PSICOLOGíA › UN ESTUDIO SOBRE LA EXPERIENCIA AMOROSA

Amar de veras

Si el amor es “la más prestigiosa técnica de felicidad”, ¿por qué puede conducir a lo contrario de la felicidad?: en busca de respuestas para esta pregunta, el autor examina los caminos de la experiencia amorosa, desde el “milagro” del amor flamante hasta el “dolor por el otro” en la separación.

 Por Paul-Laurent Assoun *

Es un hecho de experiencia que “el amor sexual genital asegura al hombre las más poderosas vivencias de satisfacción” (S. Freud, Malestar en la cultura). Cuando Freud hace esta afirmación, no está entonando un himno al amor o a la genitalidad. Se trata, ante todo, de una sucinta constatación: el amor aparece encabezando el examen de los “métodos para lograr la felicidad”; encontramos entonces “esa dirección de la vida que toma al amor como punto central y espera la máxima satisfacción del amar y el ser amado” (ob. cit.). El amor aparece, pues, primeramente como la principal “técnica de felicidad”. Y esto impulsa irresistiblemente al hombre a elevarlo al rango de “modelo de toda felicidad” y a “buscar la satisfacción de felicidad en la vida en el terreno de las relaciones sexuales” (ob. cit.).

La antropología freudiana tiene su base en esta primacía del amor en la economía humana de la satisfacción, convicción que obtiene tanto en el terreno de su clínica como en la experiencia más cotidiana, en las que comprueba incesantemente todas sus consecuencias. Lo cierto es que, para el sujeto, esta dependencia de la satisfacción por el amor, si bien es compensada con el sentimiento de lo incomparable e incluso de lo mejor, se paga muy caro en síntomas y sufrimientos. Está claro que, en cuanto se pone uno a amar y, más todavía, en cuanto es amado, “empiezan los problemas”. Asoman entonces la sombra de la muerte o de la infidelidad, que laceran al enamorado, catástrofe de la relación de objeto.

Esto no significa que no existan otras maneras de gozar distintas de la amorosa y algunas, incluso, hacen subir más alto el termómetro del goce y con mayor eficacia. Pero esta forma es capital por cuanto su referencia es el otro-objeto. Si se encuentra comprometida, el programa para la felicidad puede quedar severamente dañado. Ahora se comprende mejor que, cuando el sujeto no está en la onda de esta satisfacción precisa, esto produzca, fatalmente, síntoma. En este sentido, la neurosis es una forma fatal de pasión.

El amor es, a fin de cuentas, sexual. Decir esto no es decirlo todo del amor pero, si del amor no se dice esto, jamás se dirá nada de él. Ahora bien, decir que el núcleo del amor es sexual –lo cual conjuga Eros y libido, por lo mismo que el amor se articula con la represión en un punto de no retorno e impone, además, su dimensión inconsciente– no es poner fin a la cuestión del amor: se lo abre así en el propio ángulo del trabajo inconsciente de lo sexual.

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Amar de veras supone, simultáneamente, gozar del amor. El objeto amado es tal que provee razones concretas para “gozar del amor”. El encuentro amoroso provee la coyuntura en la que deviene posible gozar del amor. El amante “ama amar”. El objeto, por ser amado, le suministra la ocasión en carne y hueso.

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Hemos llegado así al corazón donde se emplaza el devenir-enamorado, ese epicentro del amor. Tiene que producirse una caída y esto lo dice la expresión “caer enamorado”. Pero, para que se cumpla esta cristalización digna de llevar el nombre de amor –y no meramente una cierta emulsión afectiva–, es preciso que, a raíz de los amores del presente, se repita el circuito pulsional de los primeros amores, los únicos verdaderos. Entiéndase bien: nada más real que el amor del presente y esto es lo que, en las crónicas de vida del sujeto, confiere al acontecimiento amoroso un carácter de “milagro”. Sólo cuando ama tiene el sujeto la más viva impresión de habitar su presente. Pero este amor flamante sólo adquiere su dimensión por reflejar los amores de la infancia. El sentimiento de novedad es tanto más agudo cuanto que el acontecimiento toca al retorno de la promesa del alba. Caer enamorado es experimentar el sentimiento nuevo que hace creer en el antiguo. El enamorado es como el niño que acaba de nacer: no a la vida, sino a su deseo.

Por eso, nada como el estar-enamorado es tributario de la más simple evidencia. El efecto de un real pleno parece suspender el pensamiento. Sin embargo, al explorar sus corredores inconscientes, el amor hace pensar en un laberinto inextricable.

El momento de verdad del amor, más allá de la sensación de “cambiar la vida”, es cuando el sujeto va a creer de veras en su fantasma, cuando va a pensarlo viable. Una cosa es experimentar un sentimiento por el otro en lo recóndito del propio mundo interior; pero creer de veras que ese fantasma puede morder sobre la realidad porque encuentra, porque acaba de encontrar su correlato en el otro, es harina de otro costal: así es el amor real, o sea, el que se pone a existir en este mundo. Es la hora de la primera cita, cuando el sujeto acude, él con su fantasma, a ese lugar donde hay un/a otro/a presente: cuando el sujeto acude a la llamada.

He aquí, en efecto, un otro igual a él mismo pero hasta entonces indiferente, cuyo atractivo se vuelve inigualable. Cuanto más piensa en él, más se prenda el enamorado del objeto que lo sostiene en su fantasma al prestarle complacientemente sus rasgos. Es como si el objeto amado estuviera enmarcado in vivo en el fantasma.

Tal vez no haya definición más adecuada del amor real que ésta: el amor real es cuando el otro de carne y hueso ha acudido a la cita del fantasma. Por lo menos el enamorado tiene esa punzante sensación que otorga al afecto todo su “valor”. Experiencia incomparable e inolvidable, sobre la cual la literatura se extenúa intentando alcanzar el temblor de la espera de ese objeto que, al arribar, satura el afecto.

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El amor conlleva un riesgo correlativo a su goce, el de que el yo se vacíe en provecho del objeto. El sujeto enamorado, indescriptiblemente dopado por el amor, corre el riesgo de terminar “desvitaminizado”. Este es el motivo por el que el o la amante eligen muchas veces poner fin a una pasión, sin otra razón verdadera (una vez exceptuado el discurso) que la inminencia de una hemorragia interna de su libido. El enamorado tiene la impresión, no infundada, de que el otro se lo “morfa”. Cuando ha quedado reducido al hueso del yo, profundamente empobrecido en beneficio del Objeto, es capaz de alzarse contra este amor demasiado gravoso que, tras haber colmado su mirada, le cuesta “un ojo de la cara”.

Esto concierne muy en particular a la mujer, quien, a partir del lazo con la madre, se juega el todo por el todo en la demanda de amor. De ahí que se la encuentre en posición de “locomotora” de la pasión, pero también en la de iniciadora de la ruptura. Porque, después de la colonización por la Madre, ha aprendido el arte de la ruptura como vía para desembarazarse de la pasión.

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Hay una “credulidad del amor” (S. Freud, Tres ensayos para una teoría sexual) que llega a la ceguera. El objeto puede entonces matar y la “ceguera amorosa” hace “de un enamorado un criminal sin remordimientos” (S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo).

La pasión da testimonio de que el amor es ciego hasta el crimen.

Inaugura una lógica tóxica genialmente atestiguada por el “filtro” de Tristán e Isolda. Freud apunta que “el alma popular llama al amor “borrachera” y hace nacer el estado amoroso de la bebida de amor” (Lecciones de introducción al psicoanálisis). Pero el enamorado de la bebida está a mil leguas del amor de objeto: la prueba está en que el alcohólico forma un pareja perfecta con su vino.

La pasión revela ser formalmente incompatible con la felicidad, supeditada como está a la ley del goce. El amor, la más poderosa “técnica de la felicidad”, la socava con máxima eficacia. No es que el sujeto deje de vivir la experiencia de la pasión como culminación de su sentimiento de felicidad y de asimilación máxima en su ser deseante, sino que, de ahí en más, va a jugar su ser en la relación con ese objeto en cierto modo fuera del mundo, que le envenenará la existencia hasta el punto de amenazar su autoconservación, esté ausente o presente, esté demasiado ahí o demasiado en otra parte.

La metáfora de la intoxicación padece los límites radicales de su pertinencia. En el fondo, el tóxico tiende a asegurar la independencia respecto del otro, pero al precio de la más tiránica dependencia del objeto-droga, mientras que, en la pasión amorosa, la dependencia está cabalmente fijada al otro. El apasionado fracasa donde el toxicómano triunfa: no puede prescindir del otro. El otro deviene ese objeto de carne y hueso del que hace pender su existencia, con arreglo a distintas modalidades adictivas.

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El “amor universal” revela ser nocivo. Está demostrado que “cuando el apóstol Pablo hubo hecho del Amor universal de los hombres el fundamento de la comunidad cristiana”, apareció “la más extrema intolerancia” hacia quienes no se habían convertido a esta doctrina del amor y hacia sus herejes. El amor universal, cuando acaba fundando “la vida pública y política”, segrega la más activa “intolerancia” (S. Freud, Malestar en la cultura). De ahí la importancia de reflexionar sobre la potencialidad totalitaria del todo-amor, cuando la pasión se convierte en motor colectivo. Freud no está lejos de considerarla como un tóxico espiritual, dañoso para el deseo.

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Está demostrado que el amor, capaz de ofrecer la más intensa “alegría” posible, pone triste. Ello, sin duda, en la experiencia del alejamiento y de la separación, pero más estructuralmente por tocar al objeto perdido. El otro no está nunca bastante presente –lo cual es incluso un signo clínico del amor– por cuanto es el señalador de la falta. El amor conoce ciertamente sus momentos de “triunfo” maníaco: como los maníacos, los amantes apasionados parecen condenados al insomnio, hipervigilantes como se han vuelto a la presencia del otro querido y al cuerno de la abundancia que éste vierte sobre el mundo.

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Si el amor es la más prestigiosa “técnica de felicidad”, ¿por qué finalmente su forma pasional conduce a lo contrario de la felicidad? En primer lugar, abre una lógica de la dependencia: el hecho de poner “la erótica genital en el punto central de la vida genera la más preocupante dependencia de un fragmento del mundo exterior, a saber, el objeto de amor elegido, y expone a los más intensos sufrimientos cuando se es desdeñado por éste o se lo pierde a causa de la infidelidad o de la muerte” (Malestar en la cultura). Pero hay más: aquí está el signo de que la muerte participa del paisaje; estamos, entonces, en una lógica del goce.

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No hay amor sin “contrato” (no firmado) de hacerse objeto del otro. Así se dan las cosas en el “devenir-pareja”: no tanto intersubjetivación como reciprocación del “hacerse-objeto”. El amor abre la posibilidad de hacerse objeto entre dos, o de “hacer el Objeto” entre dos. Este corazón oscuro del amor permite interrogar la dimensión pasional del masoquismo. “Yo te amo” permite dirigir una demanda al otro de este estilo: “Haz de mí tu objeto” y “date recíprocamente como mi objeto”, amado en esta condición (“amado mío”).

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El fin del amor no es solamente su momento terminal, es también la prueba de verdad. El amor es de tal índole que juega su ser tanto en sus comienzos como en su fin.

¿Dónde situar el punto y la punta de dolor de la separación?

El punto de dolor del enamorado es verse excluido de la posición a la que se lo había elegido para colmar la falta del otro.

Pero la herida narcisista no se limita a esta destitución por la que la función valorizadora se pierde. El verdadero punto neurálgico es quizás esta melancolía en nombre del objeto. Lo que está sobre el tapete es el dolor por el otro amado, esto es, que pueda prescindir de mí, para la eternidad. Bajo la lamentación manifiesta: “Pobre de mí, que he perdido al otro”, está encriptada la melancolía: “Pobre del otro, que puede prescindir de mí para siempre”. He aquí lo más difícil de soportar. Yo mismo puedo arreglármelas con más o menos facilidad para prescindir del otro, pero ¿cómo hacerme a la desgarradora idea de que él pueda prescindir de mí, sin compadecerlo hasta el infinito? Lo que tortura de un modo invencible en la nostalgia es recordar los momentos en que el otro gozaba por gracia de aquel o aquella que él o ella llamaban “mi amor”.

* Extractado de La pareja inconsciente. Amor freudiano y pasión postcortés, de próxima aparición (ed. Nueva Visión).

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