PSICOLOGíA › CRONICA, MINUTO A MINUTO, DE LAS DESVENTURAS DE UN ANALISTA EN SU JORNADA DE TRABAJO

Pacientes, penas y amantes de un psicoanalista

Aprovechando el relajamiento de la censura en febrero, Página/12 accedió al registro –ficcional pero quién sabe– de los pensamientos y hechos más íntimos de un psicoanalista argentino: sepa el lector, por fin, cuál es el deseo del analista.

Por César Hazaki*

Martes, 12.45. Paciente que no viene, no avisa y no paga. Me inquieto, miro el reloj.
12.50. Voy a hacerme un mate a la cocina. Dudo entre comerme un pan o tomar un ansiolítico, sospecho que el día no será bueno. Intuyo algún peligro, pero me parece que exagero. Pienso en la cuota del auto, más el seguro y el garaje impago. Decido tomar el ansiolítico. Pienso en acostarme para y veo que la gata ha cagado sobre el edredón de plumas de ganso de la cama. Trato de limpiar. Soy algo obsesivo, quiero que quede bien.
13.00. Estoy en pleno frenesí de limpieza del edredón, rodeado de productos. Además del ansiolítico me tomé un antioxidante. Suena el teléfono. Es la paciente de las 13 que no puede venir: “Me rajaron del laburo, no sé cómo voy a hacer ni cómo voy a pagarle –agrega–. Adiós”. Corta. Como el ansiolítico ya me hizo un poco de efecto, no tengo temblores en las manos. La gata también había meado el edredón. Sin dudar tomo el acolchado y me dirijo al laverrap. “No tengo máquina para lavar estas plumas –dice la señora– pero quédese tranquilo: se lo mando a lavar con un especialista. Le va a salir un poco caro.” Acepto todas sus condiciones y vuelvo a casa. En el contestador hay un mensaje de mi amante de los lunes al mediodía. “Qué lástima que no estás, ayer no pude pasar pero había preparado una torta de dulce de leche para comerla juntos hoy, después de tu paciente de las 13” (mis amantes acomodan su vida para estar entre paciente y paciente en mi consultorio: en cierto sentido son supervisoras de mis casos, dado que en la cama comentamos las dificultades de cada uno).
14.00. Estoy en el sótano, volviendo a guardar los dieciocho productos importados de limpieza que había dispuesto para el edredón. Los productos los tengo desde antes de la devaluación, los cuido mucho, nunca podré ya renovarlos. Pero la humedad del sótano los está echando a perder. Empiezo a revisar uno por uno, vuelve a sonar el teléfono, trato de subir la escalera, me golpeo la rótula; el ansiolítico está haciendo más efecto y mis movimientos son torpes. Recuerdo que no puse el contestador. Pienso que tal vez sea un paciente nuevo, eso cortaría la mala racha. Llego a la cocina, me manché la camisa al subir, en el reloj de la pared son las 14.07. Este reloj adelanta un minuto, pienso, mientras corro al teléfono. La comunicación se ha cortado. Vuelvo a la cocina y me subo a una banqueta para poner en hora el reloj, pero suena otra vez el teléfono. Corro a atender. La gata, que está consciente –si un psicoanalista puede decir esto de su gata– del lío que había armado, cuando me ve sale corriendo. Se lleva una maceta por delante y voltea un ficus grande, se desprende desesperadamente de la planta y huye. No me detengo, voy al teléfono, quiero creer que el llamado cambiará mi suerte. Pero es mi ex mujer.
Dice que no pudo sacar del banco la cuota alimentaria. Grita: tengo que hacerme cargo de los pagos, no puede ser que deje así a los chicos. En realidad, ha dicho: “... a mis hijos y a mí”. Corta. La llamo para insultarla pero da ocupado. Como siempre, dejó el teléfono descolgado: una vez que me ganó en el anticipo de la pelea, no tengo forma de devolverle la agresión. De todos modos tiene razón. ¿Qué pasó con la cuota alimentaria?
14.21. Llamo al banco: el cheque del paciente que terminó su terapia y se fue a vivir al sur vino devuelto, sin fondos. Recuerdo lo contento que estaba este hombre por cambiar de vida, lo agradecido que estaba por el efecto que el psicoanálisis había producido en él: me lo decía mientras llenaba el cheque. Ahora no tengo forma de ubicarlo.
14.42. Llama mi amante del grupo de estudio de Lacan. Llora. Dice que no se lo banca más, que tenemos que cortar, que hace tres años que espera que deje a mi novia. Además, agrega, el marido sospecha y está tratando de averiguar quiénes, además de nosotros dos, formamos ese grupo de estudios que se reúne desde hace cinco años.
15.07. Trato de parar la pelota. Necesito hacer un balance de la situación. Contar las bajas, evaluar daños, establecer prioridades. Pongo el contestador. Voy a la cocina, sin mirar el ficus desparramado en el patio. Empiezo a cebarme unos mates, no tomo en cuenta el reloj fuera de hora, me decidido a tomar una pastilla de vitamina C. Quiero prevenirme de una gripe o resfrío, después de tanto estrés.
15.12. La pastilla me quedó atravesada en la garganta. Tomo más agua para despegarla de la campanilla, toso, tengo arcadas pero consigo que la pastilla llegue al estómago. La vitamina C es un remedio de la infancia. Mi madre decía que había que prevenirse de los malestares, y también del mal de ojo y de la envidia. Avelino, un amigo de mi padre, le seguía la corriente con certeros comentarios sobre la caída del sistema inmunológico: “Cuando andás mal, todas las pijas te apuntan”, decía. O bien: “Cuando andás mal, te caés de espaldas y te rompés el pito”. Pienso que en aquellos diálogos, en esas noches de verano cuando el calor no dejaba dormir, allí están las bases de mis gustos y orientaciones profesionales. El saber popular sobre la depresión y el trauma.
15.22. El agua ya está a punto para el mate pero el aluminio de la pava transpira, unas gotas caen sobre la hornalla. Se rompió. Terminó su vida útil la querida pava, la única cosa que conseguí de los bienes gananciales después de juicios, conciliaciones, mediaciones, terapias de resolución de conflictos.
15.23. El reloj de la cocina está un par de minutos adelantado. Suena el teléfono, no atiendo. Pongo el agua en el termo.
15.25. El termo está roto. El vidrio interno se ha hecho añicos. Cebo el mate con un jarrito de aluminio. El chorro es demasiado grueso y el mate se lava enseguida.
15.29. Salgo al patio con el jarro y el mate como objetos acompañantes. Quiero tratar de resolver las situaciones y no agravar mi malestar. Vuelvo a la cocina y disuelvo un sobre efervescente de betacaroteno: quiero reforzar mi corazón al máximo posible porque, a pesar del ansiolítico, tengo taquicardia. Trato de salir de mí: busco a la gata.
15.38. Mi reloj de pulsera es muy exacto. Encuentro a la gata sobre el techo de la cocina, escondida en el alero. Estiro mi mano y me muerde. Bajo del techo de la cocina. Puteo.
16.07. Terminé de recoger el ficus y barrer la tierra; la gran maceta de cerámica está partida a lo largo; irrecuperable. Vuelve a sonar el teléfono. Me animo y atiendo, pienso que la vitamina C y el betacaroteno más el ansiolítico protegen mi humanidad herida. Es la señora del laverrap: la limpieza del edredón sale ciento ochenta y nueve pesos; lo tendrán para la noche. Con un hilo de voz le pregunto si puedo pagar con tarjeta: sí, pero con un recargo del veinte por ciento. “Está bien. señora.”
16.21. Creo que dormir un rato me hará bien. Me acuesto pero, sin el edredón, la cama es húmeda y fría. Tal vez sea conveniente suspender pacientes y llamar a mi masajista tántrica.
16.32. Desde hace varios minutos, no sé cuántos, insisto con el redial en busca de la masajista tántrica, Marcela. Ella siempre respondía a mis llamados, a mis urgencias, sobre todo después de ver pacientes histéricas, que me dejan en un estado de gran excitación. Una de ellas me hace la vida imposible con sus grandes escotes. Pero el teléfono insiste en que “momentáneamente no se puede alcanzar el destino deseado”. ¿Cómo se atreve a hablarme a mí, esta máquina, del deseo y el destino? “Destino de pulsión, pulsiones y sus destinos”, le contesto, pero la voz femenina de la máquina no se inmuta. Le digo que es una obsesiva de mierda. Corto.
Me doy cuenta de que estoy perdiendo la chaveta. Me estoy haciendo mucha mala sangre. Paco, otro amigo de mi padre, decía que en estos casos lo mejor es decretar momento, instancia o día sabático y rajar para los chuchos en Palermo con La Fija debajo del sobaco. Era piola el turco, algo sabía. Voy a la cocina y me hago un té de gingko biloba con un poco de jengibre rallado. El jengibre rallado tiene poderes afrodisíacos: tal vez no sea el momento indicado, sobre todo si no encuentro a Marcela. Pero el gingko biloba me ayudará de verdad: tiene un estabilizador emocional que detiene el surmenage y los estados crepusculares. Tomo dos tazas de té bien caliente, son las 16.43. Ahora el reloj de la cocina está igual que mi reloj de pulsera. Miro, maravillado, cómo se acompasan. Me acuerdo de mi amante sistémica: ella tiene siempre ideas brillantes, además de un hermoso cuerpo. Voy a chatear con ella, que siempre me hace reír, y quizá podamos vernos.
16.49. Prendo la computadora, que inicia la actualización del antivirus en forma automática. Esto le llevará varios minutos.
16.54. Suena el timbre. Es el paciente de las 17. Me cambio la camisa y el pantalón, que se habían manchado de tierra por la caída del ficus. No tengo camisa al tono para el pantalón que me pongo, odio esto. No tengo más remedio que combinar camisa azul con pantalón marrón. Me lavo las manos, trato infructuosamente de sacarme la tierra acumulada bajo mis uñas; entretanto, el timbre ha sonado seis veces.
La sesión transcurre en un clima de ansiedad: el paciente por sus problemas, yo por lo horrible que me parece la combinación del azul de la camisa con el marrón del pantalón. Me resulta inaceptable que un paciente mío no haga una declaración sobre la camisa y el pantalón, algo así como: “Esa ropa me impide el trabajo analítico”. Decido entonces hacer un corte de sesión lacaniano; nunca supe bien cómo se hacía pero le doy para adelante. El paciente está entrenado en estas lides, es su cuarto análisis: me dice que descontará la cantidad de minutos que no le doy. Va a retirarse ofuscado y, ya en el pasillo, cuando estoy por cerrar la puerta, le increpo su falta de asociaciones. El pone el pie entre la puerta y el marco y me contesta: “Toda interpretación fuera de la sesión es una agresión, ¡gil de cuarta!”.
–Lo vemos la próxima –digo, mientras empujo con mi pie el suyo. El saca el pie, la puerta golpea y el vitral se fisura todo a lo largo.
17.21. Corro a la computadora, donde sigue trabajando el antivirus. Voy al teléfono, intento en vano comunicarme con Marcela. Parece que están saturadas las líneas de Belgrano, Núñez y Colegiales. Me hago un baño con agua caliente y malva, en el bidet. Siento que me voy relajando a partir del contacto de la malva y el agua caliente con la zona esfintereana. No es lo mismo que Marcela... Decido que, en cuanto la computadora termine el escaneo, me comunicaré con mi amante en Barcelona, una terapeuta cognitiva con la que tendremos agradable sexo cibernético. Esta idea, sumada al baño de asiento, me va tranquilizando. Decido suspender los nueve pacientes que me quedan hasta las 24: hoy dejaré todo librado al azar.
17.22. Empiezo los llamados para informar la suspensión de sesiones, pero la mayoría de mis pacientes viven en Belgrano, Núñez o Colegiales. Busco un vaso de agua y me pongo a recorrer la casa con el vaso lleno. Dicen que eso saca la mala onda. Los gatos también, dicen. Pero todo empezó con la cagada de la gata en el edredón. ¿Para qué tengo una gata, si en vez de sacar las malas ondas las produce? ¿Se le habrá acabado la vida útil, como a las pilas? Recorro concienzudamente la casa con el vaso lleno girando trescientos sesenta grados, de derecha a izquierda, tres veces en cada habitación y con las palmas de las manos hacia arriba como me enseñó mi amante nigeriana. Se hace difícil mantener el vaso en la palma de la mano.
18.30. Termino de hacer la limpieza de las malas ondas. En cada habitación hice seis veces el cambio de agua; mi esbelta nigeriana me había indicado que con una vez era suficiente pero yo quería estar seguro. Cada vez que iba a la cocina a cambiar el agua del vaso, tomaba algo para mejorar el estado alterado en que me hallaba: lecitina para el colesterol, muérdago para la hipertensión, cartílago de tiburón para prevenir la artrosis, polen de flores para la próstata y otros elementos sanadores.
18.45.Suena el timbre: miro los dos relojes, el de pared y el mío, clavados en la misma hora. Como no esperaba ningún paciente ni amante, porque a esa hora me dedico a anotar las historias clínicas, me intrigo. Por el portero eléctrico escucho la voz de una mujer: “Me llamo Epyphanie y estoy con mi amiga Socorro: estamos trayendo el mensaje del Señor, que, como usted sabe, es un mensaje de amor, paz y tranquilidad para la familia y la casa”. Pese a mi dificultad para conectarme con las mujeres y expresarles mis pasiones y sentimientos, siento, juro que siento que amo esa voz. Epyphanie y su amiga deben ser las enviadas que, en nombre de la esbelta nigeriana, vienen a salvarme de todos los malestares.
19.00. Estoy sirviéndoles un té en mi consultorio. Son pentecostales y pidieron que las escuchara por quince minutos. Pero no me siento bien. Un malestar baja desde el estómago hacia mis intestinos. No le doy importancia, lo atribuyo a la extraña situación de escuchar un mensaje religioso. Estaba dispuesto a creer en la verdad revelada de estas enviadas de la nigeriana, si bien sus cuerpos no son en nada parecidos al de ella; pero la ayuda puede tener la forma que quiera.
19.15. Al servirles la segunda taza de té, advierto que me estoy desmayando. Ambas mujeres se levantan al unísomo y una de ellas, justo a tiempo, coloca la Biblia negra bajo mi cabeza para evitar que se estrelle.
Lo demás, hoy miércoles de mañana, es reconstrucción, son retazos de lo que ocurrió. Epyphanie y Socorro me internaron en la clínica evangelista que está cerca de casa. Parece que yo deliraba, parece que hablaba de múltiples relaciones sexuales, que mencionaba mujeres en distintas acciones, parece que estaba en un estado de excitación imparable, parece que por lo menos dos enfermeras se aprovecharon de la situación. Por lo visto, la ingesta de todas aquellas sustancias sanadoras me había indigestado. El médico capellán, luego de sorprender a las enfermeras en mi cuarto, me declaró un peligroso maniático sexual y decidió hacerme una vasectomía. Cuando me llevaban al quirófano desperté y salí corriendo de la clínica, cubierto sólo con una bata de color azul. En la calle, la policía me detuvo. Mi abogado hizo los trámites y, justo cuando llegué a casa, el cadete gordito del laverrap tocaba el timbre para entregarme el edredón ya limpio. “Tardamos un poco más pero quedó perfecto”, dijo sonriente, mientras esperaba la propina.

* Psicoanalista. Editor de Topía Revista. El texto pertenece al libro Cuentos de Amor, Tripas y diván, de reciente aparición (Topía Editorial).

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