y de varias universidades brasileñas. Coordinador general del Instituto Félix Guattari de Belo Horizonte, Minas Gerais, Brasil.

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