PSICOLOGíA › EL TRAUMA DE LA IRRUPCION DE LA SEXUALIDAD ADULTA EN EL UNIVERSO INFANTIL Y SUS CONSECUENCIAS ULTERIORES

“Ponerle nombre a ese daño horroroso”

“Las violaciones, incestos y abusos (que son categorías diferentes) constituyen el soporte de la irrupción de la sexualidad adulta en la vida de la niñez: la profanación del sujeto/niñ@, la subversión del orden que garantice la convivencia entre adultos y criaturas.”

 Por Eva Giberti

Las citas bíblicas resultan esclarecedoras como antecedentes de violaciones e incestos en tanto irrupciones de la sexualidad adulta en el universo infantil y en la adolescencia, si bien no contamos con información suficiente para inferir los efectos de estas prácticas en sus protagonistas. Si nos acercamos al mito bíblico, leeremos, a partir del Génesis, que en determinado tiempo varios ángeles descendieron a la Tierra por mandato divino. Tenían la misión de acercarse a Lot, quien habitaba en una ciudad que conocemos como Sodoma. En la primera mitad del capítulo 19 del Génesis, refiriéndose a la ciudad de Sodoma, se narra el intento de violación, llevado a cabo por algunos habitantes de la ciudad, contra los ángeles que se presentaron como huéspedes de Lot. El diálogo de Lot con esos que pretendían violar a los forasteros –alojados en su casa– es suficientemente explícito: “Y Lot les dijo: ‘Hermanos míos, no cometáis semejante maldad. Tened en cuenta que yo tengo dos hijas que no han intimado aún con hombre alguno. Permitidme que se las lleve afuera para que podáis hacer con ellas lo que os plazca. Pero absteneos de hacer algo a estos hombres, porque han venido a guarecerse bajo mi techo”.

Esta narración tiene un antecedente en el capítulo 19 de Jueces, que narraré sumariamente: un levita, con su mujer y su criado, no encuentra dónde alojarse, en la ciudad de Efraim; entonces, un anciano les ofrece hospitalidad. Vecinos de la ciudad pretenden violar al forastero y, para evitarlo, el dueño de casa les ofrece a su hija virgen: “Abusad de ella, haced con ella aquello que os plazca, pero con este hombre no cometáis semejante infamia”. Se reitera el ofrecimiento de la joven virgen para la violación. La historia es más compleja: en paralelo, los vecinos deciden violar a la mujer del levita y así lo hacen durante toda la noche. Como consecuencia de ello y para evitarle el deshonor, su marido la descuartiza y reparte las doce partes de su cadáver entre las que serían después las doce tribus de Israel.

La historia de Lot no finaliza en el punto que mencioné. Cuenta el texto bíblico que las hijas de Lot provocaron incesto con él después de haberlo embriagado. Habrían procedido de ese modo porque, después de la destrucción de la ciudad de Sodoma, no quedarían hombres capaces de fecundarlas, y decidieron engendrar con su padre. Pero las hermenéuticas actuales avanzan con otra lectura: se supone que Lot fue quien decidió el incesto. Existe una frase bíblica que permite suponerlo concretamente: “Quien se separe a sí mismo busca el deseo”, lo que aclara que Lot deseaba a sus hijas.

No resulta difícil reconocer la misma estrategia canónica, inicialmente desde el mito bíblico: la responsabilidad es siempre de las víctimas; son ellas las que causan la tentación. Y de ese modo se intenta gestar falsa memoria en las víctimas, tal como sucede actualmente. Este intento de provocar sentimiento de culpa y confusión en las víctimas constituye un clásico de las intervenciones actuales con los niños y niñas víctimas, ya sea por parte de las familias cuanto de las instituciones judiciales, salvadas sean las excepciones.

La actual interpretación de los hechos anteriormente descriptos reclama la perspectiva propia de los textos considerados sagrados; en este modelo que expongo, la violación amenazante de la sexualidad de los varones (calificada como infamia), viola además las sagradas leyes de la hospitalidad, ya existentes en la Grecia Antigua. Corresponde interpretar que de este modo se rompe la frontera entre lo divino y lo humano, metafóricamente asociado a imponer la propia voluntad sexual contra la aceptación de quien sería la víctima: el quiebre de un orden establecido.

Lo que no resulta sencillo para nuestra comprensión es asumir que entregar a las hijas vírgenes, como prenda para salvaguardar la integridad anatómica de un varón, forme parte del orden establecido. Como no sea debido a mandatos patriarcales, religiosamente protegidos.

¿Cuál es la relación entre estos textos y la irrupción de la sexualidad adulta en las vidas de niñ@s y adolescentes?

En estas descripciones será preciso tener en cuenta que la evaluación moral de los hechos depende del modo de percibirlos, o sea, de aprehender la presencia del otro al mismo tiempo que reconocer la existencia del daño y del dolor de ese otro. Lo cual demanda eludir las propias inhibiciones y cegueras personales derivadas de concepciones ideológicas que no han sido revisadas y contrastadas con otros criterios.

Aplicamos nuestros valores según sea la forma en que se describen los hechos, particularmente cuando aprendemos en la experiencia familiar y/o escolar: por ejemplo, para quienes no se atreven a revisar las descripciones del texto bíblico, los hechos sucedieron como siempre nos enseñaron, o sea, las hijas de Lot se aprovecharon de su padre embriagado. Para otras lecturas, se elude la ceguera que reproduce lo aprendido para mirar de otro modo lo descripto, a partir de conceptualizaciones actuales, que son las que me permiten no sólo interpretar los hechos tomando en cuenta su descripción –la percepción–, sino incorporando el concepto con que se construyó la narración bíblica: crear la culpa de la víctima, es decir, de las hijas de Lot.

El efecto directriz de estas irrupciones de la sexualidad adulta se focaliza en desculpabilizar al victimario, naturalizando el delito, responsabilizando a la víctima como promotora del mismo. Lograr que la víctima sienta culpa y vergüenza por lo que le ha acaecido; es el primer efecto del arrasamiento de la sexualidad adulta sobre el niño, niña o adolescente. Suponemos que duradero: la experiencia clínica nos evidencia que reacciones personales y sociales de una pléyade de seres humanos, treinta o cuarenta años después de padecida la violencia sexual, se comportan, frente a la sexualidad o frente a las diferentes formas de libidinación placentera, con respuestas absolutamente impropias y alejadas de lo que podría considerarse esperable en forma de disfrute.

¿Por qué hablamos de los efectos de la irrupción de la sexualidad adulta en la historia de vida de niños y de niñas?

Porque necesitamos ponerle nombre a ese daño horroroso. Entonces enunciamos clasificaciones, como por ejemplo el efecto durante los dos primeros años después de cometido el delito, o los efectos en determinados comportamientos. O sea, necesitamos sostenernos en la canónica de las clasificaciones y enunciaciones correlativas para otorgarle sentido a lo que también nos daña en tanto testigos de esos efectos.

Nominar la persistencia de esos daños nos impulsa a otra índole de registro, de percepción, reconocer que pudo haberse impedido, o sea, que pudo no haber sucedido aquello horroroso. Premisa que posiciona el ataque adulto en el ámbito de la contingencia, circunstancia que fundamenta la justicia que se reclama para la víctima. Esa contingencia define nuestra impotencia ante quienes deciden victimizar al niño o a la niña, en tanto no cuentan con protección que permita prever el delito, exceptuando aquellos niños y niñas que han sido advertidos y pueden zafar del ataque. De lo contrario, lo contingente y por ende impredecible de las violaciones, incestos y abusos (que son categorías diferentes), constituye el soporte de la irrupción de la sexualidad adulta en la vida de la niñez.

Interesa apreciar esta variable para superar las habituales clasificaciones que apuntan a reproducir la escena del delito, ya que cada vez que enunciamos los efectos –insomnios y pesadillas, lenguaje sexualizado y otros síntomas– nos incluimos, necesariamente, en la escena del delito: “El niño tiene esta respuesta porque le hicieron tal cosa”. Explicitación necesaria para la realización de un psicodiagnóstico, pero insuficiente para reflexionar acerca de otros niveles de análisis. Así como precisamos incluir, en las variables de los efectos, la tesis del encarnizamiento, palabra cuyo significado es: “Crueldad con que alguien se ceba en la desgracia de otro”.

Es un vocablo que actualmente se prioriza en bioética para referirse al encarnizamiento terapéutico, prolongando la vida de determinados enfermos, al costo de la sacralidad del derecho a una muerte propia y natural, digna, sin postergaciones artificialmente sostenidas.

La utilizo en su indudable asociación con la carne, palabra con doble origen griego y latino (sarx en griego, caro-carnis en latín), una de cuyas acepciones remite a los apetitos sensuales, a cargo del victimario, y su tercera acepción se refiere a la pulpa, la parte tierna o blanda del interior de los árboles o de los frutos, que sin duda es la que aporta la víctima. Ya sea mediante su cuerpo arrasado tanto en sus genitales vírgenes de contactos sexuales ajenos, es decir, tiernos, cuanto en sus miradas y sensaciones alejadas del espectáculo que la genitalización brutal protagoniza.

Al utilizar la palabra encarnizamiento, distingo carne (en su acompañante latino caro) del vocablo cuerpo (corpus), dado que carne es vocablo utilizado tradicionalmente –desde tiempos medievales– en asociación con aquello que se opone al espíritu.

Los efectos de estas irrupciones de las sexualidades adultas en sus víctimas generan deterioro en la carne corporalmente registrada, en tanto lesión, y tambien desencadenan temblor psíquico –metafóricamente hablando– en su funcionamiento como reproducción postraumática de lo padecido, y aun en los casos en los que ha sido posible lograr un orgasmo reflejo en la criatura, produce daño como asombro sorprendido en relación con las respuestas del propio cuerpo.

Preciso es incluir el efecto de iniciación apelando a la deformación del sentido de lo iniciático vinculado con lo espiritual. Se trata de una iniciación mediante la vulneración del derecho a consentir en el ejercicio de la propia sexualidad a partir del raciocinio; raciocinio que en este tema podemos inferir ausente en el niño o la niña y aun en las adolescentes, cualquiera de ell@s captad@s, inclusive, por los efectos de la fascinación, de la seducción y tal vez de la imitación.

O sea, en tanto corpus y en tanto caro, en tanto cuerpo y en tanto su alternativa de lesionar la espiritualidad de la víctima, el daño es de tal índole que reclama, en cada situación, diagnóstico diferencial, con clara vigencia de lo psíquico, de lo corporal y de lo sacral como categoría reconocible en el sujeto, es decir, con perspectiva de una unidad inmanente, inseparable de él.

Lo vivencial

Vivencias implica mente, emociones y cuerpo respecto de la propia sexualidad. Sin necesidad de la aparición del trauma, el sujeto puede procesar de manera traumática sus vivencias acerca de la sexualidad, particularmente de las representaciones de su sexualidad reprimida. El resultado de esa represión es que el efecto irrumpe, no ante el recuerdo y/o representación de sus vivencias sexuales, sino como lo que ha sido vivido, sin lograr ser significado, es decir hablado, tramitado y de ese modo aquellas vivencias continúan produciendo efectos.

(Los lacanianos dirían que lo que se fija es un goce que irrumpe como lo vivido y no ante el recuerdo, que no ha sido significado y eso sigue generando efectos.)

Cuando la víctima puede comenzar a hablar, inicia un proceso significante que, paradójicamente, a medida que se desarrolla, incluye una sensación de “lo imposible”, un vacío en su comprensión que al mismo tiempo se anuda en la características simbólica de su narración. En éste se introduce un particular fenómeno de fantasma: habla de lo que le parece imposible haber vivido, imposibilidad que resulta asociada, anudada con el significante que la palabra le aporta.

Para quien escucha la declaración a distancia comienza a tomar sentido la descripción de los hechos, en tanto brota la claridad de lo sucedido, pero en ese momento la víctima está sumergida en el vacío de darse cuenta de que lo sucedido es un imposible, que no pudo haberle sucedido “eso”.

Este fenómeno no es el menor de las inconvenientes con los que nos encontramos quienes escuchamos a las víctimas.

El estrago

En el momento en que la víctima puede comenzar a contar lo que esperamos (situación del otro que escucha y que constituye un indicador clave para la evaluación de los hechos), tratamos de reconocer lo “real” (queriendo decir auténtico o genuino) del trauma que incluirá los antiguos fantasmas vinculados con el modo en que procesó inicialmente el registro de su sexualidad. O sea, el conocimiento de la estrictez, exactitud de lo acaecido cuando se l@ victimizó queda atrapado por diversas variables: las ya conocidas que se refieren al trato que recibió en su familia o en la escuela cuando comenzó a contar, el abordaje profesional inicial, la familiaridad o no del victimario y otras variables descriptas sistemáticamente en aportes técnicos, aquello que mantiene a la víctima en contacto con lo imposible de ese agujero donde fue sumergida. Será su propia convicción acerca del episodio traumático lo que se convertirá en un efecto subjetivo, que acompañe a todos los síntomas conocidos, o a la desaparición de ellos.

Lo imposible inquietante es lo imposible del orden quebrado, el ingrávido y persistente fantasma que acompaña de manera no inevitablemente insuperable, pero sí memorable, haber quedado atrapado en la frontera que separa lo sacral de lo profano, desfondada la integridad sexual.

La lujuria del adulto (luxuria) atenta contra tal integridad: es un pecado capital para los cristianos que violenta el orden racional y promueve la concupiscencia. Los escolásticos del siglo XIII sostenían que el estupro, el rapto, el incesto, el pecado contra natura (homosexualidad) –entre otros– constituían las diversas especies de la lujuria. Dimensiones a las que debemos añadir los desórdenes morales de la palabra, estudiados por Tomás de Aquino, para quien la fuerza de este pecado es aquello que en el plano del discurso determina la matriz del mismo, puesto que el lujurioso habla de las torpezas que anidan en su interior y ordena sus palabras en busca de placer (peccatum oris). Por lo general de índole grosera, como sucia acumulación de palabras vulgares, sórdidas e impuras.

El análisis de aquello que la concupiscencia sea nos conduce a los textos escolásticos (tardomedievales), cuando se incluyó el vocablo fomes –sin traducción actual–, que se refiere al apetito por lo sensible, por lo general de manera desordenada (empezando por Adán y Eva, que actuaron presionados por sus pulsiones). Se la reconoce como una “inclinación”. Lo cual no es gratuito, porque Guillermo de Ockam, en una de sus obras, habrá de sostener algo que podría resultar riesgoso para nuestra orientación actual frente a estos delitos. Afirma que la concupiscencia apunta a los estados mórbidos de la carne que inclina el apetito sensible del hombre a un acto inmoral, y por otra parte al estado del cuerpo que inclina el apetito sensible a un acto más intenso de lo que dicta la razón, “como si lo estuviera de manera innata”. Aseveración que suma puntaje para la convicción acerca de lo indomable de tales impulsos, al mismo tiempo que exculpa a quien los asume en hechos reales.

En el horizonte, la profanación del sujeto/niñ@, la subversión del orden que garantice la convivencia entre adultos y criaturas, el estrago como devastación no sólo en tanto cuerpo profanado sino vivencias in–significadas y consagración del placer adulto que constituye otro efecto de los incestos, abusos y violaciones, cuyo orden de registro no se dimensiona en la víctima sino en la toxicidad social que la impunidad de los victimarios desparrama.

El estrago se dimensiona en el ida y vuelta de cada movimiento que ejecuta el agresor y se consagra en la denuncia cuando ésta no es atendida. La denuncia, que avala el daño, es la que debe sostenerse, porque es la palabra de la víctima. El delito se ramifica en el sujeto que lo comete, la denuncia es la que garantiza el derecho de la víctima y la que inscribe socialmente la dimensión del daño. El estrago se consuma si no se escucha la palabra de los niños y de las niñas, si la Justicia se ocupa de clasificar el delito en lugar de reparar el derecho de la víctima.

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