PSICOLOGíA › LA CONSTITUCION DE LA SUBJETIVIDAD Y LA DEUDA ENTRE LAS GENERACIONES

“No lo haré por ti, padre, pero sí por mis hijos”

Una historia con pájaros parlantes narra el hecho de que los seres humanos “contraen una deuda, no tanto con los amorosos brazos que los hayan trasladado, sino con la palabra que los arranca de ellos para que vuelen”.

Por Alicia Le Fur *

El apólogo es conocido: Había una vez un pájaro que en medio de una tormenta trasladaba a sus pichones a través de la tormenta para brindarles seguro refugio. Ya concluyendo el viaje, pregunta a cada uno: “¿Cuándo esté viejo, enfermo y cansado de volar, ¿harás por mí lo que estoy haciendo por ti?”. Ante cada respuesta afirmativa, el pájaro padre abre el pico y abandona al hijo en la tormenta. Por fin, uno se pronuncia: “No sé si lo haré por ti, pero estoy seguro de hacerlo por mis hijos”. Este último llega a tierra firme.
Los seres parlantes no pueden recorrer por sus medios los primeros pasos en la vida, por lo cual contraen una deuda, no tanto con los amorosos brazos que los hayan trasladado, sino con la palabra que los arranca de ellos para que vuelen. Esa deuda es simbólica porque incluye el mandato de pagarla a la próxima generación, que a su vez la pagará a la siguiente.
En el apólogo de los pájaros, como en la vida, los lugares paterno, materno y filial no siempre coinciden con quienes los ocupan. El personaje del pájaro se desdobla en la protección materna (cuya carencia resulta incompatible con la vida) y en la palabra paterna que arranca de esa protección (cuya carencia es incompatible con la constitución de un sujeto parlante capaz de amar y trabajar). Se ven acá los tiempos del Edipo: el primero deja la impronta imaginaria del yo ideal que no goza del valor de uso de un bien, sino de privar al otro de él; el segundo, del padre terrible capaz de abandonar al hijo en la tormenta, deja la marca del Ideal del Yo que convoca un Amo que dispense el bien. El tercero es el del padre simbólico que inscribe al sujeto en un orden de postas generacionales.
La metáfora de los pájaros que hablan revela que la palabra permite algún saber sobre la condición mortal impuesta por la reproducción sexuada, saber que debe ser transmitido por la función paterna porque el recorrido inicial en los acogedores brazos maternos deja la impronta imaginaria de una omnipotencia que niega el carácter finito de la existencia.
Dicho de otro modo, el lenguaje y el trabajo no vienen de entrada, pero ambos preceden y suceden al sujeto. Por lo demás, ya en Karl Marx el trabajo es lenguaje, cuando sostiene que las delicadas operaciones de una araña pueden ser envidiadas por un maestro tejedor pero que el más chambón de los tejedores aventaja a la más hábil de las arañas porque, antes de hacer la tela, “la tiene en la cabeza”. El enunciado (así expresado antes de los desarrollos de la lingüística contemporánea) da cuenta de un orden simbólico, ya que sólo la palabra da cuenta de la anticipación de lo creado al acto mismo de creación.
Aunque el momento de ingreso a la producción varíe históricamente, el infans tiene que ser sostenido hasta su edad productiva, pero no es ese sostén sino su interrupción lo que genera una deuda que se paga a los hijos. Se genera así una cadena donde cada generación se apropia de lo que deja la que la precede para entregarlo enriquecido a la que la sucede.
En todos los mitos inaugurales de la humanidad, desde el paraíso perdido hasta la edad de oro del mito prometeico, pasando por la ilusión de completud del pichón prematuro y la novela familiar del neurótico, los hijos y los frutos brotan de la tierra sin requerir de los hombres más esfuerzo que el de tomarlos. Ahora bien, esa edad de oro o paraíso sólo se constituyen una vez perdidos: en aquella etapa –aunque recorrida en los acogedores brazos de los dioses-padres–, el bebé no obtiene lo que quiera o necesita sino lo que el Otro materno considera que es lo mejor para él.
Al infans le basta llorar para obtener un don que sólo puede aceptar o rechazar según la lógica del modelo oral: lo trago-lo escupo. Por ende, ser ese niño maravilloso resulta terrorífico porque, si bien exime de recorrer por los propios medios el primer tramo de la vida, deja a merced del deseo materno en cuyos brazos se transita. Ciertas marcas causadas por esa contradicción (articuladas con la interdicción paterna de ser el falo materno) llevan a que el sujeto abandone la pretensión de ser criatura de los dioses-padres de quienes se separa, para hacer: devenir sujeto responsable de su deseo.
Esta renuncia al ser abre una herida, suturada a su vez con los sentidos que el hombre encuentra para lo que hace. Una vez instaurados esos sentidos (orden imaginario del psiquismo), el sujeto pretende ser reconocido por el Otro de la cultura como el niño maravilloso que cree haber sido para el deseo materno, cuando es imposible obtener este tipo de reconocimiento del alter ego porque éste pretende lo mismo.
El trabajo otorga ese reconocimiento pero no lo brinda al ser, como pretende el narcisismo, sino a un producto, que el productor debe perder para que circule en la cultura como valor. El consumo también brinda reconocimiento, pero no lo proporciona sobre un producto, sino sobre una imagen efímera que debe ser renovada constantemente.
Ahora se entiende la razón por la cual Freud entiende que el trabajo cotidiano es el recurso más eficaz para enfrentar el malestar en la cultura. Recordemos que lo hace después de descartar las intoxicaciones, el amor, la ciencia y el arte. Las primeras, dice, son tan peligrosas como cualquier intento de restauración narcisista, mientras que el amor constituye la estrategia más “boba” porque expone a la pérdida del “objeto” amado. Por su parte, agrega, la creación científica o artística no resultan accesibles para todos.
Ese último enunciado se puede entender en clave cuantitativa (criterio elitista que distingue más o menos dotados) o cualitativa: diferencia entre trabajo (cotidiano) y acto creativo (acontecimiento esporádico). Los productos del trabajo cotidiano del artista y del científico obtienen reconocimiento social; en cambio el acto creativo, en un sentido fuerte, si bien se apoya sobre un piso simbólico de trabajo cotidiano, no obtiene ese reconocimiento en la medida en que presenta algo nuevo que rompe con lo pensable en una situación social. La máquina de volar inventada por Leonardo Da Vinci fue considerada en su época el capricho de un genio extravagante. Recién cuando el helicóptero pasa a formar parte de un tejido simbólico, se instaura como trabajo y, de modo retroactivo, pasa a haber sido trabajo.
El trabajo brinda un suelo simbólico para el real del acto creativo. El primero recibe el reconocimiento que la cultura otorga al producto de esa práctica; el segundo no obtiene ese reconocimiento porque resulta subversivo al lazo.
El trabajo suministra un criterio que divide aguas generacionales, un ordenador de la vida cotidiana y una herramienta para enfrentar el malestar en la cultura porque brinda el reconocimiento que pretende el narcisismo, pero no se expide sobre el ser del productor sino sobre el producto de su trabajo. Este último punto aparece en la obra de Freud sobre el trabajo del chiste. Tanto el chiste como lo cómico facilitan la descarga –mediante la risa– de tendencias libidinales u hostiles. La risa indica en ambos casos un reconocimiento del otro de la cultura (Otro) pero en el primero el reconocimiento opera sobre un producto y en el segundo sobre el ser.
Lo cómico y el consumo responden al orden imaginario (el primero se ríe de la caída del otro para suponer que el yo se encuentra de pie; el segundo goza, no del valor de uso de un bien, sino de privar a otros de él); el chiste y el trabajo, al simbólico; y el acto creativo a un real que rompe el cierre imaginario de una situación.
Insistimos, el trabajo otorga un piso al acto creativo que constituye un real que escapa al universo simbólico de una época, que a su vez se corresponde con los dispositivos discursivos que legitiman las prácticas productoras de realidad social y subjetividad. La subjetividad producida por el malestar en la cultura se estructura en función de una ley que, sin ser necesariamente justa, rige para todos y dicta de antemano las reglasde juego. Por su parte, el malestar en el mercado no responde a otras reglas que la oferta y la demanda: premia o castiga un emprendimiento con posterioridad a su ejecución.
Así, los actos del sujeto se exteriorizan en lo social, y lo social se interioriza en el sujeto con potencia para forjar la instancia imaginaria de su psiquismo. Sin embargo, el sujeto es éticamente responsable de lo que hace con el lugar que le otorga la sociedad; no se confunde con la subjetividad labrada por los discursos que legitiman ese lugar. En la brecha entre ese lugar discursivamente constituido y su ocupante, también discursivamente constituido, se ubican síntomas sociales como la caída del Estado, el dominio del mercado y, también, la crisis que atravesamos. Decía Jean-Paul Sartre: “Llamaré cobarde a quien haga, de los condicionamientos de su época, determinaciones”.

* Fragmento de un trabajo presentado en el ciclo de conferencias “El psicoanálisis, hoy”, que se desarrolla los martes de 16 a 17.30 en el Hospital de Emergencias Psiquiátricas Torcuato de Alvear.

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