PSICOLOGíA › UN CASO DE TRANSEXUALISMO AL SERVICIO DE UNA IDEA DELIRANTE

“Probar el ser” con una cruel operación

A una joven que quiere transformar su sexo anatómico para obtener “la prueba de su ser”, una terapeuta le propone “hallar otra solución que no sea una operación tan cruel”.

Por Geneviève Morel *

Ven es una joven que quería que le pusieran una prótesis peneana y con la que tuve varias entrevistas meses antes de su partida al extranjero, prevista desde mucho tiempo atrás. Tenía el aspecto de un hombre joven y grácil, de rasgos delicados. Había concertado el encuentro con ese nombre de pila asexuado, pero me anunció de entrada que era una mujer, anatómicamente y según sus documentos, y que se sentía como un varón. Le habían aconsejado que consultara a un “psi” antes de la operación que le daría su “verdadero” cuerpo de hombre, y estaba a punto de empezar a tomar hormonas masculinas. Contaba con mi intervención en su favor ante los tribunales y los cirujanos, pero le advertí que yo no tenía influencia alguna ni sobre unos ni sobre los otros y que dudaba a priori de que una operación semejante pudiese resolver su problema. ¿Para qué le serviría entonces hablar conmigo –me replicó desilusionado–, si no podía ayudarlo a encontrar, gracias a la operación, “la prueba de su ser”, el pene que armonizara su cuerpo con su convicción íntima de pertenecer al sexo masculino? Para hallar otra solución a “la prueba de su ser” que no fuera una operación tan cruel, simplemente le contesté. Aceptando su travestismo, seguí hablándole en masculino, cosa que, por otra parte, había hecho espontáneamente desde el primer momento.
Su convicción no había sido al principio más que una impresión de extrañeza desde siempre, un curioso malestar por ser mujer. Pero una imagen que se había fijado en su memoria, uno de sus escasos recuerdos infantiles, era para él la matriz de la decisión de cambiar de sexo. A los seis años, Ven había visto a un chico orinar de pie. Pensó entonces que eso era lo que quería ser: un varón.
Recuerdo muy freudiano: a la vista del pene de un hermano o un compañero de juegos, dice Freud, “ella [la niña] juzgó y decidió. Vio eso, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo”. ¿Qué se oculta detrás de ese recuerdo, de esa imagen tan trivial? ¿Una cadena significante reprimida y articulada con un recuerdo encubridor, que nos llevaría al complejo de castración femenino? ¿O más bien la forclusión de la significación fálica?
La historia de Ven se anuda de manera traumática con la de su país, que es el telón de fondo de ese recuerdo. Su padre era un alto funcionario, que tras un cambio de régimen político fue encerrado en un campo cuando Ven tenía tres años. Su madre, entonces, se quedó con su hijo, de dos años, y envió a su hija, Ven, a vivir con sus propios padres, con quienes ésta permaneció hasta los seis años, sin verla. Su padre se fugó entonces del campo, volvió enfermo junto a su mujer y llamó de inmediato a su hija, a quien adoraba. El sujeto no tiene ningún recuerdo de este período; recién aparecen a partir del regreso del padre, cuando tenía seis años y volvió a reunirse con su familia. En ese momento reencontró a la pareja formada por su madre y aquel a quien ella había elegido: su hermano.
La familia decidió huir a Francia, donde había estudiado el padre. Permanecieron un año en un campo de refugiados en el que las condiciones eran muy duras. El recuerdo del chico que orinaba de pie, acompañado de la convicción de Ven de que “quería ser” o “era” eso, según las variaciones de sus enunciados, data de ese año. Ven comenta esta imagen describiendo su doble sentimiento de molestia y reproche hacia su madre, que lo arreglaba coquetamente como una niña, y su envidia violenta hacia ese hermano, el preferido de ella.
Por eso hacemos de esta escena la matriz de su sexuación transexual. El regreso del padre, inicio literal de su historia pese a su carácter tardío, es una verdadera intrusión significante para el sujeto: éste no tiene un antes inscripto en su memoria, consciente o inconsciente. Es como una creación ex nihilo, un nacimiento, una especie de nominación, de reconocimiento por parte del padre a los seis años. Veremos que otros aspectos confirman este lugar casi divino del padre. Ese es también el momento en que el sujeto, nombrado, existe y puede elegir. Creemos además que el verdadero “trauma”, en el sentido psicoanalítico y freudiano del término, no fue, para esa criatura abandonada a los tres años, el horror del campo, sino el encuentro con la pareja madre-hijo que lo había rechazado. La imagen del niño orinando de pie se interpreta entonces como el yo ideal del sujeto, a saber, su “yo” completado por la imagen del pene que es la insignia del deseo de la madre, la razón, adivinada por la hija niña, de su elección. Esta imagen, marcada para siempre en su memoria como su propio acto de nacimiento, data del regreso del padre. Es ella que fija su sexuación y decide la convicción con respecto a su ser: él “es” esa imagen o está a punto de serlo, va a serlo. Vacilación, sensible en la enunciación de Ven, entre su yo y su yo ideal (el hermano). En ese “momento de insight configurante” que Lacan designó como estadio del espejo, el yo de Ven se identificó de manera alienante con ese otro, su hermano, en un cara a cara mortal: “O él o yo”. El otro, la imagen de enfrente, está siempre en posición de dominio: más segura, más derecha, poseedora de aquello que el sujeto no tiene. De allí la envidia, terrible por estar clavada a la imagen, no mediatizable por ninguna palabra, de Ven frente a ese hermano. Aunque la madre no figure en la imagen, es su verdadero sostén y forma parte de la escena: ante todo, es la que sabe cuál es el hijo que más importa de los dos que están frente a frente. Portadora de un amor cruel, será para Ven el modelo de la mujer que exige que tenga un pene y que se presentará sin cesar en su vida.
Certeza psicótica
Vacilé en cuanto al diagnóstico de estructura. A priori, el proyecto de un cambio de sexo, articulado con una certeza que se sabe claudicante en la neurosis, era de mal agüero. Y sin embargo yo dudaba: ¡La soltura de este sujeto en el mundo, su facilidad para pasar del masculino al femenino al hablar eran tan impresionantes! La formulación de su convicción, con las pequeñas variaciones de enunciación que acabamos de mencionar, me parecía en definitiva menos segura de lo que la había creído al principio. Consideraba muy metafórica su producción onírica y no podía desechar la hipótesis de un gran acting-out, apoyado en un fantasma construido a partir de las escenas traumáticas violentas de su infancia en el campo. En consecuencia, me tomé tiempo para cercionarme de que no se trataba de una histeria, sino de una psicosis.
Comprendí con más claridad, de resultas, por qué los transexuales lograban persuadir a los médicos y psiquiatras de que no eran psicóticos y de que su única desdicha consistía en haber nacido con el sexo equivocado. De allí el recrudecimiento, particularmente en Estados Unidos, de las operaciones de transexuales mujeres, aún poco frecuentes en la década de 1960, cuando Stoller publicó Sex and Gender. La diferencia stolleriana entre sexo anatómico e “identidad de género” psíquica referida a la conciencia íntima de pertenecer a un sexo y no al otro no es de gran ayuda conceptual. No obstante, los clínicos norteamericanos y la jurisprudencia, en especial en Francia, siguen apoyándose masivamente en ella.
Pero volvamos a Ven. Un primer punto en el que se constata cierta alteración de lo simbólico, concierne al padre y la ley. A su llegada a Francia, Ven tenía siete años. Como carecían de documentos, el padre tuvo que certificar por su honor la edad y el estado de civil de sus hijos. Muchos padres en esas circunstancias, me reveló Ven, ocultaban la edad de los hijos disminuyéndola, a fin de que no sufrieran un retraso escolar. Su padre era demasiado honesto para cometer un fraude. Pero, me dijo Ven fugazmente, habría bastado con que me inscribiera como de sexo masculino, como a mi hermano, para que “todo” hubiese cambiado.
Esta observación es extraña y resulta difícil no tomarla como un Wunsch, un deseo absurdo como aparece en los sueños. Se trata, más bien, del signo de una idea delirante. Ya hemos señalado que todo comenzó con el regreso del padre, cuyo deseo devolvía a Ven a su familia y lo despertaba a la memoria; despertar insoportable, sin ninguna duda, en el que se topó conlo real, como si saliera de la nada. El retorno del padre desencadenó la psicosis, que adoptó la forma del transexualismo a causa de la preferencia de la madre por el hermano, concretada por el recuerdo fijador del varón que orinaba de pie. Al padre se asoció la idea delirante de un poder de determinación del sexo, perceptible en esa frase. Es posible que esa idea datara de la llegada a Francia. Quizá se alimentó en la afirmación, que le transmitieron varias veces, de que el padre quería decididamente una niña como primer hijo. Pero existe la impresión de un deslizamiento, una puesta en continuidad por el discurso entre lo simbólico de la ley y lo imaginario del cuerpo al que se reduciría la anatomía. De un deseo del padre, cumplido al nacer (que fuera niña), se deduciría que el deseo o la palabra tienen fuerza de ley sobre la anatomía. Al llegar a Francia, la palabra del padre habría podido modificar no sólo el estado civil, inscribirla como varón, sino tal vez incluso, quién sabe, metamorfosear la anatomía de conformidad con la ley del ser de Ven. El padre, cual un dios, habría podido reparar así el “error de la naturaleza”, cuya responsabilidad le atribuye la idea delirante.

* Fragmento del libro Ambigüedades sexuales. Sexuación y psicosis, de reciente aparición (ed. Manantial).

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