PSICOLOGíA › SOBRE LA SERIE DE MASACRES EN EL PAIS MAS PODEROSO DEL MUNDO

Cómo hacer gozar a Estados Unidos

A partir del caso de la masacre de Virginia Tech, en su relación con la “inseguridad, el desamparo y el disciplinamiento” que caracterizarían a la sociedad estadounidense, el autor de este ensayo advierte que “los jóvenes asesinos, con su ‘reality’ violento, hacen gozar al gran Otro de Estados Unidos”.

 Por Alejandro del Carril *

La matanza que llevó a cabo un estudiante en la Universidad Virginia Tech, el 16 de abril de este año, puede servirnos para analizar algunos rasgos del gran Otro de la época en que nos toca vivir. Esa matanza se inscribe en una serie que se viene sucediendo en los últimos años con epicentro en los Estados Unidos. Pero no sólo allí. De hecho, una sucedió en nuestro país. De todos modos, propongo analizar lo que sucede en Estados Unidos porque ese país es donde más se ha dado este fenómeno, lo cual no carece de relación con el hecho de que ese país representa el paradigma de sociedad en lo que se considera la civilización más desarrollada de la cultura occidental judeo-cristiana; rige allí, como modelo socioeconómico, lo que podríamos denominar democracia tecnocapitalista.

El homicida en cuestión era un joven oriundo de Corea del Sur, cuya familia había llegado a Estados Unidos cuando él tenía ocho años de edad. Un mes antes de la masacre se había comprado dos pistolas; había filmado unas películas en las que intentaba dar cuenta de sus motivos para la matanza y las había enviado por correo a una importante cadena televisiva. Luego de matar a 32 personas y herir a otras 19, se suicidó.

El presidente George W. Bush se declaró “horrorizado” y dijo: “Las escuelas deberían ser lugares de seguridad, refugio y aprendizaje. Cuando ese refugio es violado, el impacto se siente en cada aula estadounidense y cada comunidad estadounidense”. El horror del presidente es producto de constatar algo que la serie de matanzas ha puesto sobre el tapete: el sistema educativo estadounidense produce inseguridad, desamparo y serias dificultades para el aprendizaje. Lo que Bush dice, sin saber que lo dice, es que el sistema educativo estadounidense resulta peligroso para sus propios alumnos. Tomemos como ejemplo unas declaraciones del pediatra Fernando Polack, residente en Estados Unidos (entrevistado por José Ioskyn en la revista electrónica Psyché Navegante, Nº 70): “La experiencia más difícil para los argentinos en Estados Unidos es ejercer de padre. La diferencia de valores y costumbres jaquea las convicciones más sólidas y, si algo es para mí un orgullo, es haber sostenido a mis hijos a través de años durísimos en Maryland. Digo esto porque lo mas fácil es ceder, ser ‘convertido’, y ver los resultados inmediatos de esa maniobra en la aceptación social o escolar. Pasar de ser un díscolo a ser un bobo bueno. Hay muchos argentinos cuyos hijos pasaron años en escuelas de educación especial sólo por no portarse ‘tan bien’ como se debe en las escuelas norteamericanas. Y los he visto agradecer esa decisión, porque al fin dejaban de suspender al hijo en el jardín de infantes, de llamarlos constantemente al trabajo para que fueran inmediatamente a buscarlo porque estaba llorando, de plantearles la ‘inadaptación’ de sus hijos al sistema. Hay una sonrisa impersonal, terrible, en la cultura norteamericana”.

Continúa Polack: “En Estados Unidos, el chico debe transformarse en un adulto desde que ingresa en el jardín de infantes. Si pertenece a los sectores más cultos y aun ‘progres’, entrará desde los tres años en una carrera para llegar a Harvard; en el resto de la sociedad, la carrera será para ser un good citizen. Conozco gente que ha contratado ‘asesores’ para que su chico de tres años esté, a los dieciocho, en las mejores condiciones de competir por una plaza en Harvard, Hopkins o Yale. Conozco gente que contrató una institutriz china para sus hijas de seis, cuatro y dos años, además de mandarlas por la tarde a un programa de inmersión en lenguaje chino para prepararlas para comerciar con China en el futuro. Todas estas cosas no son ninguna broma cuando uno vive allí. El chico es un receptáculo vacío que hay que llenar de información. Ese es el deber de los padres. Una hora perdida en juego es una hora menos de información. Los ingresos a la primaria se realizan con aplicación previa, entrevistas donde el chico se luce nombrando las lunas de Júpiter o los volcanes de Asia, y cartas de recomendación a sobre cerrado escritas por las maestras del jardín. Luego la escuela publica un ranking de niños de seis años: el que gana es un winner y el que pierde un loser. Y el loser sabe que las cosas son así, porque “éste es el sistema que nos hizo el mejor país del mundo”.

“De todos modos –señala Polack–, esa carrera al éxito durante los primeros años no se basa en el rendimiento escolar, sino en la observación de las reglas más estrictas de comportamiento: la disciplina es todo en la educación temprana americana. Un absolutismo moral rige la educación americana desde los años iniciales, y esto es particularmente difícil para los argentinos, que venimos de una concepción muy cínica de la moral concebida en esos términos. De hecho, los chicos argentinos suelen recibir un diagnóstico conductista de ‘sensorios’, o sea chicos que necesitan demasiado estímulo táctil, dado que abrazan a sus compañeros, a sus padres y hasta a veces a las maestras. Eso tiene tratamiento: hay que comprar un cepillo de pelo grueso y cepillar las piernas del niño en sentido longitudinal. No es fácil resistir la presión escolar de cepillar a tus chicos: quien se niegue a hacerlo con la estúpida excusa de que ‘nosotros en la Argentina nos abrazamos mucho’, deberá enfrentar el subtexto que dice: ‘Acá tu hijo es un sensorio y, si no querés problemas con nosotros en la escuela, comprate el cepillo, inadaptado’.”

Como dijo Bush, sin darse cuenta de lo que decía, allí lo importante no es dar seguridad, refugio o enseñanza. Lo primordial es disciplinar al niño, volverlo adulto de golpe, borrarle cualquier atisbo deseante para adaptarlo violentamente a los ideales de una cultura que se piensa exitosa, sin falla. El Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM IV), publicado por la Sociedad de Psiquiatras de Estados Unidos, en la escala que puntúa la actividad global, asigna entre 91 y 100 puntos a los que cumplan con el siguiente criterio: “Actividad satisfactoria en una amplia gama de actividades, nunca parece superado por los problemas de su vida, es valorado por los demás a causa de sus abundantes cualidades positivas. Sin síntomas”.

El criterio del manual supone una persona perfecta, sin falla, aunque la falla aparece en la letra del texto cuando dice que la persona nunca parece superada por los problemas de su vida: el imperativo del manual es la apariencia de perfección, no la perfección. La cultura tiene fallas, pero el sujeto debe simular que no la tiene. Hay que sacrificar los goces singulares y el deseo a fin de sostener una cultura que parezca no estar habitada, como toda cultura, por el malestar. Y esto es coherente con el criterio “objetivo” que ese manual propone para ubicar los que denomina “trastornos”: el margen de apartamiento que tengan respecto de lo esperable en la cultura a la que pertenece el sujeto.

El ejercicio de la democracia liberal-capitalista, garantista de los derechos individuales, es directamente proporcional al disciplinamiento de la sociedad. Y esta disciplina no está implantada desde la cúpula del poder, sino que circula en múltiples direcciones, sostenida por la mayoría de la población y transmitida a los niños desde que ingresan a la escuela.

Retomando la matanza en la universidad de Virginia: el autor era surcoreano, es decir, provenía de un país que se dividió en relación con una intervención militar estadounidense que duró tres años; una cultura ajena agredida militarmente por Estados Unidos. A los autores de la matanza de Columbine, en 1999, se los acusó de nazis, porque solían ver documentales sobre la Alemania nazi: también aquí aparece la referencia a una cultura ajena, que estuvo en guerra con Estados Unidos. En ambos hechos se presentan significantes extraños a la cultura estadounidense; que para el sentido común, deudor del registro imaginario, se presentan como totalmente opuestos: totalitarismo nazi versus libertad democrática; Oriente versus Occidente. Agrego que la familia del estudiante Cho Seung-Hui es descripta en los medios como muy tranquila y muy trabajadora: perfectamente adaptada. El, por su parte, solía firmar con un signo de interrogación, tal vez en un tímido intento de interrogar esa compacidad cultural en la que, estando inmerso, se sentía tan ajeno; un puro enigma, incapaz de darle algún sentido a su existencia.

Arriesgo la hipótesis de que estos jóvenes asesinos suelen ser psicóticos más o menos compensados hasta el momento del brote: esto los convierte en los eslabones más frágiles de la cadena social; suelen tener serias dificultades para sostener el lazo social con sus pares. No logran dejar de sentirse absolutamente extraños a la cultura en la que están inmersos, y esto lo manifiestan identificándose a significantes de otras culturas –no se trata de una cuestión ideológica–. La repetición de las matanzas en las instituciones paradigmáticas de la cultura estadounidense da a pensar que estos sujetos psicóticos, por eso mismo mucho más sensibles que otros a lo que sucede a su alrededor, reaccionan intentando agujerear en lo real la cultura que se les presenta como consistente en términos absolutos. Matar a los hijos dilectos de la cultura puede ser un intento de dejar al gran Otro en falta.

Conviene tener en cuenta aquel detalle que involucra a otro de los elementos de máxima importancia en la cultura actual, como lo son los medios de comunicación de masas: el joven coreano se preocupó minuciosamente por filmarse y hacer llegar las películas a la televisión. Se estaba dirigiendo a uno de los principales representantes del gran Otro. El sabía que a la televisión podía hacerla gozar con un reality violento. Matando y suicidándose, podía hacer gozar al gran Otro con sus restos. “Soy una mierda”, fue una de las cosas que dijo en sus filmaciones. Haciendo y haciéndose mierda logró inscribir su marca en la inconsistencia del Otro. Sus imágenes y palabras fueron reflejadas por los medios más importantes a todo el globo, hasta lograr hacerle decir al presidente de la mayor potencia del mundo que en su país, como en todos, la cultura es fallida, que las escuelas no son lo que deberían. Un país que sostiene la paz interior exportando la violencia a todos los rincones del planeta, que sostiene la compacidad cultural atacando a las culturas extrañas, recibe de estos pequeños marginales sobreadaptados el retorno, en lo real, de lo que fue expulsado en lo simbólico.

* Extractado del trabajo “El Otro que sí existe”, publicado este mes en la revista Psyché Navegante (www.psyche-navegante.com).

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