PSICOLOGíA › PASADO Y PRESENTE DE LOS LAZOS CONYUGALES

De la “prenda de paz” al “desmatrimonio”

 Por I. M.

Interrogarse sobre las relaciones de pareja en la actualidad es indagar en una de las versiones primordiales del lazo social. Pero el lazo social originario, ¿surgió acaso entre varones y mujeres? El creador del psicoanálisis tenía otra opinión. Freud (En Tótem y tabú, en Psicología de las masas..., en El malestar en la cultura) consideraba que la sociabilidad nació a partir de la sublimación de la homosexualidad masculina. Las sociedades humanas, dominadas por los varones, se habrían establecido mediante una alianza entre ellos, al interior de la cual las mujeres circulaban como prendas de paz y como objetos de deseo, pero no como sujetos que suscribieran el pacto.

Esa homosocialidad, descrita por la teoría psicoanalítica de modo naturalizado, fue redefinida como síntoma cultural por las autoras feministas, entre las que se destaca el trabajo de Gayle Rubin acerca del “tráfico de mujeres” (“The traffic in women: Notes on the ‘Political Economy’ of sex”, en Toward an anthropology of women, de Rayna Reiter, 1975). Con esa expresión buscó poner en evidencia la índole opresiva del intercambio de mujeres, modelo creado por Lévi Strauss (Las estructuras elementales del parentesco, 1949) para dar cuenta del lazo social. La autora considera que las subjetividades femeninas y masculinas, tales como las conocemos, son el producto histórico de las respectivas posiciones de mujeres y de varones en las redes de intercambio matrimonial.

El supuesto freudiano acerca de una sociabilidad concertada entre hombres ha sido cuestionado por diversos autores. Jessica Benjamin (Sujetos iguales, objetos de amor, Buenos Aires, Paidós, 1997) plantea un modelo alternativo: la fuente de la socialidad deriva del vínculo primario que se establece entre la madre y el hijo. La prematuración de los niños en nuestra especie obliga a una relación madre-hijo prolongada, debido a la necesidad de cuidados maternos. La construcción de las sociedades humanas se funda, según esta perspectiva, en la indefensión y en la necesidad de asistencia que caracteriza los inicios de nuestra existencia. No se trata de un pacto concertado entre sujetos ya constituidos, sino de una precondición para la humanización de la especie y para el advenimiento de la subjetividad. Ambos modelos no son incompatibles, porque el vínculo madre-hijo funda la relación inicial con el otro, pero los arreglos sociales del mundo adulto se establecen entre los sujetos hegemónicos, ansiosos de olvidar su origen y remisos a pagar la deuda material y simbólica con la madre.

Respecto de las uniones estables entre los sexos, Freud las relaciona con la ausencia del estro en la especie humana y con la consiguiente disponibilidad sexual irrestricta de las hembras. El sujeto de su relato, el macho homínido, habría deseado retener junto a sí a su compañera sexual, y de este modo se habrían establecido las relaciones amorosas duraderas. Como se ve, la teoría se hace eco, de modo acrítico, de la situación histórica de la dominación social masculina y, de ese modo, sin proponérselo, la replica. Sin embargo, resulta verosímil que el dimorfismo sexual, y las diferencias de tamaño y fuerza que lo caracterizan, hayan promovido un protagonismo masculino en la decisión de emparejar, con la consiguiente desubjetivación de las primeras mujeres.

Vemos entonces cómo los relatos construidos acerca de los orígenes están lejos de constituir una versión neutral y pretendidamente objetiva de la realidad histórica; ellos reflejan, por el contrario, el punto de vista de los sujetos que los elaboran.

Desde la perspectiva psicoanalítica de género, un relato sobre las uniones amorosas comienza de modo inevitable destacando el origen histórico de dichos vínculos, y, en ese hipotético comienzo, el deseo y las relaciones de poder son categorías fundadoras para el análisis de las relaciones de pareja.

Las referencias a un supuesto origen, cuya exactitud histórica es irrelevante pero que avalan mi opción por una postura constructivista social, sólo pretenden abrir una reflexión sobre la compleja situación que se observa en las relaciones amorosas de las sociedades contemporáneas.

La pareja, las parejas

Es frecuente que se produzca un sesgo en los análisis sobre el tema, en el cual se reduce el estudio de las relaciones de pareja a los sectores medios urbanos, educados, heterosexuales y que consultan a los psicoterapeutas.

La decisión de acotar las reflexiones a ese sector es legítima, siempre que se tenga el recaudo de inscribir el pensamiento en el contexto, vasto y heterogéneo, donde conviven numerosas parejas de sectores populares y de distintos orígenes étnicos, parejas homosexuales, así como parejas jóvenes y parejas mayores, en fin, uniones realizadas desde diversas condiciones sociales y subjetivas. En los sectores pobres, las pautas de constitución de parejas son premodernas, ya que las uniones se conciertan tempranamente y la maternidad, muchas veces solitaria, se inicia al poco tiempo de completada la maduración sexual biológica. En cuanto a las parejas homosexuales, presentan dificultades para su constitución, pero nos encontramos hoy ante una situación, en cierto modo sorprendente, en la que el amor conyugal constituye en la comunidad homosexual un ideal de vida más vigente que entre los heterosexuales de sectores medio altos, acerca de los que me ocupo en esta ocasión.

Estos sectores medios atraviesan no sólo entre nosotros, sino en el nivel mundial, por un proceso que en Francia se ha calificado como démariage (“desmatrimonio”), o sea, por una crisis de las uniones conyugales, que se disuelven de modo periódico o que, directamente, no se conciertan. Esta situación puede parecernos inédita, pero, si recordamos la historia de los vínculos conyugales, veremos que ha experimentado numerosas transformaciones.

La formación de pareja no fue una exigencia universal durante el Antiguo Régimen europeo (Edward Shorter: El nacimiento de la familia moderna, Buenos Aires, Crea, 1977), porque sólo los propietarios debían engendrar un linaje que asegurara la continuidad del patrimonio. Así, el destino social de muchos hijos de familia fue el celibato, en el clero secular o en la reclusión de los conventos. En otros casos, la migración o la alianza con una heredera podía ser un destino posible para un hijo segundo. En cuanto a los sujetos subordinados que estaban en condición servil, sus uniones amorosas siempre fueron invisibilizadas por un sistema social que no abría un espacio habitable para ellas. Pero con el paso de los años, en las sociedades de clases, el emparejamiento pasó, de ser una opción para algunos, a constituirse en un destino universalizado.

Si recordamos la historia reciente, veremos que los años ’50 se caracterizaron por una fuerte presión social hacia la normalización y por la conyugalidad casi obligada. La década del ’60 marcó un punto de inflexión, generando tendencias alternativas tales como la denominada “revolución sexual” y el protagonismo social de los sectores juveniles. Comenzó a surgir una valoración creciente por las elecciones personales, versus la adaptación y la conformidad con respecto de la norma. Si bien las nuevas opciones generaron modalidades inéditas de presión social, y la “liberación” se confundió en ocasiones con nuevas formas de explotación o de sometimiento, es innegable que el proceso de individuación experimentó un progreso.

La homogamia de clase y de etnia, que antes constituía un imperativo casi inapelable, comenzó a ser transgredida con mayor frecuencia. Por otra parte, quienes prefieren amar a personas del mismo sexo van saliendo de la clandestinidad y reivindican sus derechos al reconocimiento social e institucional. El deseo individual, fraguado a lo largo de los avatares biográficos, se ha transformado en la clave de la autenticidad de la existencia.

Los conceptos winnicottianos de falso self y self genuino o verdadero (Donald Winnicott, Realidad y juego, ed. Gedisa, 1985) pueden comprenderse como emergentes culturales de esta tendencia. La pregunta acerca de si un sujeto se experimenta como existiendo de modo auténtico o imposta una fachada con finalidades adaptativas, para el consumo de los demás, sólo resulta posible en el contexto de las nuevas tendencias hacia la individuación y el reemplazo del autoritarismo manifiesto por nuevas formas de regulación social.

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