PSICOLOGíA › LA MASCULINIDAD ACTUAL, SEGUN SE PONE DE MANIFIESTO EN EL DISCURSO DE LOS VARONES EN ANALISIS

“Muere en mi lugar, mujer, y te consagraré mi luto”

Los hombres ya no son lo que eran. Esto, que se registra de muchas maneras, también se advierte en los divanes psicoanalíticos argentinos. Según la autora de esta nota, en el discurso del varón en análisis “el hombre atraviesa diversas alternativas de la pasividad, la mujer asume una mortificante posición de donación y se van determinando nuevos modos de andamiaje simbólico entre los sexos”.

Por Isabel Steinberg *

En nuestro país, el sujeto llega al análisis con dos marcas importantes:
- Un efecto semejante al de la posguerra: un tiempo que sigue a la época en que la realidad política llevaba a posicionarse frente a un enemigo, con los consecuentes aciertos y errores de cualquier contienda por el poder.
- Los efectos de relaciones nuevas entre los sexos, donde la “feminidad como máscara” en que la mujer escamotea lo estructural de la envidia al pene, cede su espacio a la demanda masculina de que ella “le dé todo” para envolverlo narcisísticamente con los ropajes fálicos.
Así, el discurso actual del analizante-hombre se pasea por dos riberas que podríamos enunciar, a riesgo de simplificarlas, como:
- el enemigo no existe
- la mujer debe darlo todo.
Estos dos enunciados se despliegan en distintas vicisitudes sintomáticas donde el hombre atraviesa diversas alternativas de la pasividad, la mujer asume una mortificante posición de donación y se van determinando nuevos modos de andamiaje simbólico entre los sexos.
Intentaremos ahora precisar este nuevo modo de relación.
La cuestión del enemigo abreva para el psicoanálisis en los tres tabúes nombrados por Freud –al muerto, al rey, al enemigo–, que dan soporte fantasmático a la angustia de castración en el hombre: miedo a morir, miedo al poder, miedo al usurpador. El cuarto tabú, el tabú de la virginidad, que merece en Freud un espacio preferencial, resignifica a los tres anteriores al otorgarle apariencia femenina: “la extraña” tendrá sus apariciones míticas como Parca, madre poderosa o mujer traicionera. Si el tabú de los animales –relacionado con la prohibición de matarlos e ingerirlos– guarda estrecha relación con el totemismo y por lo tanto con el horror al incesto y la metáfora paterna, el tabú que Freud denomina “de los hombres” tiene un carácter diferente: es el que anuda, a través de sus apariciones, la historia del complejo de castración de cada sujeto en sus dos vertientes, la sintomática (elección de neurosis, psicosis o perversión) y la sexuada (vinculación con la mujer y posición frente a la paternidad).
Oscar Masotta, en El modelo pulsional, instala una cierta ambigüedad en torno del estatuto del enemigo. Cito: “El enemigo muerto, se ve, es un semejante, uno mismo en el lugar del otro, y solamente un azar que ninguna representación cultural podría controlar hace que sea él quien ocupe hoy el lugar de uno”. Y más adelante: “¿No se adivina acaso que tales propiedades, ser un enemigo, un jefe y un muerto, no se refieren sino a la figura o al ser del padre?”. Tal ambigüedad, como toda ambigüedad, puede ceder su lugar a la formulación de una lógica adecuada: porque el complejo de castración anuda en el hombre la estructura dinámica de sus síntomas con su posición sexuada inconsciente, en la “antropología freudiana” el enemigo, que siempre está muerto, exhibe en su cabeza cortada lo mismo que la mujer en la herida del desfloramiento, aquello que en el miedo hace del hombre un ser deseante.
Así, el enlace entre el complejo fraterno, que posibilita la instalación simbólica del enemigo-semejante (con todos los posibles accidentes de la paranoia y la perversión), se anuda a la relación del hombre con la mujer como extraña y enemiga, tal como aparece lúcidamente expuesto por Freud en un texto fundamental: El tabú de la virginidad.
En Tótem y tabú, el matador victorioso, además de mostrar en sus ceremoniales culpabilidad por la muerte del enemigo, se entrega a rituales de purificación para liberarse de todo “contagio”, señalando así su identificación con el muerto, que no es otro que el semejante, la metonimia del propio sujeto cautivo en su destino de fracasar al intentarocupar el lugar del padre, olvidando su Nombre. El totemismo como versión del padre instala la instancia de los hermanos, asociados para suprimir al padre-adversario y convertidos en rivales-enemigos cuando se trata de la posesión de las mujeres. No debe sorprendernos que Freud finalice Tótem y tabú con una alusión al héroe clásico, “el que toma sobre sí la culpa trágica para redimir al coro”, ya que el tabú está en el corazón de la conciencia moral; los términos “conciencia tabú” y “remordimiento tabú” son formas de aproximarse al concepto de superyó y a su aparición paradigmática en el obsesivo como “conciencia angustiante”. El héroe mencionado es Orfeo, muerto en vida por su fracaso al intentar salvar a Eurídice de la muerte, y Freud lo pone en serie con Dionisios, el divino macho cabrío, y con Cristo, cuyo sacrificio e inmolación frente al Padre se ligan con la renuncia a las mujeres a través de la instauración del celibato.
En El tabú de la virginidad, la virginidad como garantía de la monogamia o exclusividad se convierte en un escollo para el marido, que es auxiliado por la comunidad en la operación de desfloramiento, concluyendo Freud que lo que en verdad reviste el carácter tabú es la mujer, como extraña y enemiga; y, como en todo tabú, lo temido es el contagio, en este caso el contagio de la feminidad, con la consecuente pérdida de virilidad para el hombre. Aquí Freud enlaza este tabú con el “narcisismo de las pequeñas diferencias”, donde un rasgo diferente dentro de una afinidad general despierta hostilidad y sitúa al otro en el campo de lo agresivo, y se sirve, no ya del ejemplo del obsesivo como en los otros tabúes, sino de la fobia como puerta de las neurosis, al definirlo como “un artificioso sistema comparable al que nuestros neuróticos construyen en sus fobias”. El temor fóbico al desvirgamiento quedaría explicado por el temor a la venganza femenina frente a la penetración destructiva, como máscara de la estructurante envidia al pene. La alusión freudiana a la obra El veneno virginal perpetúa la metáfora de la mordedura vaginal (vagina dentada) como icono de la guerra entre los sexos.
En el obsesivo “clásico” el miedo a la castración toma la forma de escamoteo al rival-enemigo, a la muerte y al poder, como ceremonial tendiente a sostener la virilidad, amenazada por la mujer vengativa, que condensa los tres tabúes –mujer hostil, mujer con poder, mujer que puede causar la muerte–; a este obsesivo se refiere Lacan como alguien que en Occidente estaría en minoría, por no decir en franca extinción, frente al nuevo modelo masculino de sometimiento al ideal materno, que ya no se defiende de la mujer-enemiga sino que busca completarla, tranquilizarla, dándose como carente, victimizado. El héroe Orfeo cede su lugar en la escena a la heroína Alcestes, en una inquietante transmutación de deseos.
Recordemos la tragedia Alcestes, de Eurípides. Apolo anticipa al rey Admeto el día de su muerte, así como la posibilidad de seguir vivo si alguien muriera en su lugar. Los padres del rey, de quienes éste esperaba ese heroico sacrificio, no conceden importancia al hecho de sobrevivir a su hijo, y es entonces Alcestes, esposa de Admeto, quien ofrece sacrificarse para salvar la vida de éste. La resolución de la tragedia la da Heracles (Hércules), quien desciende al Hades, triunfa sobre la muerte y devuelve a Alcestes a la vida.
A diferencia del mito de Orfeo, en éste no es el esposo quien desciende a las tinieblas para rescatar a la mujer; sólo Hércules, semidios capaz de hazañas formidables, puede salvar a la sacrificada feminidad de la hoguera.
Nuestro Admeto, hombre moderno, exclama emocionado frente al sacrificio de su mujer: “No un año, toda la vida habré de llevar luto por ti, oh mujer, y habré de amarte sobre mi padre y mi madre: ¡me amaron ellos con los labios y no con los hechos, como tú que das tu vida para salvar la mía!”.
Es que el precio es tan alto porque habla de una transformación extrema en el valor de cambio de los sexos: si los ideales-tabú de la masculinidad ceden su lugar al mortífero ideal de ser todo para una madre, ¿qué puede pagar la histeria con su humilde deseo de insatisfacción? El estrago de lo femenino, el sacrificio en el altar de la piedad materna entronan al huérfano suplicante y plañidero de la actualidad adversa.
En el análisis, nuestro Admeto no sueña entonces con darle a la mujer que no es aquello de que carece en el amor, con el remanente fálico de “la otra” que lo compense en su degradación de objeto erótico: demanda en cambio encontrarse con aquella Alcestes que sea capaz de reintegrarlo como falo hasta el punto de parirlo con su intervención, cueste lo que cueste a la feminidad.

* Extracto de la conferencia “A propósito de la masculinidad en la clínica actual”, pronunciada el 10 de junio de 2003 en el hospital Alvear.

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