PSICOLOGíA › LA “INVENCION DEL DUELO” COMO SALIDA POSIBLE EN SITUACIONES DE PERDIDA

“Usted ahora no está”

Tomando en cuenta la enseñanza de narradores y poetas, un psicoanalista señala cómo la denominada “elaboración del duelo”, cuando es exitosa, no sólo hace lugar a la memoria sino a la “desmemoria”: un complejo trabajo de lenguaje a lo largo del cual el sujeto inventa nuevas preguntas, ya que “la falta nos confronta con la apertura hacia lo novedoso, lo inesperado”.

 Por Roberto Harari *

“En realidad hay que salir

un poco de sí para

no ser demasiado infeliz.”

I. de Charrière,

Oeuvres complètes

“Las palabras de un

hombre muerto se modifican

en las entrañas de los vivos.”

W. H. Auden,

“A la memoria de W. B. Yeats”

En el duelo, se trata de la reacción ante una pérdida, la cual no necesariamente ha de localizarse en el terreno “señalable con el dedo”: además de hacer alusión a la pérdida de un ser querido, el duelo involucra también casos donde lo perdido conforma un trazo de una abstracción situable en el plano del Ideal, o también: saber a quién se ha perdido pero sin saber qué se ha perdido con esa pérdida. Lacan muestra cómo, en el duelo, ha sido sustraído el objeto para quien el duelante era su falta: cabe escuchar allí la queja del tango, “... la falta que me hacés”, proferida ante la retirada, ante la abolición de lo amado.

Tal ausentificación relanza un retorno, siempre latente: la amenazante objetalización del sujeto. Dicho proceso es el responsable del punzante dolor, empequeñecedor de sí, padecido por el duelante. Y esto es lo llamado “pérdida de la autoestima”. Esa fenoménica autoestima reducida sobreviene ante el incoercible alud motivado por la partida de quien fuese emisor de la falta. Dicho de otra manera: el duelante es un receptor careciente de emisor. De ahí, su acentuada cerrazón, su desinterés mundano, su compunción, su decaimiento del goce de la vida, su introversión libidinal.

Puede decirse que el sujeto queda transitoriamente desprovisto de la cobertura que le sostenía la castración. Esa cobertura lo protegía del riesgo de devenir él mismo un “objeto a”. La supresión forzada de ese envoltorio separador y amortiguador marca la vigencia de la conocida precisión freudiana: la sombra del objeto cae sobre el yo. Y el yo, en caso de denigrarse manifiestamente, ataca al objeto incorporado por vía identificatoria, pasando de tenerlo a serlo. La estagnación en esta coyuntura muestra el operar gozante de la melancolía, caracterizada por el fracaso en la perlaboración del duelo.

“El olor igualito”

El comienzo de un relato del notable narrador portugués Antonio Lobo Antunes marca una de las líneas más provechosas en orden a la dilucidación de otro de los sesgos más notorios y notables del trabajo –o “perlaboración”– del duelo.

“La casa es la misma, pero todo ha cambiado. No en la casa, claro, ni en el patio, ni en la mimosa. Y en las habitaciones los objetos de siempre, los edificios de costumbre frente a las ventanas, el olor igualito, el silencio idéntico. El grifo habitual goteando, pausado, en la bañera. El aparador, la mesa, el sillón de cuando usted era pequeña. Sólo que ahora no está. En la planta baja la cocina, el comedor, el cobertizo del lavabo, el muro al que le falta un pedazo en el lado del callejón; por ahí tampoco hay diferencias y entonces pienso si todo ha cambiado o si el que ha cambiado he sido yo. Tal vez he sido yo porque usted ahora no está. Y como no está las cosas cobran un significado diferente, retratos de repente llenos de sentido, una mancha en la alfombra que no sé qué quiere decir, yo intento encontrar explicaciones, mensajes, secretos que me negué a escuchar en aquel elefantito de marfil, en aquella máscara de la pared, en el marco sin cristal en el que una niña, que no estoy muy seguro de quién es, usted o su hermana, qué más da, no merece la pena mentir, sé perfectamente que usted sonríe. Usted con trece o catorce años, una blusita a rayas, la boca que se mantuvo igual a lo largo del tiempo. La frente parecida a la de su madre, lo veo más claro ahora. No se ven las manos, me gustaba ver sus manos pero usted ahora no está y se las ha llevado.” (“Quien no tiene dinero no tiene alma”, en El País, suplemento “Babelia”, Madrid, 26 de julio de 2003.)

¿Cuáles son las enseñanzas brindadas por la serena belleza de estas líneas? En primer lugar, se capta cómo la presencia de la ausencia de la amada sindica un agujero en lo Real. Hasta allí, nos encontramos en el seno del saber tradicional. Pese a la estabilidad de los signos de la realidad –la cual, de todos modos, es preciso verificar palmo a palmo, pieza a pieza, en cada detalle, en cada circunstancia, en cada elemento del hábitat doméstico compartido–, el narrador remarca la vigencia de un cambio en “todo”, localizado –no sin dificultad, ni de manera inicial– en él. Ahora bien, Lobo Antunes subraya cómo, al procesar el duelo, no se trata sólo de una “resignificación” de lo vivido, por cuanto la falta nos confronta con la apertura hacia lo novedoso, hacia lo inesperado, hacia lo enigmático, hacia lo generador de interrogantes y de las respuestas que intentan dar cuenta de los mismos. El narrador no evoca sólo los sucesos acontecidos –y los anhelados, los expectables– con el desertado objeto del deseo, sino que la ausentificación del mismo le incentiva la busca explícita de “explicaciones”, de “mensajes”, de claves –“no sé qué quiere decir”–, del develamiento y del nuevo y privilegiado hallazgo de “secretos”, de cierta lograda y sutil elevación de los pequeños elementos, de los detalles, de los pormenores y de las peculiaridades del mapa y de la apariencia de la realidad “casera” –nimios, fútiles o inapercibidos hasta ese entonces– a la categoría de significantes cuya consideración promete un esclarecimiento inédito y aperturizante respecto de su devenir.

Dicho de otro modo: es cierto que el duelante redescubre el objeto mediante la reorganización de su imaginario-simbólico, pero esto se revela insuficiente en la medida en que el trabajo perlaborativo lo lanza en procura de significantes nuevos, no inscriptos en el ámbito de la memoria. No hurga en la memoria porque se propone un trabajo donde su lectura escribe la desmemoria, la desapropiación inventiva.

Por otra parte, la lograda metáfora de Lobo Antunes referida a la genealogía familiar, cifrada en la “frente parecida” a la de la madre, resalta un carácter sorprendente, no percibido en toda su magnitud en vida de la amada. Y si esto, nuevamente, resulta tributario de lo imaginario –que une, ata, también en cuanto al enlazamiento de las generaciones–, no por ello omite su condición de trazo novador. Y las manos: separables y aislables del cuerpo, en tanto condición tenue pero decididamente fetichista, han visto diluirse definitivamente su condición de autónomas. Más precisamente, han perdido su privilegio ante el cuerpo, ya que éste, al despedirse para siempre, ha dejado de ser el apéndice de las manos, de las manosmirada que, en vida, “caían”, como resto fecundo, de la imagen del cuerpo. Lo cual enseña, por cierto, que el cuerpo no se inscribe tan sólo en el registro de lo imaginario.

Cabe preguntarse, además, acerca del motor definitorio de lo apuntado: se trata de la pulsión. La pulsión –en virtud de su faz de muerte– determina la separación del duelante de los significantes gozantemente pegoteados, conduciéndolo –en virtud de su faz de vida– al intento de obtener la unificación, sea de significantes inéditos, sea de significantes cuya juntura era hasta ese momento inédita.

Lo predicho redefine un sesgo insoslayable del trabajo o perlaboración del duelo: la nostalgia. Algia: dolor, pero que no apunta, como analgesia balsámica, al mero reencuentro, al regreso o retorno al pasado. Nostalgia propulsora de una invención que, como tal, transita por senderos no hollados por el duelante.

Invención: es lo que in-viene, por cierto, y es lo que se asienta en la apertura del, y ante el, enigma. O sea: de una enunciación –puntúa Lacan– incapaz de dar con su enunciado. Enunciado cuya captura, cuyo logro, se propone de modo incesante, tal como lo pone en evidencia el relato de Lobo Antunes.

El duelante, mediante el específico trabajo que lo caracteriza, se aparta de la condición de receptor sin emisor de la castración simbólica, relevándola por la de portador de una enunciación que no encuentra su enunciado. Ello implica, por lo tanto, el apartamiento de la riesgosa condición de ser-objeto mediante la sumersión en una labor donde prima el juego de, y con, el sonar inaudito de las letras, y, desde ya, el goce sónico del saber producido, no menos que la de la esperanza.

El relato de Lobo Antunes enseña cómo obra la función del juicio visivo para garantizar la estabilidad de la realidad, que no es sino la de la estabilidad del fantasma, pues es éste quien organiza la realidad de cada quien. La estabilidad fantasmática se encuentra comprometida por el duelo, ya que éste la hace vacilar. Así, el esfuerzo reestabilizador requiere la ineluctable puesta en acto de los mencionados significantes nuevos. No se trata del retorno de significantes reprimidos: directamente, tales significantes no se hallaban inscriptos. Son, como dije, tributarios de la desmemoria, la cual desescribe porque deslee.

En su Seminario 10, “La angustia”, Jacques Lacan recuerda cómo, en muchas de las sociedades denominadas –no sin prejuicio– “primitivas”, el rito funerario comporta un despliegue tal que, ante nuestros ojos defendidos con anteojeras, pareciese remedar un festejo: “¿Por qué necesariamente debo permanecer en un estado maltrecho, destruido, de sobreviviente lamentoso? ¿Acaso esto, este estado, es lo que él [el objeto] me ha dejado? ¿Por qué no podría estar, por ejemplo, contento de que haya vivido, de lo que me ha dado, y festejarlo, en consecuencia, al modo del homenaje?”. Al respecto existe un hermosísimo testimonio cinematográfico: el entierro, musicalizado, llevado a cabo por un pueblo como detenido en el tiempo, que integra uno de los episodios de Sueños, de Akira Kurosawa.

Sea exilio

El mencionado Lobo Antunes ilustra el prerrequisito insoslayable para apuntar a la desmemoria: “Es preciso aprender a desconectar todas las voces parasitarias que abrigamos, como los ruidos en los antiguos programas de radio. Eso no siempre es fácil porque existen textos que se nos cuelan, y ni siquiera se trata siempre de los que preferimos” (“A correcçao perpétua”, en Folha de Sao Paulo, 4 de diciembre de 2005).

Y el destacado poeta estadounidense W. Stevens (1879-1955): “La palmera al final de la mente/ detrás del último pensamiento, crece,/ en la distancia de oros brillantes,/ un pájaro de plumas de oro/ canta en la palmera, sin significado humano,/ sin sentimiento humano, una canción extranjera;/ entonces comprenderás que no es la razón/ la que nos asiste en la felicidad o tristeza de los días./ El pájaro canta, sus plumas resplandecen./ La palmera se yergue al borde del vacío./ El viento baila en sus ramas,/ las doradas plumas del pájaro caen lentamente/ suspendidas en el aire” (De la simple existencia, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2003).

Y, en un tramo del poema “Alternativa”, el argentino N. R. Silva: “O, por esa fragmentada muerte diaria/ que hace tanta despedida,/ encontrarnos en recuerdos/ aunque el recuerdo sea exilio/ no otra cosa”.

Por eso, debido a la doble invención puesta en obra, se justifica y legitima hablar de “la invención del duelo”: de ese duelo, singular y concreto, a ser realizado por el trabajo de cada quien; la invención generada y catapultada en cada quien, en su específica posición subjetiva. Sí: en tales invenciones duelantes, somos –¿somos?– palmeras erguidas “al borde del vacío”, situándonos “al final de la mente/ detrás del último pensamiento”, haciendo exilio del recuerdo, diluyendo las voces parasitarias.

* Extractado de Palabra, violencia, segregación y otros impromptus psicoanalíticos, de próxima aparición (ed. Catálogos).

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