PSICOLOGíA › LA ADOLESCENCIA SERIA EL TIEMPO DE “UNA DEFRAUDACION QUE LLEVA AÑOS DE FURIA, INTERNA Y EXTERNA, ASIMILAR”

“Me han vendido una grandeza de cartón pintado, y no perdono”

Hay en la adolescencia un descubrimiento “extremadamente angustioso”: el de que “los grandes”, esos mayores en los que el niño creía, no son sino meros adultos. Según el autor de esta nota, hay “pocos descubrimientos tan insoportables como éste”, y una de sus consecuencias puede ser una “fobia a ser grande”.

Por Ricardo Rodulfo*

A propósito de su primera experiencia erótica integral –en el sentido del acontecimiento del orgasmo–, Gustave Flaubert deja estas líneas en su diario íntimo: “He escrito una carta de amor por escribir, no porque esté enamorado. Quisiera, sin embargo, hacérmelo creer así a mí mismo; creo que amo mientras escribo”.
Se trata de un proceso adolescente que cabe designar como de hipertrofia o intensificación, necesario para un nuevo paso en la constitución de la vida interior, aquella que Michel Foucault agudamente designara como “literatura interiorizada” (tendríamos que decir también “televisión interiorizada”, etcétera): la dimensión fantasmática. Para lograr esto, para inscribir en su vida psíquica categorías donde alojar sus experiencias en lo que tienen de diferencial, el joven Flaubert tiene que hacer una marca de más y adelantar en el papel lo que aún no está internalizado en su espacialidad corporal como afecto. Todos los usos de la escritura durante la pubertad y adolescencia –pintadas en la calle, agendas, diarios íntimos, empresas literarias individuales o grupales– tienden a eso. Y otro tanto la pintura de guerra, la intensificación de la máscara durante los mismos años, en sus dimensiones más irreductibles a lo verbal (para esta elucidación del rostro como máscara en todo su rigor, ver La vía de las máscaras, de C. Lévi-Strauss).
Pero la niñez toda o su trabajo disperso se caracterizan por una marca de más: eso empieza apenas hay un chico en la casa, desde los juguetes tirados (¿en desorden?) hasta las reextracciones sobre el mito familiar con que se operan las variaciones que todo niño mal o bien escribe. Cientos de actividades discretas, periféricas, a las que aquél se entrega –y que muchas veces, en el cuerpo de la casa, dejan algunas rayas de más– cobran desde esta perspectiva escritural una significación no sólo nueva: radiante en su secreta intensidad.
El niño mismo, el entero niño puede ser definido (y eso sin concesiones a los “juegos del significante” demasiado indigeniosos a los que se entregan algunos colegas) estrictamente como una marca de más. Es su condición mínima de existencia como subjetividad: suplementar indefinidamente lo de la historia que tiene ahí pendiente. Quiero decir: como mínimo, un niño (no siempre un hijo) está de más, hace algo de más. Como cuando encontramos una hoja ya no en blanco, por culpa de unos pocos trazos.
Si por alguna sobredeterminación no puede hacerlo, si tiene que hacerse complemento (por ejemplo, de los padres), esa misma fuerza de escritura, revertida de los padres, implosiona; el niño se agujerea de más.
Y aun lo vemos, escribiéndose, en el léxico terrible de las mutilaciones.

Mediocridad normal

El espejo como objeto privilegiado detiene muy poco al bebé y al niño, en comparación con la importancia en general desmesurada que cobra en los primeros tiempos puberales y adolescentes. Allí suele celebrarse un trabajo de desaniñamiento, de desplanteo de la identidad de niño oficialmente consagrada. Se acumulan incidentes característicos en esta escena de escritura –la primera que tiene lugar en un verdadero espejo–: saqueo de las pinturas de la madre o de una hermana mayor, lucha por el derecho de tatuaje o a colorear el cabello con tonos estrafalarios para lo convencional, apelación a todo lo que la cultura del rock, adolescente en su origen, pese a tantos efectos de reapropiación, ha producido en casi medio siglo de existencia.
Lo que el adolescente y los suyos desconocen (genéricamente, también sus educadores y sus terapeutas) es su necesidad de ceremonia, en una sociedad que viene destruyendo o haciendo retroceder las tradicionales, sin aún haberse percatado de qué ceremonias hacen falta y, por consiguiente, liberar su potencial de invención de otras. Esto se complica más porque el complemento más o menos inseparable de la ceremonia, alguna forma de francachela o de “orgía”, aun atenuada, es la vía más habitual a la que acude el adolescente en su demanda –bien inconsciente– de ceremonia y en su frustración por tropezarse con ceremonias desacreditadas o, cuando menos, anacrónicas. La búsqueda y el reclamo, así expresados, suelen resultar indescifrables.
Pero tomemos nota: trastorno en el maquillaje y la vestimenta, ¿no es un rasgo de los ritos de pasaje tan comentados por la antropología desde Marcel Mauss? La transformación de su cuarto, que ya no debe espejar la imagen de un niño, que debe darnos a leer otra cosa, ¿no parangona la mudanza a la casa de los hombres, u otras por el estilo, en culturas que así puntúan la entrada en la edad adulta, la desaparición de la niñez? Los encierros del adolescente en ese nuevo cuarto, su reclusión voluntaria, ¿no reproducen el paso que, en esas culturas, aísla por un tiempo a los que están dejando de ser los niños, hasta que su reaparición los anuncia como hombres?
Primeros viajes, entonces, que preludian viajes y exploraciones más a la letra.
Es toda una paradoja que este viaje en búsqueda de la ceremonia y del límite (pero del límite como algo a crear, no del límite entendido al modo superyoico ingenuo, como algo que “le pongan” los adultos, según la vulgata psicológica ad usum) sea leída frecuentemente como una demanda de abolición de todo valor de diferencia y de pura atracción por el caos. Sin muchas posibilidades, como todos los demás, a veces menos que los demás, de conciencia en cuanto al sentido de sus actos, de los más emblemáticos inclusive, el héroe de nuestro relato opta con frecuencia por lo que conocemos como defensas maníacas. En algunas manifestaciones supuestamente “extremas”, como ciertos viajes de egresados –organizados por una maquinaria comercial que hace las veces de maestro de ceremonias, cosa nada rara en las sociedades capitalistas–, la ceremonia es una mezcla mediocre de marihuana con borracheras y ensayos de promiscuidad sexual. (Pero, claro, la nostalgia de lo otro nos ha hecho idealizar la “fuerza primitiva” de las ceremonias de las sociedades frías, reprimiendo la intuición de su propia y estereotipada mediocridad. El mito del “buen salvaje” sigue funcionando entre nosotros.)

“Me chupa un huevo”

Retornemos otro poco al espejo. El “estadio del espejo” descorre su telón con una inversión importante respecto de la descripción conocida: lo que se ve allí es un extraño, alguien que suscita desacomodación, incertidumbre en la autoestima, rechazo, inestabilidad y malestar. Ese extraño no es fácil de sobrellevar; se soporta mejor en grupo. El adolescente debe encontrarse en un “nosotros”, al cual desplazará enseguida toda la obediencia, el conformismo y hasta la sumisión que de niño mantenía con su familia. Razones políticas: necesita aliados en su “lucha” contra los grandes. Aunque éstos le faciliten todo, se encuentran –no sin desconcierto– metidos en la virulencia de un enfrentamiento, por más que hayan profesado fe de padres “democráticos”. ¿Por qué?
La adolescencia es inseparable de un descubrimiento extremadamente angustioso, que nuestro vocabulario corriente, incluso como especialistas, obtura: los “grandes”, esos “mayores”, esos grandes en los que creía impulsado por el “mayor deseo” de un niño, “el deseo de ser grande” (escribió Freud), esos grandes no existen: apenas si encuentra adultos, o lo que él/ella llaman, con justificada ambivalencia y mal velada denigración, “viejos”. Pocos descubrimientos tan insoportables como éste, tan desilusionantes y tan llenos de consecuencias. Una de las más habituales es el desencadenamiento de una fobia a ser grande que se exterioriza con una parálisis –como la de los sueños– del ideal del yo, una no articulación de lo que Piera Aulagnier llamaba “proyecto anticipatorio”, una detención de la anticipación en general –cuyos efectos son de tanto peso como la no realización de un duelo–, una política de acting out en la repetición de fracasos escolares, una promoción de comportamientos evasivos, desde hipersomnia intensificada y asilarse en la “tele” hasta las incursiones en porros y birras. Coronándolo todo, un rechazo del desear –y no sólo de desconocer el estatuto de introyectados que tengan los deseos familiares–, descalificación maníaca de cualquier pasión, componiendo el retrato de ese adolescente en la posición subjetiva “me chupa un huevo”.
Es que el grande se le ha caído, se le está cayendo. Y, peor, con él, la esperanza de grandor para sí, la creencia en que hay grandes. En el destino más favorable, ésta es una crisis violenta y larga pero pasajera; con el tiempo, el adolescente recupera su fe, si bien ya no ligada a las imágenes parentales. Pero hay que tener en cuenta, para medir la incidencia del impacto sin subestimarlo como mera peripecia del desarrollo, que antaño, cuando niño, el ahora adolescente había sacrificado una porción de su propia potencia potencial para identificarse con el padre en interés del orden paterno (“el padre, el bien, el capital”): después de semejante sacrificio, encontrarse con que esa “potencia vicaria” era no mucho más que un significante inconsistente y de extrema fragilidad, induce en el adolescente un profundo y esencialmente inconsciente sentimiento de más que desilusión: vivencia de defraudación, default, estafa: no lo puede perdonar.
Llevará muchos años de furia interna y externa asimilar semejante defraudación; nada más imperdonable, muchísimo más que cualquier resentimiento por frustraciones, privaciones o prohibiciones infligidas por los progenitores; esto no es nada al lado de encontrar que le vendieron una grandeza de cartón pintado. Y aun cuando con el tiempo y la declinación de la adolescencia ese sentimiento de defraudación llega a disgregarse, no es raro verlo retornar en la crueldad e intolerancia hacia la vejez de los padres, una percepción harto más inaguantable que “la visión de los genitales femeninos” en las ficciones freudianas. Así, el destierro en el geriátrico suele ser el epílogo de aquella viva decepción y experiencia de haber sido engañado y de haberse autoengañado por amor... y por interés narcisista en conseguir esa prima de omnipotencia que los grandes, se creía, detentaban.
* Profesor titular en la Facultad de Psicología de la UBA. Textos extractados del libro El psicoanálisis de nuevo. Elementos para la deconstrucción del psicoanálisis tradicional, de próxima aparición (Eudeba).

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