PSICOLOGíA › VOLVER A PENSAR A PARTIR DEL MITO DEL GENESIS

Adán y Eva insurgentes

Apelando a Elie Wiesel, el autor revisita el mito de Adán y Eva, quienes “enfrentados con la muerte, la combatieron dando un sentido a la vida”. Con ellos, “nos sentimos unidos en la angustia y el desafío que los elevó por encima del paraíso en el que nunca entraremos”.

 Por CARLOS D. PEREZ *

En una sesión de análisis, el paciente había entrado en el difícil tema de la trasgresión y puso como ejemplo paradigmático el atrevimiento de Adán al probar el fruto prohibido. Advertido del modo en que la culpa enredaba su intimidad, intervine para distinguir lo que llamé seudotrasgresión, que, aparentando vencer una prohibición, termina consolidando la posición anterior: en el caso de Adán, el Bien como paraíso perdido y el Mal como pecado y culpa. Entonces recordó haber leído un libro escrito por Elie Wiesel, en el que se ocupa de Adán de un modo que le resultaba afín a mi interpretación. “Quién diría, resultar hermanado con el primer hombre”, dijo, y quedó flotando la referencia a Wiesel. Cuando, en la sesión siguiente, me trajo en préstamo su ejemplar de este autor, yo había hecho mi propia investigación: Celebración bíblica, publicado en 1988 por Mila Editor, ya no se encuentra en librerías, pero en la AMIA conseguí el único ejemplar disponible. El primer capítulo se llama “Adán o el misterio del principio”.

Elie Wiesel nació en 1928 en Sighet, Rumania; durante la Segunda Guerra fue deportado con su familia a Auschwitz y luego a otros campos donde murieron sus padres y su pequeña hermana. Liberado luego de la guerra, en 1948 viajó a París. Estudió en la Sorbonne y se dedicó a escribir sobre el Holocausto. En 1986 recibió el Premio Nobel de la Paz. En su discurso de aceptación, dijo: “Lo contrario del pasado no es el futuro, sino la ausencia de futuro; lo contrario del futuro no es el pasado, sino la ausencia de éste. La pérdida de uno equivale al sacrificio del otro”.

No sólo del horrendo pasado de la guerra se ocupó Wiesel. En lo que nos concierne, se trata del tiempo remoto de las leyendas bíblicas. Según el Talmud, no hay hombre que se parezca a su prójimo pero todos nos reconocemos en Adán; en él están prefigurados nuestros deseos, rasgos y gestos. No obstante, Wiesel señala una diferencia crucial entre aquel hombre y sus descendientes: nosotros tenemos un pasado pero Adán no, porque nació adulto; prisionero de su presente, no tuvo la alternativa de refugiarse en fantasías o temores infantiles. “El ser humano más miserable se encuentra en posesión de imágenes, de recuerdos, nostalgias, referencias, pero Adán carecía de todo ello”, dice Wiesel. Tremendo sino el de Adán; si, con Shakespeare y luego con Freud, podemos afirmar que estamos hechos de la sustancia de nuestros sueños, Adán resulta del sueño de Dios.

Adán, sin el rodeo por el pasado, debió sostenerse directamente en el designio del Otro, como un inconsciente sujetado al puro presente. Wiesel cuenta que cierta vez un filósofo, dirigiéndose a Rabán Gamaliel, le dijo que Dios concibió a Adán con material de excepcional calidad: fuego, viento, polvo, a los que sumó caos, abismo y oscuridad. Por eso Adán fue impulsivo, voluble como el viento, caóticamente imprevisible, y padeció la agonía de perpetuos remordimientos, de los que sólo su Hacedor hubiese podido consolarlo pero éste, estratégicamente, se negó.

Al Génesis bíblico le bastan cuarenta versículos para narrar una vida que se habría extendido por 930 años. Wiesel se mantiene atento a los Midrás que, según explica, son “en su sentido más amplio, interpretación, ilustración, imaginación creadora”. Entre las fuentes de su Celebración bíblica ubica el Midrás Rabba, el Midrás Tanjuma, el Midrás Tejilim, como también el Talmud babilónico y el palestino. “Como de costumbre, el Midrás teje sus parábolas y, sobre la austera trama de la narración bíblica, desdobla la semblanza y provoca al entendimiento y al corazón. Adán: la primera contradicción humana.”

A la inversa de la mayoría de los personajes mitológicos, Adán no aspiraba a la gloria, no se impuso como conductor de hombres ni dictó la ley a su arbitrio, sino que desempeñó un papel secundario en su propia historia. Tentado casi sin tentación, no supo resistirse; nadie como él recibió tanto para perderlo bruscamente, todo le pertenecía salvo su voluntad, y fue veleta de Dios y de su mujer. “Pobre hombre –concluye Wiesel con fina ironía–, lo castigaron por nada y ni siquiera era judío.”

No hay más que seguir la secuencia del Génesis: en el sexto día de su prolífica Creación, Dios se dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”. ¿Tiene imagen, Dios? ¿De qué clase era esa semejanza? ¿Qué quiso decir con “nuestra imagen”, de qué especie es ese plural proferido por el hasta entonces solitario de los solitarios? Y no sólo eso: “Creó, pues, Dios, al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó”. Aquí el Hacedor vuelve a ser singular, pero el texto vacila entre “lo creó” y “macho y hembra los creó”. Tal vez en este trámite autoerótico Dios mismo haya sido macho y hembra, ya que se trata de su propia imagen, pero a continuación de “los creó” sólo se habla de Adán. No es difícil intuir la presencia de Lilith, la maléfica mujer que, desairando a la Diosadánica pareja, se fue a copular con los demonios, ganándose la censura bíblica. Pero ésa es harina de otro costal.

Hasta aquí, tenemos a Adán paseándose con el Supremo por el Edén, entretenido en poner nombres a las criaturas. Entre tanto, “Dios impuso al hombre este mandamiento: ‘De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio’”. Y continúa el Génesis: “Dijo luego Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’”. Ya teníamos macho y hembra, pero Dios quiso que fuese otra, no tan trasgresora como Lilith pero mujer al fin: le aplicó a Adán anestesia total, le sacó la famosa costilla y dio curso a Eva.

Tengo la sospecha, luego de la aseveración de Wiesel sobre la pasividad de Adán, de que Dios habrá pensado: “¿Es éste acaso mi Obra Maestra? ¿Qué clase de semejanza puede tener Conmigo, que desoí a mi Eterna Madre, la Nada, para Crear el Universo, cuando este pelmazo no se atreve a probar del fruto que se me antojó prohibido?”. Y Dios necesitó de mayor habilidad y arrojo, necesitó de la mujer, sobre todo teniendo en cuenta al Midrás, donde consta que, antes de crearla, Dios se habría dicho en su fuero interno (hay que tener valor para meterse con el Fuero Interno Divino): “No formaré a Eva de la cabeza de Adán porque caminaría con la frente levantada, haciendo gala de gran arrogancia; tampoco de los ojos la formaré, porque sería curiosa, demasiado curiosa, llena de codicia; ni de las orejas, porque escucharía tras las puertas, ni de la nuca, porque tendría la cerviz dura y el porte insolente, ni de la boca, porque sería una charlatana, ni del corazón porque enfermaría de envidia, ni de la mano, porque se metería en lo que no le importa”. “No –decidió Dios–, la formaré de la parte más casta del cuerpo de Adán, de su costilla.” Y el Midrás agrega, con feroz humor masculino: “A pesar de tantas precauciones, la mujer ostenta todos esos defectos”.

Wiesel apunta que en la tradición judía no hay lugar para el pecado original, ya que los pecados no forman parte de herencia alguna, la culpa es intransmisible. Si algo nos liga a Adán es el sino de la muerte, no su pecado. Y aquí se revela que lo propio de Adán no es una parábola moral sino una condición trágica.

Es preciso detenerse en el nudo de la historia, el del fatídico fruto. Ingresada a la escena, Eva se quedó con el papel protagónico, en tanto Adán resultó un marido débil, resignado. “Increíble pero cierto –señala Wiesel–: el hombre, al que Dios considera su obra maestra, coronación de su proyecto, no sabe sino seguir a su esposa y dejarla decidir por él, por los dos.” Llegamos a la escena de Eva con la serpiente y la tentación de probar el fruto prohibido, que dicho sea de paso no era una manzana. La Biblia no establece de qué se trataba; según el Midrás sería un cítrico (aunque es difícil imaginar a Eva pelando una naranja antes de comerla), un racimo de uvas o un higo.

Serpiente de buena labia, sus argumentos fueron subiendo de tono hasta que llegó a: “Dios sabe muy bien que, el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses”. Mujer al fin y desde el principio, lo de ser una diosa venció cualquier resistencia y Eva se dejó llevar.

Tomó el fruto en sus manos; durante un largo momento admiró su turgencia, su belleza; lo llevó a la boca; saboreó la piel, sin hacer aún mella en la pulpa; así estuvo hasta que un impulso le hizo hincar el diente y mordió un pequeño trozo. Se sintió desfallecer, en la gozosa pequeña muerte, y de inmediato supo que moriría del todo.

Dios mantendría su palabra; no obstante, Eva hizo suya la astucia de la serpiente y atrajo a su marido a la trampa mortal. Había cometido la falta y quiso que Adán se asociara. El Midrás hace una curiosa interpretación: Eva actuó como una mujer celosa; la idea de que Adán la sobreviviera y estuviese luego con otras mujeres le resultó insoportable. Ya que iba a morir, no lo haría sola (sospecho que el Midrás no ha de tener clientela femenina).

Con Adán, el procedimiento fue distinto: Eva le tendió el fruto y él mordió, precipitándose sobre la oferta sin pregunta alguna. Ignorante del dislate, no comprendió su significado hasta más tarde, en que, advertidos de sus desnudeces, escondieron sus vergüenzas con hojas de higuera –no de parra, esto sí lo precisa la Biblia– y, avergonzados, corrieron a esconderse ellos mismos. Al momento sonó una voz atronadora:

–¿Dónde estás?

A Dios le importaba Adán. Y la pregunta era retórica, porque El lo ve todo.

–Te oí andar por el jardín y tuve miedo –respondió el miedoso Adán.

–¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol que te prohibí comer?

Dios lo estaba gozando.

–La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí. –Adán mandó al frente a Eva, y la siguiente pregunta de Dios fue para ella:

–¿Por qué lo has hecho?

–La serpiente me sedujo y comí. –Eva mandó al frente a la serpiente.

Entonces vino la condena de parir con dolor para Eva y el polvo al polvo para Adán.

Según el Midrás, Adán y Eva habían gozado de una engañosa libertad, ya que el destino estaba calculado por el sublime estratega: debían renegar de El para que sus descendientes lo glorificasen.

A Wiesel le preocupa el porqué del castigo y señala dos posibilidades. Una fue apuntada por el Midrás: la condena no se debió a sus pecados sino a que Adán y Eva mintieron inventando excusas: él que era cosa de ella; ella, que de la serpiente. Otra alternativa, menos simplista, es inferir que en esta historia se pone en evidencia una condición trágica de lo humano: el hombre carga sobre sí su carencia de libertad; hasta cuando desobedece a Dios y es castigado, no hace otra cosa que cumplir su designio.

Y Wiesel pregunta: “¿Es ése el motivo por el que Adán y Eva pecaron con tal desparpajo? ¿Para protestar de esa iniquidad? Para decirle a Dios: ‘Ya que no podemos sino cometer esa falta, la cometeremos libremente, conscientemente e incluso deliberadamente’. ¿Aprovecharon la ocasión para proclamar su rebelión frente a las leyes incomprensibles de Aquel que es el Padre y Juez de los hombres?”

El caso es que fueron condenados a muerte, y con ellos sus descendientes, los huérfanos de Adán. Según el Zohar, cada persona que muere se encuentra con Adán y le increpa que por su pecado le toque morir. Y eso es lo que Adán más temía. Se cuenta que, cuando alguien le reprocha su culpa, Adán responde que él cometió sólo un pecado y el muriente muchos. Cada uno es responsable de su propia muerte. Pero, en eterno retorno, Adán muere sin morir en cada muerte, como Prometeo –Prometeo, como él–. Wiesel concluye con palabras conmovedoras: “Al ser expulsados del paraíso, Adán y Eva no se limitaron a resignarse. Enfrentados con la muerte, decidieron combatirla dando la vida y dando un sentido a la vida. Después de la caída se pusieron a trabajar, a construir el futuro y le dieron un rostro humano. Sus hijos morirían, y qué: si un instante de vida contiene la eternidad, un instante de vida vale por la eternidad. El hombre vuelve a comenzar cada vez que decide ponerse junto a los vivos y justificar así el antiguo proyecto del más antiguo de los hombres, Adán, con el que nos sentimos unidos a través de la angustia que lo oprimió y del desafío que lo elevó por encima del paraíso en el que nunca entraremos”.

¿Lo supo Adán al probar sin preguntas el fruto prohibido? Lo ignoramos, es arte de la narrativa dejarnos en la incertidumbre. Sea como fuere, Adán y Eva cambiaron el eterno, soso paraíso por un instante de goce. Si Proust dijo que los únicos verdaderos paraísos son los paraísos perdidos, ellos podrían responder que el único verdadero goce es el del paraíso perdido.

* Psicoanalista.

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“Adán y Eva”: ilustración a El Paraíso perdido de John Milton, por Chris Hellier.
 
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