PSICOLOGíA › LA “CONSTRUCCION DEL PUDOR” EN LA PSICOSIS

“... las dos patitas de atrás”

A partir de la experiencia en un hospital de día donde “se dice que hay cucarachas”, el autor examina el origen del asco a los bichos, advierte la situación particular de los psicóticos –para quienes “el bicho es el propio cuerpo”– y señala un posible abordaje terapéutico.

 Por Sergio Zabalza *

De un tiempo a esta parte, el tema de las cucarachas ha invadido el ámbito de un hospital de día. Se dice que hay cucarachas en los consultorios, en el estar de los pacientes, en las cajas de materiales, en la mesa del almuerzo. Ahora bien: ¿por qué tanta dedicación al tema? ¿Qué cuestión de vida o muerte se juega en torno de estos bichitos?

El sentido común diría que están en juego las condiciones mínimas de higiene para preservar la salud: sospechoso. Para los que hacemos de la desconfianza al sentido común una herramienta de trabajo, difícilmente pueda conformarnos el cuento de la higiene. La repugnancia que el tema despierta no sólo responde a una cuestión de salud. Por lo pronto, un cigarrillo encendido supone tanta o más falta de higiene que una cucaracha en el zócalo. Hay otra cosa, un elemento que Freud señaló como dique a las exigencias pulsionales: el asco. Sería propicio indagar cuál es la función que cumple esta constitutiva barrera.

Por lo pronto, que la sexualidad humana sea siempre perversa ya nos sugiere, para la prohibición que el asco supone, la figura propia de la banda de Moebius, esa cinta cuyas dos caras resultan ser la misma o cada una de sus caras resulta ser la opuesta: las mismas prácticas que fantaseamos con la hermosa modelo pueden parecernos repugnantes si las imaginamos con otra persona. ¿Acaso la belleza no es el último velo antes de lo terrible? (Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino.)

Entonces, el asco es una prohibición que permite, un límite que habilita. Para Freud, el asco no es sólo barrera sino también sublimación.

En cuanto a los insectos, no es necesario remitirse a La metamorfosis de Kafka o al Escarabajo de Poe para advertir cómo el sentido común suele depositar en ellos la oscura dimensión de lo ominoso. Desde la zoofobia que tan cuidadosamente describiera Freud en su paciente “El Hombre de los Lobos”, hasta la mantis religiosa, ante cuya presencia Lacan encarna el momento de máxima angustia subjetiva, la literatura psicoanalítica no deja de convocar a estos seres inquietantes toda vez que el espanto reclama algún lugar.

Un primer abordaje diría que las cucarachas remiten a ese privilegiado objeto en torno del cual el sujeto, a partir de la problemática del control de esfínteres, dirime las demandas del Otro: la mierda. Advenir miembros de un mundo simbólico supone la sustitución que habilita localizar en una terceridad el horror frente al cuerpo de la madre. Ahora bien, si, tal como expresa Lacan, en la neurosis el retorno de la pulsión es in loco –en un locus determinado, localizado en un lugar–, en la psicosis, por el contrario es in altero: avanza como un indiscriminado Otro.

Si el neurótico sublima su generalizada repulsión a los bichos con “las dos patitas de atrás” que la canción le quita a la cucaracha, bien podríamos conjeturar que en la psicosis el bicho está completo y consistente, sobre todo y antes que nada porque, para el psicótico, el bicho es el propio cuerpo.

De allí que no nos llame la atención una paciente que sin aprensión alguna mata cucarachas con la mano. En la psicosis, el asco –si existe– no hace lazo social. Toda la gesta de David Cooper, Ronald Laing y otros intentó convivir con la especial relación que el psicótico sostiene con sus excrementos: en aquella época y bajo aquellos criterios, se podía caminar por hospitales cuyos pasillos estaban adornados con mierda. Semejante posición descansa en la idílica suposición de un mundo sin ley o en la ilusión de una ley sin arbitrariedad. Desde esta perspectiva, la locura vendría a denunciar la violencia que todo orden supone. Por nuestra parte, estamos tan lejos de subestimar el discurso del psicótico como de intentar un orden puro de toda arbitrariedad. La ley está, de lo que se trata es qué hacemos con ella.

Bichos como las cucarachas dan para más. En el Hombre de los Lobos “su análisis demostró que para él todos los animales pequeños, orugas, insectos, sobre quienes descargaba su furia, tenían el significado de bebés” (Sigmund Freud, Historia de una neurosis infantil. Erotismo anal y complejo de castración). Según Freud, esta actitud remitía a la angustia frente a la posibilidad de perder su privilegiada condición de hijo menor, y de allí la repulsión frente al comercio sexual de los padres.

Insectos-caca-bebés: ecuación que incluso nos reconduce hasta esa enigmática satisfacción por reventar “barritos” del rostro –el mismo Freud relata algún caso donde la satisfacción por eliminar comedones remite a la masturbación–.

El semen, las heces, la leche, la voz, la mirada: lo más deseado y lo más rechazado salen de orificios del cuerpo; pezón, ano, genitales. Lugares donde la erótica relación con el Otro se localiza en virtud de una ley que, en objetos fuera del cuerpo, metaforiza algo de su omnipresencia. Bordes donde el goce se hace deseo, restos que atestiguan una ilusoria unidad, a expensas de operadores tales como el asco.

Cucarachas hablantes: si también nosotros salimos de un agujero, ¿quién podría sorprenderse por el asco ante al coito de los padres?

Difícil pudor

Mientras que las significaciones compartidas por el lazo social ubican en precisos lugares la ominosa alteridad que nos constituye, aquellos sujetos desabonados de la instancia psíquica que civiliza la pulsión intentan otras estrategias para vérselas con la satisfacción que los somete. En la psicosis, el circuito de la pulsión –por no pasar por el Otro– descarga todo su sadismo y voracidad en el sujeto. Así, el asco está dirigido hacia el propio cuerpo. No hay pudor ni intimidad. Nada más intrusivo y vejatorio.

Hacer algo con eso supone la invención que por respetar la singularidad, construye una barrera al goce a partir de los rasgos que constituyen un sujeto. Se trata de qué es esa cucaracha para cada sujeto. Lo interesante es que, para construir ese particular, se debe contar con el concurso del Otro. Allí está nuestra posibilidad de facilitar el lazo social (y de poner las cucarachas a distancia).

Por estar en el lugar de la excepción, los pacientes llamados psicóticos suelen estar hablados por lo general y moverse con un cuerpo al que viven como extraño. Se trata de construir lo particular que les permita apropiarse del lenguaje que los habita y del cuerpo que se les diluye. Desde esta perspectiva, lo particular son las razones con que un sujeto se arma un mundo al intentar dar cuenta de ese imposible –lo singular/general– que bien podríamos comparar con un cuerpo extraño. Cuando un sujeto canta una canción, pinta un cuadro o representa un papel, se abre la posibilidad de ubicar en ese nuevo objeto algo de la ominosa presencia que aplasta al psicótico. Por eso, no se trata de interrogar por qué hizo tal o cual cosa, sino: qué opina sobre ese blanco que está allí; qué le pareció el personaje que nos acaba de representar.

Al interrogar por ese inanalizable que es la obra de arte, se invita al sujeto a dar las razones con las que construir el particular que le permita apropiarse de ese cuerpo –hasta ahora extraño para él– y así correrse del atroz lugar de objeto que la excepción constituye.

El lazo social supone ubicar en un objeto algo de lo ominoso que nos habita; para ello debemos ubicar alguna significación en común. De esto trata la estetización con que el síntoma se vacía de sentido. Como la cucaracha, que –por faltarle las dos patitas de atrás– se transforma en una dulce y entrañable canción que, al hacer lazo con el Otro, pone a distancia la ominosa dimensión que nos habita.

En un dispositivo de hospital de día, el grupo de pares está al servicio de construir el particular con el que un sujeto se arma un cuerpo y un mundo. Al sancionar, por ejemplo mediante un simple aplauso, el acto que supone hacerse responsable de una opinión, de un gol, o el compromiso que supone despejar los restos de comida después del almuerzo, los varios se constituyen en testigos de una cesión de goce.

Ahora bien, hacerse responsable de una opinión sobre el objeto cucaracha no es sin el recurso que el Otro brinda por excelencia: la identificación. En efecto, es impensable considerar una cesión de goce sin la transferencia que supone depositar cierta confianza, amor y saber en un Otro. Suficiente para pensar todo el hospital de día como un dispositivo para manejar la transferencia con sujetos que padecen graves carencias simbólicas.

*Psicoanalista.

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